martes, 23 de diciembre de 2014

2014, Año Simeoniano



El Atleti acabó el año por la Puerta Grande, remontando un partido que se había puesto muy feo y en el que, cosas del fútbol, salió el sol en un par de minutos justo después del descanso y ya no se volvió a poner.

Haber perdido en Bilbao habría supuesto dos semanas de parón con dudas, preguntas, rumores, más aun sabiendo que a la vuelta de Navidad es el primero de los partidos del año contra el otro equipo grande de la capital. Conociendo a la simpática e imparcial prensa nacional, un tropiezo justo antes del parón de invierno habría sido el momento perfecto para hablar de problemas en el vestuario, de que Simeone está incómodo y piensa irse, de descontento con los fichajes y cuestionamiento sobre la capacidad de los nuevos para sacar al equipo de problemas, de quejas durante las concentraciones por los ronquidos de los uruguayos, de amenazas de muerte al peluquero de Griezmann. Siendo además el tropiezo justo antes de un partido contra el ojito derecho de la prensa, sobre todo en este momento en el que todo lo que rodea a su equipo del alma se pregona con un triunfalismo infantil, la oleada de rumores habría sido malintencionada y, por tanto, aburridísima. De haber perdido el Atleti, Griezmann pasaría a ser desecho de tienta, Koke tendría ofertas de equipos rivales,  Arda y Godín estarían en diferentes órbitas – como la perrita Laika - y escucharíamos repetidamente eso de que “Fulano gusta en Chamartín”, en especial alguna estrella emergente como Giménez.

Pero en Bilbao el Atleti, tras un primer tiempo malo y desconcertante, decidió que era el momento de dar un puñetazo en la mesa y recordarle a todo el mundo quién, y sobre todo por qué, es el Campeón. El Atleti bajó el balón al piso, adoptó el color mimético que enseña este año cuando los rivales creen que aún vive una única versión del equipo, la del contraataque y la de Diego Costa, y armó un lío. Una jugada, la del primer gol, sirve como ejemplo de todo lo que pasó después: rosario de despejes de cabeza al rival en el medio campo de uno y otro equipo hasta que Tiago, que es el que mejor conoce el libro de instrucciones, bajó el balón en corto. De ahí, un taconazo de Raúl, un apoyo, otro, un pase de nuevo de Raúl al espacio, Juanfran que galopa y mete un centro maravilloso hacia, una vez más, Raúl y Griezmann, el autor del gol tras un remate de esos de los cromos.

El Atleti se benefició luego de un penalti que no le pareció ser al que suscribe, a pesar y precisamente por el leve contacto. Un penalti en mal momento para el Athletic, en un momento perfecto para que el Atleti dejase groggy al rival que pudo poner distancia en el primer tiempo y no lo hizo. Un penalti injusto que, de no haberse pitado, podría haber cambiado el rumbo del partido; pero se pitó y se tiró y se marcó, y la superioridad física y táctica del Atleti y sus dos goles posteriores parece que deberían valer para neutralizar el comprensible cabreo de los bilbaínos.

Del resto del partido, tres nombres propios. El primero, Griezmann, quien tras una primera parte mala acabó metiendo tres goles, uno de ellos en fuera de juego, y cerrando un partido estupendo. Y aun así, de Griezmann queremos más. No más goles, que eso sería abusar, pero sí más presencia, más fiabilidad, más responsabilidad. De Griezmann esperamos que sea el segundo Arda, el segundo Koke, el tipo con el que contar cuando las cosas se ponen feas y los espacios se achican, el responsable del destello de imaginación y calidad que convierte las cuevas en palacios rococós y las peleas de bar en torneos de esgrima. Griezmann, quien empieza a entender que a este Atleti es complicado subirse y mucho más si no se aporta, como mínimo, todo aquello que aporta el resto, está llamado a ser clave para el segundo tramo de la liga, en el que el equipo estará más cansado y habrá sido ya visto demasiadas veces por los entrenadores rivales. El Griezmann que queremos asomó ese peinado suyo como de tortilla francesa por San Mamés y eso es una noticia fantástica que nos encantaría confirmar, confirmar y volver a confirmar, como los peces fedatarios en el río.

El segundo nombre propio es de un defensa jovencito con actitud de veterano y hechuras de estibador. Giménez, por ahora, juega siempre bien, y tanto le da que sea en Turín, Bilbao o el Calderón, que él siempre está a lo suyo. A Giménez parece darle igual venir de treinta partidos en el banquillo o de un encuentro extenuante, él siempre está allí y por su zona mejor no pasar, que le persigue a uno como si le debiera dinero. Giménez no pierde el sitio ni la compostura, es agresivo y canchero, y si tiene que saltar y atizarle en la nariz a su padrino lo hace y santas pascuas, no haberse puesto ahí, oiga. En un partido en el que se esperaba a Miranda de titular y en el que Godín mostró un par de despistes de esos a los que nos tiene desacostumbrados (y que son por cierto más comunes cuando por su lado juega el cada vez más enloquecido Siqueira), Giménez pareció el veterano, la referencia, el capitán. Con Godín en un momento maravilloso, Miranda debe apretar los dientes si quiere que este chavalín con presencia de veterano del frente, actitud de legionario con bayoneta calada  y cuello de pilier no le quite el sitio en breve.

