lunes, 11 de marzo de 2013

De gradas heladas y gradas desquiciadas


En Edimburgo llueve, nieva y sale el sol a intervalos, diez minutitos de nieve, diez minutitos de aguanieve, diez minutitos de sol, diez minutitos de cada pero siempre, siempre hace frío. En Edimburgo hace un frío que pela, un frío húmedo que corta, un frío con viento que viene de las colinas nevadas que hay detrás de Murrayfield o directamente del mar, un frío constante, contante y sonante, un frío se mete hasta los tuétanos entrando desde los pies y la garganta y tarda y tarda en salir y sólo sale a fuerza de sopa y calor de pub, cerveza local, haggis, whisky de malta y tiempo ante la chimenea. Y, en este tiempo helador, escoceses y galeses van en manga corta, en kilt, en pantalón corto de rugby y camiseta. Y tan contentos, oiga.

El sábado amanece nevando en Edimburgo y uno se echa a la calle prontito a recoger las entradas del partido y, de camino y sólo si se es de Onteniente, a saquear a golpe de tarjeta de crédito una tienda de rugby entre cuyas perchas cuelga orgullosa la camiseta de la selección española, quizás por curiosidad de los dependientes, quizás para atraer a la parroquia que llena vuelos desde Madrid (al menos). Durante todo el día de partido y el domingo es fácil encontrarse con grupos de españoles que pasean por la ciudad, muchos llevando camisetas de sus equipos, todos venidos expresamente a ver rugby a mil kilómetros de casa desde el país donde en teoría no gusta el rugby. Y ya a esas horas, y desde el día anterior, se ve que en Edimburgo es fiesta mayor: la publicidad de las calles, los carteles de las calles, los pubs abarrotados y los vuelos repletos de gente que va al rugby dejan claro que no es un día normal.

Como suele ocurrir, es la afición visitante, esto es, la que no conoce la ciudad y llega de fiesta, la encargada de poner el ambiente desde primeras horas, que los locales ya saldrán de casa luego para ir directos al partido. Casi amaneciendo la Royal Mile parece que alberga los fastos por el entierro de Hugo Chavez: una marabunta vestida de rojo sube y baja por las aceras e invade la calzada, dando un paseíto previo a enfilar el estadio a unos agradables cero grados, temperatura ideal para visitar tiendas de recuerdos y monumentos varios en terno veraniego. Los galeses, de cuya asombrosa resistencia térmica ya hablamos hace unos meses, pasean en manga corta y algunos incluso vestidos del Gales grande de los 70, con camisetas de algodón, pantalón corto, medias rojiblancas y pelucas y patillas postizas como JPR Williams y Gareth Edwards, los de “that try”. Las camisetas rojas se alternan con disfraces de todo tipo: de dragón, de vaca, de pollo (aunque éste es de una tienda local que regala alitas asadas como promoción), de oveja, de vendedor de seguros de hogar, de hijo adoptivo de Vinaroz. El rugby del VI Naciones tiene mucho de evento serio que pone en juego el orgullo nacional, como se encargan de narrar con voz engolada y épica los comentaristas de otros países, pero también de fiesta popular cercana al carnaval y, en todo caso, a la borrachera multitudinaria, que en el fondo es de lo que se trata.

Murrayfield queda a unos 4 kilómetros del centro y las obras del tranvía, perennes en Edimburgo desde hace cuatro o cinco años, cortan calles y provocan cambios de dirección, por lo que es aconsejable ir andando. El estadio no tiene pérdida: “sigan a la multitud que viste de rojo o kilt”. El paseo de 45 minutos se hace mucho más largo porque la tradición y la temperatura indican que lo suyo es ir parando de pub en pub, o al menos intentándolo: los pubs están abarrotados, empañados por la multitud de gente que bebe y charla en su interior, las terrazas bajo toldo destinadas a los fumadores también están llenas de galeses y escoceses que bajan pintas a la intemperie a ritmo de record de la Commonwealth: ya saben que cuando la lógica haría a cualquiera pedir un brasero, los de las islas piden dos pintas más y unas patatas con sal y vinagre.

