Pasadas 48 horas del batacazo, del
disgusto, del sofocón, pasadas 48 horas desde el momento en el que uno intenta
no pensar desde hace 48 horas, pasadas 48 horas del instante que uno recuerda y
aún no cree, cuerpo y mente empiezan a metabolizar lo vivido, a relativizar los
sentido, a poner en perspectiva el significado de todo. A respirar, vaya.
Desde 48 horas antes del
momento, en Lisboa, el Atleti entero – ancianos, mujeres y niños por delante -
vivió un momento de esos que uno nunca cree que va a vivir por demasiado
rebuscado, por demasiado retorcido, por demasiado cruel. Horas antes de ese
instante la gente del Atleti iba feliz hacia Lisboa, confiada en vivir un día
bonito que podría acabar en victoria o en derrota pero no en guión de tragedia
trágica, de drama dramático, de calamidad plusquamcruel. La afición, feliz por
haber sido campeona de liga ni más ni menos unos pocos días antes, iba hacia
Lisboa preparada para todo, principalmente para la derrota y también para la
victoria, a sabiendas de que un nuevo título la convertiría en protagonista de
quizás una de las gestas deportiva más grande de todos los tiempos, a sabiendas
también de que una derrota no supondría más que un “uy” rozando el poste en la
temporada más gloriosa que uno recuerda.
Desde la mañana del sábado
Lisboa, que es chiquitita y preciosa, estaba llena de gente de ambos equipos,
todos con sus camisetas, todos mezclados, todos tranquilos. Llamó la atención
la ausencia de faltas de respeto, la buena onda general, la mezcla pacífica entre
dos aficiones rivales hasta el tuétano que, quizás por obra de la paz que
irradia Lisboa o bien porque la gente, harta del chirrido que producen los
enfrentamientos comerciales de los tertulianos sobreactuados y faltones y las
peleas cerriles de los grupos radicales, parecían mucho más preocupadas de no
aguarle el viaje al contrario que de hacer valer su presencia a voces.
Quizás la clave del
respeto general fue que en Lisboa esta vez los que estaban eran las gentes del
fútbol, los que van todos los domingos a los dos estadios, los que conocen la
línea fina que divide el fracaso del éxito y que por ello dan un valor al
respeto que no dan los aficionados de boquilla y día señalaíto, esos que no van
nunca al campo si no es invitado y con jamón, esos que se enteran de los
resultados el lunes por la mañana y sonríen burlonamente cuando se descubren de
que ganaron los suyos, esos de ganamos pero perdieron, esos que abusan de la buena
educación de los que sí se significan públicamente, esos que no entienden nada
ni lo entenderán nunca: los tocahuevos acomplejados, vaya, para qué vamos a
andar con circunloquios.
En Lisboa unos y otros
pasamos un día fantástico, dimos paseos por las cuestas, tomamos cerveza en las
terrazas, comimos bacalao. Ni un solo incidente vio el que suscribe, ni una
sola palabra fuera de tono, ni una sola falta de respeto. En Lisboa, ciudad
balsámica, quedó patente la diferencia entre madridistas y vikingos; sí, lean
bien, madridistas, la palabra que nunca antes se escribió en este blog, el
nombre que nunca antes ha sido mencionado desde estas líneas, el apelativo
prohibido. En las calles de Lisboa pasamos unas horas preciosas y tranquilas y
eso hay que agradecerlo a las dos aficiones y a las ganas generales de no
faltar al respeto. De la nuestra no dudábamos, a la rival se lo reconocemos y
se lo agradecemos.
____
Tras 93 minutos de
angustia y una puñalada que nunca olvidaremos, empezó a quedar claro que el
partido no se ganaría. Quizás el rival mereció empatar antes, quizás mereció ganar
en la prórroga como lo hizo, quizás el resultado fue demasiado abultado al
final, quizás el fútbol es un deporte en el que la justicia no siempre impera
pero parece que la injusticia impera más para unos que para otros. Quizás de
haber ganado el partido el Atleti, el resultado hubiera sido injusto; quizás,
de mirarse el total de las eliminatorias, el título lo merecía el Atleti más
que nadie. Quizás.
Lo que sí es seguro es que
el desenlace fue demasiado cruel como para ser digerido con facilidad, demasiado
dramático como para no preguntarse quién decidió el guión. El gol en el
descuento otra vez, como en el 74, llevando al equipo a jugar una prórroga
cuando la mayoría de jugadores no podían casi correr, algunos cojos, otros
acalambrados, fue un colofón demasiado dramático y teatral,
desproporcionadamente duro, injustamente cruel. El dolor de la grada rota y
agotada tras apabullar a la rival durante todo el partido sin dejar un momento
de gritar, los gestos del entrenador pidiendo salir con la cabeza alta, la
ovación de los periodistas al entrenador perdedor al entrar en la sala de
prensa son gestos inolvidables que quizás no nos habría gustado vivir. Tampoco
nos habría gustado vivir, claro está, la celebración patética del cuarto gol,
uno de los momentos más ridículos del deporte universal, sin duda el episodio
más tonto y lamentable que uno recuerda a su autor, y eso que tiene un curriculum
envidiable, rico en disparates y tontunas.