El último nombre del día es el de Saúl. Saúl, que puede llegar a ser un jugadorazo, está en ese momento en el que se espera de él un paso al frente que puede marcar su futuro. Como quizás le ocurrió no hace tanto a Koke, hoy tan consagrado que nos hace olvidar algunos días de zozobra, Saúl debe decidir qué perfil de jugador quiere o puede ser, abandonando algunas manías como esa de jugarse pérdidas de balón en momentos arriesgados y empezando a disfrutar del trabajo sordo y gris que le ofrece Simeone como pasaporte a páginas más brillantes. Saúl salió con la incómoda misión de suplir a Koke pero no completó el partido que de él esperábamos. De Saúl esperamos y deseamos más, y confiamos, sobre todo, en que se le pasen esas malas pulgas que se le ponen cuando no juega tanto como le gustaría, algo que quizás se explique él mismo cuando vuelva a ver sus partidos con más calma durante las navidades.
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Con la Navidad de 2014 se cierra el mejor año en rojo y blanco que uno recuerda, y el tercer año de la llegada del tipo que cambió todo.

De 2014 recordaremos siempre ese mes de Mayo maravilloso, lleno de angustias, victorias, reuniones y cábalas. Recordaremos esa frenética carrera de las semanas anteriores, domingo – miércoles – domingo encadenando victorias y engordando leyendas, la concatenación de partidos claves, de citas históricas cada siete días. Recordaremos el rosario de supersticiones, las llegadas al estadio siempre por el mismo camino, igual vestidos, haciendo las mismas paradas. Recordaremos las reuniones en casa, siempre los mismos sentados en los mismos sitios, las bufandas atadas exactamente al mismo palo del perchero que en el partido anterior. Recordaremos el partido de Stamford Bridge con una sonrisa de esas que aún nos duran, el partido contra el Levante y la cara, mitad de bobo mitad de preocupación, que se nos quedó después. Recordaremos la parada de Willy Caballero en el fondo Norte, evitando el gol que nos habría dado la liga en casa, una semana menos de angustia y una más de descanso, pero recordaremos siempre ese gol de Godín, vestido de amarillo y azul, en el Nou Camp ni más ni menos. Recordaremos esa liga que ahora nos parece un milagro casi imposible de repetir, el fruto de una temporada mágica con una regularidad al alcance de casi ningún equipo, recordaremos la celebración en Neptuno con Panadero Díaz y familia dando saltos en la plaza, los días en los que conocimos a todos esos jugadores maravillosos que llegaron a jugar una final hace 40 años contra un equipo de leyenda y conservan la actitud de una cuadrilla de amigos modestos agradecidos por todo lo que implique valorar su esfuerzo de entonces.

Nos acordaremos también, qué coño, de ese día en Lisboa en el que no disfrutamos antes del partido por culpa de los nervios y desde luego no disfrutamos después por culpa de las lágrimas. Pero recordaremos las llamadas de gente de todas partes contándonos cómo en su ciudad todos iban con el Atleti, cómo se acordaron de nosotros y les dio casi tanta rabia como a nosotros que el cuento maravilloso que escribió el equipo del Cholo no acabara como en los libros de hadas sino como suelen acabar las cosas en la vida. Recordaremos el domingo y lunes siguientes llenos de dolor, mal humor y silencio y cómo el luto acabó de repente cuando un novillero, mostrando casi tanto valor como para ponerse ante un toro, salió a hacer el paseíllo en las Ventas del Espíritu Santo con un capote de paseo con el escudo del Atleti bordado. Recordaremos la concentración espontánea de cientos de atléticos en el estadio para celebrar no una derrota, sino una forma de ser, de sentir, de entender las cosas. Recordaremos el desconcierto de los otros, de los que no entienden nada, ante el subidón de orgullo de los que no habían ganado una final pero habían ganado un mundo, algo incomprensible para los que miden la identidad en victorias y la dignidad en números.

Por ese 2014 maravilloso con pinta de tener una secuela brillante dentro de no demasiado tiempo, por el tiempo anterior y los años en los que nos acordaremos de esto, no podemos más que estar eternamente agradecido al responsable del invento, al tipo que convirtió al equipo en mágico, al que trajo al Mono y al Profe, al protagonista del año entero y de uno de los capítulos más gloriosos de la historia gloriosa del Club Atlético de Madrid. Por él, por Simeone y los suyos, no debería quedar ningún atlético por brindar en estas fiestas.