Tras varios conatos de entrada en pubs intransitables, varias colas interminables ante una barra abarrotada, varios kilómetros a pie y un par de vasos de sopa picante reparadora, se llega a Murrayfield. Al acercarse al estadio el ambiente es aún más intenso, y hasta el nombre de algún pub local como el Fly Half indican que, en el barrio, mejor hablar de rugby o permanecer callado. Murrayfield, rodeado de campos de rugby,  es un estadio precioso de silueta curva que se recorta contra unas colinas escarchadas muy indicadas para hacer fotos de recuerdo y de cuyos antepasados geológicos (y sobre todo de sus muertos) se acuerda uno durante el partido cuando el viento que viene de ellas se cuela por las costuras de los abrigos con decisión de segundo centro, regatea el forro polar, salta pliegues del jersey de lana, esquiva haciendo contrapiés el tejido de la camiseta térmica y se queda pegadito a la piel, haciendo bajar la temperatura corporal grado a grado y haciendo que la color del visitante mute del rosa-congestión-de-pub al azul-cobalto-de-páramo-highlander, también llamado Royal Hypothermia Blue. Tanto es el frío y el viento que sopla en Murrayfield que el gobierno escocés, en caso de alcanzar la independencia del Reino Unido, podría sopesar cambiar su nombre al de New Los Pajaritos Stadium en homenaje al campo del Numancia, que tampoco es manco.

En torno al estadio hay montones de puestos-camioneta de cerveza, comida y recuerdos, con lo que el ambiente de feria es total. Las aficiones están absolutamente mezcladas y beben y charlan juntas sin que haya no ya una trifulca, sino la mínima discusión. El alcohol ayuda a confraternizar, pero no es el alcohol el causante del buen ambiente, sino más bien la educación: también hay alcohol a ríos antes de los partidos de fútbol, y en estos es común vivir situaciones desagradables. Incluso los borrachos, que abundan, son amables y risueños, lejos de esos alicorados insoportables que utilizan las gradas de los estadios de fútbol para saldar cuentas con la vida que llevan y que creen no merecer. Porque la grada de Murrayfield, como todas las gradas de rugby, es ante todo educada, sobre todo hospitalaria y acogedora. En Murrayfield uno puede sentarse llevando los colores de su equipo con total tranquilidad, celebrar los puntos propios, cantar su himno a voz en grito y, como mucho, lo único que conseguirá es que al rival que se sienta al lado suyo le entren más ganas si caben de charlar con Vd y compartir puntos de vista.



Y de todo lo que rodea al rugby en Edimburgo, de la marcha por las calles del centro siguiendo a la marea, de los grupos de gente en kilt y camisetas rivales, de la preciosa grada de Murrayfield y de la exquisita hospitalidad de los escoceses, lo que más marca, de lo que más se acuerda uno es del momento en que se cantan los himnos. Suena el himno galés y canta un cuarto de estadio como cantan los galeses: entonando y sabiendo, los galeses cantan un himno solemne y profundo a voz templada entre el respeto del resto de la grada. Suena entonces una gaita que marca lo que viene, arrancan cincuenta gaitas y cincuenta mil gargantas a la vez cantando Flower of Scotland y a uno se le encoge todo. Paran las gaitas para que el estadio entero siga cantando sin acompañamiento esa estrofa de guerra en la que se recuerda a los ingleses que sí, que agua pasada no mueve molino pero que en cualquier momento a Scotland the Brave le da por levantarse de nuevo y ya pueden volverse a casa como el orgulloso Rey Eduardo, y a uno le entra esa sensación única a mitad de camino entre la emoción, el respeto, la admiración y también la envidia que cualquiera que haya estado allí y haya vivido eso conoce. ¿Cómo, después de eso, no sentir una admiración, una proximidad y una simpatía enorme por los escoceses?