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Pero en este año increíble, no estaríamos hablando de todo lo que ocurre si no reconociéramos que tenemos un problema. Que el problema no es nuevo es algo que sabe cualquiera que visita la grada del Calderón, que únicamente es ahora más visible y más actual también.

Si el Atleti es lo que es, lo es en gran medida por su grada. Por su grada entera, no solo por un fondo. Que ese fondo ha sido el motor de la animación durante años es algo indiscutible; que el precio a pagar por un motor así no puede ser mantener en él elementos que son un problema grave para todos nosotros (y no solo para nosotros) es algo clarísimo. Nadie en el Calderón quiere que el estadio y la afición se divida, pero nadie en el Calderón (o al menos una mayoría más que aplastante) quiere que miembros de su afición maten a otros, que la afición sea estigmatizada por los medios y rivales como un grupo de tipos peligrosos, que los informativos abran los bloques sobre medidas antiviolencia con planos de la grada del Atleti repleta de bufandas rojiblancas.

Que el tema parece más policial que otra cosa es también evidente, tan evidente como que el resto de agentes involucrados (el Club, el resto del Fondo Sur, el resto de la afición) tienen también un papel que jugar. Que el Club tienen que hacer algo es claro y meridiano; que lo que ha hecho ya es un paso (más o menos torpe, más o menos proporcionado, más o menos precipitado, eso es otro debate) es, también, un hecho. El Fondo Sur (es decir, la Grada Joven y todos aquellos involucrados en la animación con más intensidad que otras partes del estadio), un colectivo mucho más amplio que el grupúsculo conflictivo que últimamente ocupa las portadas de los periódicos (junto a la mención del resto de la afición) tiene ahora una oportunidad de oro para demostrar que puede seguir siendo una grada ejemplar, precisamente ahora que la Policía va a eliminar al factor que (según cuenta gente del propio Fondo Sur) les impedía estar tranquilamente dedicados a la animación fuera de connotaciones ideológicas o de otro tipo. El resto de la afición debe mostrar firmeza ante los que ensucian el nombre del Club, pedir responsabilidades a quienes pueden tomar medidas y apoyar a los que no participan en los actos vergonzosos o tienen miedo a las represalias. Resulta chocante ver una grada en silencio durante un partido, resulta sorprendente ver cómo no es lo que más conviene al equipo lo que el colectivo que más dice querer al equipo acaba haciendo. Resulta extraño ver cómo un colectivo que se dice pacífico prefiere enfrentarse al resto de la afición en protesta por una medida que no tiene como objetivo ese colectivo pacífico, sino precisamente el foco de la infección que puede acabar con ellos. Resultaría también lamentable y triste que a raíz de este episodio, el Calderón se convirtiera en un estadio silencioso.

El año 2014, quizás uno de los más gloriosos de la historia del Club, ha acabado con un borrón intolerable y vergonzoso que debería hacernos pensar, no mirar hacia otro lado. La oportunidad está ahí y tenemos que hacer lo que debemos: dejarlo pasar, confiar en que el tiempo hará olvidar este tema, terminar separando la afición en bandos, hacer del Calderón un estadio silencioso o sumir al equipo en la desorientación que ni los rivales más duros han sido capaces de conseguir sería reconocer que todos hemos perdido. Y nosotros, los del Atleti, no perdemos. Ni perdiendo.


jueves, 11 de diciembre de 2014

De viajes, entradas y policías

Turín, Piamonte, Italia, está relativamente cerca y es un sitio bastante bonito. Además en Turín juegan dos equipos de fútbol y el Atleti se enfrentaba a uno de ellos. Esta es la crónica de un viaje raro.


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Turín es una ciudad bien bonita. Es amplia, tiene un centro grandote y bien conservado y desde casi todas partes se ven los Alpes, nevados en esta época del año. En muchas calles de Turín hay soportales y casi todo el tiempo uno camina bajo techo, con lo que a veces no ve bien la calle por la que va, los edificios, el cielo; eso sí, cuando llueva o nieve, que debe ocurrir con frecuencia, uno no se moja y puede ir tan contento a tomar café, galletitas y amaro. Pero el día de autos, y como mandan los cánones siempre que juega el Atleti, el cielo estaba limpio y lució el sol para celebrar la efeméride durante un día muy corto en una ciudad muy al Norte en la que hace frío, sobre todo de noche con el cielo raso.

En Turín, en día de partido de Champions en el que uno de los equipos locales se juega ser primero de su grupo y en el que viene a la ciudad ni más ni menos que el campeón de Liga, no hay mucho ambiente futbolero. Por un lado, es normal que los habitantes de la ciudad del equipo local estén trabajando en martes laborable y no en la calle dando saltos; por otro lado, siendo el día que era, tras los acontecimientos recientes y siendo partido de grupo, muy poca gente del Atleti acudió a Turín. Pero hay un tercer factor más determinante y más llamativo aún: en Turín no hay demasiados aficionados de la Juventus de Turín, por raro que les parezca.

La Juve, el equipo con más seguidores de Italia y el más popular entre los italianos que viven en el extranjero, es de Turín pero poco, como si no fuera de Turín, vamos, como si fuera de al lado, oiga. La Juve juega en Turín pero bien podría jugar en otros sitios, en otras ciudades más al Sur, en Palermo, en Malta, en Australia. En el centro de Turín la gente es normalmente del Torino, y te lo hacen saber con la misma rapidez que los del Atleti confesamos nuestros colores, esto es, a los cinco minutos de conocer a alguien, durante una entrevista de trabajo, en el momento de recibir el Premio al Hombre Más Discreto de la Comarca, al entrar desfondado en la línea de meta tras completar el maratón. En Turín los camareros, los taxistas, los dependientes de las tiendas rápidamente te hacen saber que confían en el Atleti para ganar a la Juve, para hacer callar a la masa blanquinegra que viene altiva desde las afueras, desde las zonas industriales, de Nápoles, de Sicilia, a pesar de no explicarse cómo no juega de titular el ídolo local, Cerci.

La Juve es para los turineses el equipo de los de fuera, de los inmigrantes que vinieron a trabajar y ganarse la vida en las fábricas de los Agnelli y vieron en la Juventus una forma de asegurarse un ratito de alegría los domingos, siguiendo a un equipo poderoso y bien relacionado con la autoridad (deportiva y no), evitando las fatigas de seguir a un equipo menos ayudado por fuerzas externas. Por eso los turineses del centro ven al Torino, para algunos el equipo italiano con más similitudes con el Atleti, como el emblema de la ciudad verdadera enfrentado a la Juve, el emblema del poder económico e industrial de los alrededores, el equipo del resto. Quizás por eso los del Torino vieron en el Atleti la posibilidad de mantener en silencio a sus insoportables vecinos durante unas horas; quizás por eso los del Atleti, a pesar de lo bien que nos trató todo el mundo, volvemos de Turín habiendo desarrollado una simpatía especial por el Torino y por su canción de cabecera.  



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El hincha con gafas es normalmente bien recibido en las ciudades tranquilas: esta frase lapidaria podría perfectamente grabarse en piedra en la entrada de cualquier localidad futbolera, para tranquilidad del visitante y de la población local, e incluso ser el lema de alguna peña ajedrecista. Los pocos aficionados del Atleti que aparecieron por Turín quizás tuvieran una vista excelente, pero se comportaron como si tuvieran gafas, o al menos eso vimos por la calle. Ni un grito, ni una mala palabra, ni un mal gesto se vio durante toda la mañana en Turín que, por cierto, estaba bastante vacía y tranquila.

Más en concreto, el peligroso grupo de aficionados con el que el que suscribe acudió al Piamonte hizo un primer alto en el camino y compró unas pantuflas de lana la mar de calentitas, una especie de abrigo loden para los pies, toda una declaración de principios. Armado con este signo distintivo, el grupo de seguidores, a quien desde ahora llamaremos “i Temibile Pensionati”, se dedicó a recorrer el centro de la ciudad llevando a cabo su rosario de acciones provocativas: fotografiaron iglesias barrocas, tomaron café por la zona de los soportales, pasearon hasta la Molle Antonelliana, hicieron fotos al Palacio Real, bebieron cerveza tostada (muy rica, por cierto) y comieron pasta con diferentes acompañamientos en una trattoria antigua situada frente a una capilla preciosa. De haberse encontrado con algún grupo rival ducho en sus mismas tácticas de guerrilla urbana y localización de tascas, tal y como los archiconocidos Próstata Boys o los temibles Nación Miope, habrían medido fuerzas compitiendo en actividades propias de su tribu urbana: la petanca extrema con boliche cuasi-invisible, la alimentación selectiva de palomas autóctonas ignorando a las razas importadas, la supervisión de obras desde valla metálica o la disciplina reina: la actualización lenta de cartilla de ahorros en sucursal bancaria llena de gente con prisa, la verdadera razón de ser del Movimiento Pensionista.  

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Bajada la pasta tras un paseíto, dos cafés solos y unos cuantos amaros (Averna, Braulio, Montenegro y uno local cuyo nombre fue imposible retener tras los pelotazos previos), recogida la ropa de abrigo en el hotel y santificada la honrosa tradición de la siesta (breve), el audaz grupo se dirigió al estadio de la Juve - eso sí, en taxi, que se va más calentito, aunque el Ayuntamiento había previsto unos autobuses gratuitos que llevaban a los aficionados españoles hasta el estadio la mar de bien. El taxista - del Torino, claro – explicó a los integrantes de la expedición que les llevaría directamente a la zona del estadio por la que entran los visitantes, cosas de los protocolos de seguridad de la ciudad.