Vivido lo vivido, como suele ocurrir, el partido casi es lo de menos. Ya casi da igual el sorprendente empuje de los escoceses en el primer tiempo o los tres fallos consecutivos con el pié de Halfpenny, que luego sería determinante; casi da igual ver que Gales poco a poco recupera la identidad y la mordiente aunque sus medios se empeñen una y otra vez en jugar por dentro y no sacar el balón a la profundísima línea de tres cuartos galesa, “la Delgada Línea Roja” que esta vez es visitante y no escocesa, como lo fue en Balaclava. No puede uno olvidarse de la aparente superioridad física de los delanteros galeses y cómo ésta quiebra en ciertos momentos ante el empuje aguerrido de los escoceses, aprovechando que la grada ruje y alguna gaita se arranca con los primeros compases de Flower of Scotland al entrar en 22 rival. Uno recuerda, claro, la ovación a Richie Gray cuando se retira lesionado, y también recuerda con cierto pudor - que se explicará más tarde - cómo la grada escocesa, a pesar de un arbitraje no excesivamente favorable (tildado de “pedantic” en algún diario local) no brama contra el árbitro, conscientes de lo difícil que es su trabajo, sino que reconoce sus propias limitaciones y errores al conceder muchos puntos al rival por su propia falta de disciplina en el juego en momentos delicados. Recuerda también el empuje final de los escoceses y la defensa bestial de los visitantes pensando en la diferencia de puntos con los ingleses, el pitido final, la vuelta de honor de los de rojo en campo rival saludados por montones de narcisos humanos y dragones de peluche, la salida del campo y la sangre que, poco a poco, comienza a fluir hacia los pies tras los primeros pasos tras dos horas inmóviles en una tribuna helada.

Vayan Vds a ver un partido del VI Naciones, vivan su ambiente, respiren el aire que suelta la grada y cuéntennos luego si no se hace uno muchas preguntas al volver a casa.
________

Inglaterra, máxima favorita al título y con el Grand Slam a tiro, las pasó canutas para imponer ese rugby industrial y opaco tan suyo ante los italianos, que siguen yendo a más. Escocia, que se llevó la cuchara de madera el año pasado y juega contra Francia en París el último partido del torneo, ha recompuesto líneas tras ganar a Italia y a Irlanda. Estos dos últimos se enfrentan en la última jornada en Roma: Italia ha hecho un gran torneo al ganar a Francia y poner en apuros a Inglaterra, Irlanda ha hecho un mal torneo tras ceder dos ventajas claras con Escocia y Francia, desplomándose en los últimos minutos con un equipo de transición, poco experimentado aún. Para ambos equipos, orgullo de naciones católicas, el domingo es un día importante y además puede que en el momento del pitido inicial habeamus Papam. Francia, con un rácano empate, se libra de la cuchara de madera pero encadena su peor racha desde 1957 cuando partía como candidata al título y podría ser última. Por fin, Gales, tremenda ganadora de la última edición y prometedor equipo joven que había enseñado colmillos en el Mundial, recompone equipo y aspiraciones tras una serie catastrófica de test matches y una travesía del desierto que parece haber acabado. Pueden ganar a los ingleses en casa y quitarles el Grand Slam, incluso llevarse el torneo si ganan por más de 8 puntos, algo que no se antoja imposible si la Delgada Línea Roja galopa y los de blanco siguen con ese juego feote de caballería pesada y artillería de larga distancia que parece haber calado también en otros equipos tradicionalmente menos dados al alto horno.