Nota al margen: Al llegar al campo, que está en una zona moderna, apartada, rodeado de franquicias de restauración y grandes almacenes de electrónica, sin gracia ninguna y lejos del centro histórico, lo primero que a uno se le viene a la cabeza es cómo será nuestra triste existencia una vez nos obliguen a ir a la Peineta. Por más que tengamos claro que la milonga peinetera puede aún dar muchas vueltas, resulta imposible no pensar en la suerte que tenemos al poder ir cada dos semanas al Calderón andando desde el Madrid de los Austrias, caminando tan tranquilos desde la Puerta de Toledo, a tiro de piedra de la Plaza Mayor, de San Francisco el Grande, de la calle Toledo, de la Latina, de los bares, de las terrazas. Como en otras cosas, acabaremos lamentando la tibieza de la grada a la hora de reclamar que el Calderón siga en su sitio, el silencio, la ausencia de protesta, el encogimiento de hombros, el comulgar con ruedas de molino. Al tiempo.   

Una vez cerca del estadio, el taxista preguntó a un policía dónde debería depositar ai tifossi de l’Atletico di Madrid. En una operación nunca vista antes, la policía cortó literalmente el tráfico, detuvo el río de seguidores juventinos que iban al campo y condujo al taxi, en contramano y por zonas prohibidas, hasta una gran puerta metálica. La puerta se abrió y el taxi entró en un recinto vallado más extenso que un campo de fútbol en el que los taxis y autobuses que traían aficionados rojiblancos entraban y descargaban hinchas como quien descarga sacas de un furgón blindado, para ser encerrados entre las vallas a continuación.

Dentro del recinto vallado había unos cuantos aficionados del Atleti, unos cuantos Stewards (Esteban, en castellano) y unos cuantos policías. En un extremo del recinto vallado se recibía a los aficionados del Atleti y se les hacía pasar por una estrecha puerta metálica. Allí se pedía la entrada y un documento de identidad, y se procedía a cotejar entrada, documento y nombre con los datos impresos en una lista manejada por otra Steward (Estefanía, quizás), que miraba que todo coincidiese. Los Stewards miraban y remiraban a los aficionados, les obligaban a deshacerse de ciertas camisetas y bufandas y a algunos hasta les pedía quitarse las botas, no fuera que llevasen calcetines con tomates. ¿Y para qué valía todo esto? Pues para decidir quién entraba y quién no.

En el momento de comprar las entradas, el Club ya había advertido que en Italia, país con graves problemas de ultras, eran estrictos con la norma que obliga a identificar a cada aficionado antes de entrar al estadio. En términos prácticos, esto implicaba que, de no coincidir el nombre del abonado con cuyo carnet se compró la entrada con el nombre del portador de la misma en la puerta, la Juventus podría negar la entrada al estadio al visitante. En otras palabras, que un abonado, por bienintencionado que sea, no puede comprar una entrada para un estadio italiano y regalársela a su sobrino que vive en Bolonia haciendo el Erasmus, porque este se quedará en la calle a pesar de tener una entrada válida. Quédense Vds con este valioso dato para el futuro.

Así le ocurrió al menos a una treintena de personas, quince más si añadimos a un grupo de polacos con bufandas azules y blancas que sorprendentemente (o quizás no tanto) se agolpaban en la cola formada ante la puerta metálica rodeada de Stewards vestidos de naranja o amarillo, esto es, Stewards de naranja y de limón. Italianos aficionados al Atleti, chicas que habían viajado con su novio abonado para ver el partido gracias a la entrada sacada por un amigo, un grupo de mujeres con acento brasileño, unos cuantos chavales helados de frío y alguno de los conocidos Temibile Pensionati se quedaron en la puerta esperando a ver si se encontraba una solución entre unos y otros.

La policía italiana y los stewards eran inflexibles: si el nombre no figuraba en la lista, no se entraba. La lista, entendemos, la envió el club (el nuestro) y no era sino la relación de los abonados que habían retirado su entrada, con su nombre y número de socio. Como ya se ha dicho, el club advirtió de esta posibilidad y por tanto nada hay que afearle en ese aspecto, puesto que los que fuimos conocíamos el riesgo de poder quedarnos fuera y lo asumimos; quizás pensamos que la Juve aplicaría un criterio más flexible viendo uno a uno a los visitantes, como ocurrió en el pasado en otros partidos. Si el Club pudo hacer más en Madrid, facilitando a la Juve el nombre de aquellos invitados para los que los abonados retiraron la entrada, o en Turín, al menos enviando alguien a intentar asistir a los aficionados desplazados en la puerta en la que discutían con los stewards para intentar encontrar una solución satisfactoria para todos, es otro tema. La realidad es que al final nadie del Club apareció, sólo los abonados (esto es, los que pagan siempre, incluso antes de ver los fichajes) pudieron entrar y quedó claro una vez más que el aficionado está a la cola de las prioridades del Club, aunque los que pagan quizás reciban un trato un poquito mejor que los que meramente simpatizan (por más que luego el presidente presuma de afición de tele en tele).

Sí lo intentaron por activa y por pasiva los policías españoles que acompañaban a los aficionados como parte del dispositivo de seguridad, y es justo nombrarles y agradecerlo: los policías españoles, sin ser esa su misión, trataron de convencer a los policías locales de que la poca gente que quedaba fuera era tranquila y educada, propusieron formas alternativas de identificación para facilitar la entrada al campo de los que esperaban en el frío, llamaron, preguntaron, nos explicaron lo que pasaba, se preocuparon por nosotros. El mensaje, eso sí, cambió poco por más que lo intentaran: no pinta bien, de no haber pasado lo que pasó hace una semana la historia sería otra, tienen órdenes claras de no hacer ni una sola excepción. Esta idea tajante la confirmó un steward de limón con el que hablaron los Temibile Pensionati para intentar que una chica con aspecto poco violento pudiera entrar con su novio, que sí tenía entrada, usando la entrada de uno de los jubilados viajeros: “no hacemos excepciones. Las órdenes son claras, a día de hoy todo aficionado del Atleti es considerado peligroso”.  Triste. Tristísimo. Real. Lamentable.
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Del partido, que al final era lo de menos, poco que contar que no se haya contado. Quizás, que el pequeño grupo de atléticos que estaban en la grada se comportó de manera tranquila y correcta, al menos desde donde vio el partido el que suscribe, a pesar de que al parecer hubo quien prefirió llamar la atención de fotógrafos y comités de disciplina. También, que la grada turinesa no es tan caliente como uno esperaba aunque suene fuerte en la televisión, y que el nuevo estadio, cómodo y bonito, carece (como le pasa a los estadios modernos) del encanto de los campos viejos de gradas irregulares y grises, sacrificada la personalidad en aras de la seguridad, la comodidad, la telegenia y el contrato del promotor. Que los aficionados de la Juve fueron la mar de amables e intercambiaron aplausos, camisetas y bufandas con los aficionados del Atleti al final del partido. Que durante muchos minutos la grada juventina estuvo en silencio y en tensión viendo a un equipo agresivo y bien plantado que les puso en muchos más apuros de los que están acostumbrados, y que de ese silencio y de esos aplausos finales se desprendía la admiración y el respeto que el Atleti merece y que en España no recibe, a veces por forofismo, a veces por miopía intelectual, a veces por proteger aún más a los ya protegidos, a veces por mera idiocia mechada de rabia. Que a ojos de la afición de la Juve, que algo de fútbol ha visto, el despliegue defensivo del Atleti es digno de admiración, que la facilidad para salir tocando de avisperos de los que otros salen al pelotazo es simplemente mágica, que la agresividad del medio campo no es violencia sino virtud, que el peligro a balón parado es un recurso formidable y no un motivo de crítica. Que la explosión de júbilo final de jugadores como Buffon o Pirlo dice mucho más sobre lo que es realmente este Atleti que mil palabras huecas de la prensa enfurruñada cuando no son sus favoritos los que levantan la admiración de los grandes. Que quizás si alguien hubiera visto la reacción del ilustre suplente Morata a las burlas de los atléticos durante su calentamiento post partido, el mito del señorío habría sufrido un nuevo revés. Que, incluso quedándose fuera, incluso teniendo indeseables en sus filas, incluso en las horas más complicadas, es un orgullo inmenso ser de este equipo gigante y de esta afición que, con menos dificultad de la que muchos piensan, seguirá siendo la más ruidosa, la más leal, la más entregada también cuando se extirpe el tumor que tanto daño hace a nuestra imagen, nuestra tranquilidad y, visto lo visto, nuestras posibilidades para pasar lejos del Calderón un día de fútbol inolvidable en paz y tranquilidad. 

lunes, 1 de diciembre de 2014

El problema

El domingo 30 de noviembre de 2014, a las 11.30 de la mañana, se acercaban al Calderón montones de familias aprovechando la hora y la ausencia de lluvia para llevar, en muchos casos por primera vez, a sus niños al estadio. A la misma hora aproximadamente, un aficionado del Deportivo de la Coruña, de unos 40 años y padre de dos hijos (uno de ellos de 4 años, como muchos de los que iban al Calderón por primera vez) moría como consecuencia de las lesiones producidas en una pelea multitudinaria entre hinchas radicales del Atleti y del Deportivo que, al parecer, se habían citado precisamente para darse de palos un rato antes del partido. Por si esto fuera poco, la pelea contaba también con la participación de más aficionados radicales, algunos de otros equipos de Madrid y otros, según dicen, del Sporting de Gijón.