Cinco partidos después, casi nada está donde se esperaba y casi todo puede pasar. De lo esperado, lo único que se ha cumplido ha sido la entrega de todos los jugadores en cada partido, el respeto a los rivales, el pasillo del final, el consumo masivo de cerveza negra, el ambientazo en cada estadio. Digan pues si éste es o no uno de los torneos deportivos más bonitos del mundo.
____ 

Llegó la afición al Calderón y algún despistado se preguntaba si estaba en Murrayfield, si habían quitado las colinas nevadas que quedan al Este del estadio, si habían prohibido el kilt en la grada. Y es que el Calderón con frío no tiene nada que envidiar a Murrayfield en lo que a temperatura heladora se refiere, oiga, a ver qué se creen Vds, puestos a pasarlas canutas aquellos tienen wee bit hills and glen pero aquí hay un río chico y poco profundo pero mal encarado que levanta una humedad que hiela un estadio entero, y se queda tan ancho, el tío. Así es nuestro río: demasiado chico para ser un río-río pero con carácter de océano cabreao, un riíto con poca agua y mal genio, un río del Atleti.

Llegó la gente al campo y lo hizo como con pereza, tomándose su tiempo, como sin prisa y sin hacer ruido. Salió el Atleti contra la Real con un dibujo algo diferente al mostrado en otras ocasiones, con la defensa de siempre y el ataque de los últimos partidos y una media algo diferente. En la defensa jugó Miranda, muy seguro salvo cuando le dio por sacar el balón haciendo cucamonas como si fuera Luiz Pereira. Le salieron bien casi todas salvo una en especial, pero el miedo que acabó metiendo a todo el mundo cada vez que amagaba a un rival nos hizo verle más oscuro y con un collar de cuentas verdes al cuello. A su lado jugó Godín, algo más expeditivo de lo deseable a la hora de pegar pelotazos, y los laterales de siempre. De éstos, Filipe Luis lo hizo bien y Juanfran lo hizo mal y esto empieza a ser algo preocupante. A Juanfran se le ve incómodo en el campo, fuera de sitio y sin la concentración suficiente, sorprendido a veces por cosas que todo el mundo ve que van a ocurrir, mal colocado otras. Juanfran no anda fino y a este paso el nombre de Manquillo va a empezar a sonar más fuerte en el Calderón.

En punta jugó Falcao, que sigue espeso desde la lesión y al que el juego que ayer desplegó el Atleti, con la presión más retrasada a ratos y mucha entrada por banda buscando el remate de cabeza como única solución de ataque no le viene demasiado bien. Falcao pelea y muerde pero no atina, y los centrales de la Real, que dejaron buena impresión en el Calderón, no dejaron hueco para que buscara portería. Tampoco anduvo atinado Diego Costa, que lo intentó y lo intentó y, como no le salía nada, optó por hacer exactamente lo que no debe. Con el Atleti desquiciado al ir por debajo en el marcador por primera vez en mucho tiempo en el Calderón, Diego Costa le pegó un pisotón a un rival y dejó sin argumentos a todos aquellos que creían ver en él una mejoría de lo suyo, más paciencia, más madurez. Diego Costa volvió a dejar detalles que invitan a la desconfianza, a catalogarle como un jugador imprevisible para lo peor, de esos que en cualquier momento la lían y dejan al equipo con uno menos, de esos que le hacen a uno perder un partido por perder el oremus, de esos que acaban echando por tierra su propio trabajo por culpa de tener cabeza de chorlito, de los que dañan la imagen del resto poquito a poquito. De esos, en definitiva, a los que uno dudaría alinear de inicio en un partido tenso, por bien que esté. Aún a pesar de esos signos preocupantes, a Diego Costa se le jalea desde algún sector de la grada cada gesto marrullero, haciendo así pocos favores al equipo y al propio jugador.

En la media, que pareció ser la raíz de los problemas, jugó Gabi de todo un poco, sin parar de correr pero sin dar abasto para todo lo que había que hacer. Jugó Koke y lo hizo peor que otras veces y jugó el Cebolla sin hacerlo bien, cambiando de sitio y empecinándose a veces en atacar y atacar por su banda a piñón fijo, con poco acierto a pesar de alguna jugada de mérito, ganando enteros para salir del banquillo cuando los partidos se tuercen más que para ser titular. Jugó también Arda y lo hizo como es él, así, como le da la gana, un poco por aquí, otro por allá, ahora regateo a siete, ahora hago una ayuda, ahora no ayudo nada, ahora me he quedado sin aliento, deme un minutito, oiga. La media no jugó bien y no pudo conectar con los de delante ni llegar con peligro tirando de lejos y a ello contribuyó un buen partido de la Real, equipo ordenadito y bien colocado, con jugadores que cuando la recuperan no la pierden inmediatamente y con ayudas constantes que impiden eso de lo que hoy todo el mundo habla, esto es, el último pase.

En un partido mediocre en el que el Atleti no encontró soluciones, la Real marcó un gol gracias a que el árbitro no señaló un fuera de juego que a los menos miopes ya en el campo les pareció claro. A partir de ese momento parte de la grada, anestesiada durante buena parte del partido, perdió el norte. Hasta entonces el partido había transcurrido con una calma rara, esa calma de partido a deshora y con frío que cada vez es más frecuente en la liga española, esa competición cada día más aburrida. Por primera vez en años, eso sí, no se había recibido a la Real con gritos de esos que nos sonrojan y avergüenzan. Por primera vez no se escucharon insultos a muertos ni cánticos ofensivos para el visitante, todo un triunfo que esperemos haya sido voluntario y no forzado.

Pero la cosa cambió cuando el árbitro, por cierto muy malo, anuló el gol. El árbitro pitó faltas a desmano y permitió entradas similares a otras que llevaban amarilla sin que hubiera un criterio fijo, es cierto. Colaboró en la derrota por dar por bueno un gol que debería haber sido anulado, sí. Pero el Atleti no había jugado a nada ni consiguió jugar a nada reconocible, y eso no fue cosa del árbitro. El Atleti no dio una y el rival jugó bien, pero en vez de asumir las debilidades propias, mucha gente prefirió el desquicie con dirección al árbitro, camino poco complicado. En el Calderón, el estadio del segundo de la clasificación (hoy  tercero) se inició un tsunami de indignación exagerada que, se diría, la gente echaba de menos. Se diría que alguno se acogió a la protesta casi con alegría, ole ole, ya está aquí el cabreo, menos mal que hoy no ganamos, qué bien me viene esto para gritar barbaridades, que mi jefe es más malo que el sebo y a mi cuñado no le aguanto. De los insultos sonrojantes al árbitro se pasó al insulto a algunos jugadores. Juanfran qué malo eres, Falcao eres un petardo, ay Gabi vuelve a Getafe. Simeone sacó a Raúl García y en ese momento, con el equipo perdiendo y necesidad de remontar, con el rival más odiado empatando a puntos, el refuerzo fue recibido en algunos puntos de la grada con tipos en pié llamándole de todo, el colmo del absurdo, el rizar el rizo del tiro en el pié. A Simeone no le salpicaron los insultos, pero si el partido dura diez minutos más y no sale Oliver Torres, más de uno habría pedido su cabeza y quién sabe si la vuelta de Manzano, con su gorra de tractorista.

La grada desquiciada contribuyó al desquicie del equipo, al que la Real y el árbitro sacaron del partido sin demasiada dificultad. Por primera vez en meses, el Atleti encajaba un gol en casa, perdía un partido en el Calderón y la afición salió del estadio con un gusto amargo en la garganta. Se diría, empero, que alguno hasta lo gozó.

La vuelta a una grada desquiciada resulta especialmente chocante cuando se viene de una grada que no busca culpables sin reconocer deméritos propios. Pero esto, oh lectores, es un mal endémico de este deporte llamado fútbol al que cada vez es más difícil tener cariño.