Por asombroso que parezca, hay gente que queda para pegarse aprovechando un partido de fútbol. Intuimos que lo hace convocando a aliados y rivales, fijando por teléfono o por Internet fecha, hora y lugar y, probablemente, el catálogo de armas permitidas, los distintivos de cada bando, los límites de tiempo o quizás alguna otra regla para la pelea, vaya Vd a saber. Al parecer estas convocatorias no son ni nuevas ni infrecuentes, y es común que grupos rivales (rivales normalmente en lo ideológico y no tanto en lo deportivo, que ya me contarán qué problemas hay o ha habido entre la afición del Depor y la del Atleti en la historia de la Liga) queden para medir fuerzas y resolver provocaciones a tortas y navajazos, como antes lo hacían las pandillas de macarras juveniles o las facciones rivales del hampa. La valoración de la inteligencia de los que hacen estas cosas daría para escribir varios libros o quizás para escribir una única página en letra gorda; la libertad que tiene cada uno para hacer en su tiempo libre lo que le venga en gana (incluyendo embarcarse en actividades peligrosas para uno mismo) es algo sobre lo que también se puede reflexionar y ya se ha hecho bastante; no es este el sitio para hacerlo, sin embargo, dado que éste es un simple blog de fútbol, más en concreto de una forma muy particular de ver el fútbol.

Si en vez de con ocasión de un partido de fútbol y al lado de un estadio la misma pelea entre bandas rivales se hubiera producido en el aparcamiento desierto de un polígono industrial remoto y cerrado, en una carretera alejada de cualquier centro de población, el resultado podría haber sido el mismo (muertos, heridos, detenidos, vídeos lamentables) pero la trascendencia del caso habría sido muy diferente. El que suscribe, en este caso, tendría poco que decir al respecto: una manada de salvajes ha quedado para hacer el animal, allá ellos siempre que no se hagan daño más que ellos mismos, allá ellos siempre que no rompan nada que tengamos que pagar el resto. Allá ellos y sus familiares, que les conocen y saben lo que hacen;  allá ellos y sus amigos, si les jalean a hacer el idiota de esa manera, allá ellos con sus vidas. Mientras uno no haga daño a nadie que no quiera estar metido en ese fregado, es complicado pronunciarse si no es para dar una valoración sobre lo triste que debe ser la vida de cierta gente.

El problema es que la manada en cuestión quedó precisamente con ocasión de un partido de fútbol, cerca de un estadio, en este caso al lado del estadio al que muchos tipos pacíficos llevamos yendo 40 años, algunos muchos más. El problema es que la quedada se produce tomando como excusa el fútbol, ese deporte que nos gusta tanto, que tanto hemos practicado, que tanto nos divierte o al menos divertía. El problema adicional es que gran parte de los involucrados en la pelea se juntan precisamente en torno al equipo del que somos seguidores desde que éramos pequeños, que quedan para hacer el ridículo y el mal con los mismos colores al cuello que llevamos muchos otros para ir a nuestro campo y a otros campos lejos de nuestra casa, quizás también el campo del equipo del fallecido. El problema es que el la barbaridad se identifica automáticamente con aquellos que seguimos al mismo equipo que los agresores, y que esa misma barbaridad se convierte en patente de corso para que, generalizando, se insulte al ultra descerebrado que va buscando pelea con las mismas palabras que recibiremos los aficionados tranquilos que vamos a campos rivales, los mismos insultos que seguirán recibiendo dentro de unos años muchos de los niños que ayer, por primera vez, fueron al campo de la mano de sus padres, muchos de ellos también cuarentones, como el fallecido.

El problema es que, ateniéndonos a los precedentes, pasado el duelo inicial se olvidará la pelea y se contarán historias contradictorias y exageradas sobre lo que ocurrió, novelando la pelea, engordando la vergüenza para intentar convertirla en épica. El problema es que con el tiempo unos tendrán un mártir y otros un trofeo y que, unos y otros, utilizarán el trágico símbolo de la idiocia humana para justificar lo injustificable, para reclamar venganza, para presumir de víctimas y hombría cavernícola, para buscar risas de sus correligionarios embrutecidos en los bares. El problema y el asco está en que en unos años la tragedia se convertirá en cántico, como ya ocurrió con Aitor Zabaleta, y que este cántico se convertirá, pasada la náusea inicial, en parte de la banda sonora habitual de los estadios. El problema es que nosotros mismos, que hoy estamos horrorizados y asqueados y nos planteamos no volver nunca a un campo de fútbol, acabaremos por no procesar lo que dice la letra, por no reflexionar sobre lo repugnante de la situación, por no silbar ni levantarnos e irnos. El problema es que, con el tiempo, nos limitaremos a hacer quizás un gesto de asco y repudia sólo perceptible por los vecinos de localidad cuando arranque el cántico desde una zona de la grada, convirtiéndonos, sin querer pero tampoco sin luchar por evitarlo, en cómplices inconscientes e involuntarios - pero cómplices al fin y al cabo - de la manada de salvajes que portan al cuello los colores que nos metieron en el alma nuestros abuelos llevándonos de la mano hacia el estadio, sin esperar que nunca ocurrieran estas cosas repugnantes cerca del campo en el que jugaba el equipo de sus amores. El problema es que los medios, que hoy denuncian con razón las salvajadas y comprueban con alegría la cantidad de audiencia que dan los vídeos caseros de peleas, volverán en breve a su discurso polarizado y faltón sin reparar en las consecuencias que tienen sus palabras para la gente que va por la calle. El problema es que los directivos del club de los amores de nuestros abuelos dejaran que pase el tiempo para no tomar medidas, para evitar problemas, para pegar una patada a seguir a la cuestión, para que el tiempo convierta en banda sonora lo que hoy es una vergüenza, una epidemia y una tragedia.

El problema es que nosotros, aficionados de a pie sin ganas de pelearnos con nadie ni vocación para hacerlo, tampoco sabemos muy bien qué hacer. El problema es que hoy todos tenemos claro que esto no puede ser, que no puede seguir así, que ni el fútbol ni nada se puede convertir en excusa ni parapeto ni coartada para este horror. El problema es que, al no saber muy bien qué hacer, confiamos en que los clubes, la policía, la autoridad haga algo, que nos ayuden, que nos quiten de encima el horror y el problema, que para eso están. El problema mayor viene cuando uno escucha a los directivos diciendo poco menos que eso no es cosa suya, que ellos no son quien para disolver una peña del propio club, que fuera del estadio es cosa de la policía. Y cuando la policía contesta que no sabía nada, que no contaban con que hubiera una pelea, que el partido no era de alto riesgo y por tanto no había dispositivo especial, que no se habían enterado de que 200 ultras de grupos rivales que todo el mundo sabe que se detestan podrían aprovechar el partido para montar una pelea monumental.

El problema es que pensamos que, a menos que cambien mucho las cosas, los clubes terminarán como mucho por retirarle el carnet de socio a diez, veinte, treinta personas que probablemente puedan seguir accediendo al campo cuando les venga en gana, que podrán seguir viajando cuando lo haga el equipo en condiciones más ventajosas que el resto de aficionados, que podrán acceder a los entrenamientos - como ya ha ocurrido -  o vender merchandising o mantener en las instalaciones del club pancartas y banderas. El problema es que cuando nos desplacemos a ver al equipo, si es que volvemos, es muy posible que las entradas que nos venda el Club estén al lado de las entradas de estos mismos tipos que quedan un domingo por la mañana para romperse el cráneo, que nos toque entrar al campo custodiados como criminales a pesar de no meternos con nadie, que nos encierren en una zona vallada obligados a escuchar de cerca los mismos cánticos violentos, racistas, ofensivos que nos producen arcadas cuando los escuchamos a distancia desde nuestro asiento.

Y, mientras tanto, el aficionado de a pie, el que llevó a su niño al campo por primera vez, el que nunca se mete con nadie y el que tiene planeado ir a ver al Atleti a algún partido fuera de Madrid, sabe que le toca replantearse todo, suspender viajes, evitar problemas. Sabe que, a pesar de no tener nada que ver ni poder estar más en contra, que a pesar de estar aún más avergonzado que la media, más enfadado que la media, más asqueado que la media, ahora le toca encima que le señalen como responsable, como cómplice casi, como tipo violento que convive con alimañas por voluntad propia, sólo por llevar una bufanda que también llevan unos malnacidos que se han erigido, sin que nadie se lo haya pedido ni reconocido, en representantes de un club al que siguen millones de personas ajenas a esta inmundicia. El aficionado del Atleti sabe que, por algo que él no ha hecho y desprecia más que nadie, tendrá que aguantar cómo otros radicales se dedican a insultar al club que desde siempre asocia con ese abuelo que le llevaba de la mano al campo sin meterse con nadie, quizás también con el silencio cómplice de los aficionados rivales tranquilos y de bien que, igual que ocurren en el Calderón, terminaron por acostumbrarse a las canciones insultantes, a las faltas de respeto, a las salvajadas musicalizadas. El aficionado normal sabe que quizás, gracias a toda esta panda de delincuentes, ahora también él mismo puede llevarse un puñetazo o una pedrada cuando vaya a campo ajeno, que cualquier viaje a ver amigos puede terminar en un mal rato gracias a algún radical alicorado excitado ante la posibilidad de hacer justicia, según su propio concepto limitado de la vida.  

El problema, pues, es complejo y es enorme, pero el problema principal e inmediato es que un tipo ha muerto en medio de una pelea monumental organizada cerca de casas de gente normal y de un estadio lleno de niños vestidos de domingo. El problema es que en el fondo todos somos parte del problema y que no es sencillo solucionarlo si aquellos que pueden afrontarlo no tienen ni la voluntad ni la valentía de hacerlo. El problema es que no parece que ninguno estemos a la altura de la solución al problema.


El problema es el que es, y la realidad es que, sabiendo cómo son las cosas, es casi más probable que, hartos y asqueados, dejemos de ir al fútbol antes los que no creamos problemas que los salvajes que sí los crean.