La bofetada final vació de
sentido cualquier análisis del partido. De nada sirvió comentar la desgracia de
haber tenido que jugarse la liga en Barcelona unos días antes llegando así con
el equipo al borde del agotamiento, ni el extraño caso de Diego Costa, su
recuperación milagrosa gracias a conjuros equinos y sus nueve minutos de
misterio en el campo. No valió de nada hacer cábalas sobre qué habría pasado si
hubiéramos podido hacer los cambios de otra forma, sin tener que sacar a Adrián
tan temprano, si ese corner se hubiera defendido con Costa, Raúl o Mario además
de los que en ese momento jugaban, si el Atleti hubiera llegado con más
gasolina a los minutos finales. No valió de nada comentar el nuevo gol de Godín,
el buen partido de todos y el, de nuevo, partido gigante de Gabi, capitán de
leyenda y orgullo del Calderón.
De nada sirvió, de nada.
Como si fuera un guión elaborado por el más retorcido de los escritores
retorcidos, el Atleti vio cómo, de nuevo, se le escapaba una copa de Europa
cuando el partido acababa. Como en el 74, se perdió en el último momento lo que
tanto costó conseguir y del mayor éxito posible se pasó a un dolor intenso que
duró como mínimo 48 horas. 48 horas, eso sí, no más; pasado el dolor, volvió la
leyenda.
____
Desde horas después del
instante famoso, la Nación Colchonera
se metió en el fondo de la cueva a lamerse las heridas. Sin esconder los
colores - eso nunca – los coches volvían
de Lisboa con expresión grave y en silencio, con las bufandas atadas a los
retrovisores pero los faros a medio cerrar en señal de disgusto grande, sin
parar hasta Madrid. Y en Madrid el que más y el que menos hizo lo que pudo por
aislarse de los medios y del ruido de la calle, por intentar no ya olvidar sino
al menos no rememorar lo vivido hacía unas horas, por no rebozarse en la imagen
de la celebración ajena, de la que pudo ser nuestra.
Quizás solo los más viejos
del lugar, pero no los cuarentones, recordaban algo así. Algunos sí recordamos
la vuelta desde Lyon con el cansancio de veinte horas de autobús y la cara de
disgusto por haber sido barridos del campo por un equipazo ucranio. Muchos sí
recordamos la cara de tontos que se nos quedó cuando Tamudo metió aquél golejo
o cuando Mendieta metió ese golazo, pero recordamos inmediatamente las noches
posteriores de alegría para asombro de los seguidores de los equipos que nos
habían ganado, que no celebraban ni la mitad que nosotros. También aquel
penalti fallado en Oviedo y la constatación de que lo hasta entonces nos
resultaba impensable, el bajar a Segunda, acababa de ocurrir. Todo eso lo
recordamos pero, curiosamente, no creemos haber sufrido en su momento el mismo
dolor de lo de Lisboa.
Pero, ¿es esto cierto? ¿Fue
menos grave bajar a Segunda que perder la Copa de Europa tras ganar la Liga ? Si haber bajado y pasar
dos años fuera de nuestro lugar natural acabó con el tiempo siendo asumido y
hasta recordado con media sonrisa, ¿será distinto lo de Lisboa?
Pensando pensando, uno se
da cuenta entonces de que todos esos pasajes que uno no deseó vivir son sin
embargo recuerdos no tan desagradables pasados los años y forman parte del ADN
del seguidor tanto como su Primera Comunión o el color de su pelo. Con el
tiempo se han convertido en días de los que uno habla cuando se junta con el
resto de la familia en sobremesas de rojo y blanco, igual que las
supersticiones fallidas se convierten en motivos de risa general cuando se
comparten con los correligionarios tras tres gintonics. En las tertulias
atléticas es común hablar de las cicatrices producidas por cada fracaso y casi
alardear de ellas, compartir con precisión dónde estaba cada uno cuando pasó el
desastre, reírse a toro pasado de las ceremonias, de las supersticiones, de las
palabras mágicas que recitábamos, sin éxito, esperando un gol de Rodax o algo
aún más improbable.
Llegados este punto de
somatización, 48 horas después la Nación Colchonera empieza a encontrarse mejor,
más confiada, con más ganas de salir del agujero en el que se metió tras el
partido. Harta de lamerse las heridas, la gente del Atleti va asomando poco a
poco, riéndose por lo bajini de la estampa del celebrante del cuarto gol,
riéndose ya con menos disimulo de la afición rival cantando “sí se puede”, deseosa de encontrarse un
correligionario para ver si a él ya se le pasó también el disgusto, el sofocón,
el berrinche.
Y entonces ve que sí, que
poco a poco van saliendo de sus agujeros los compañeros de grada, algunos con
buena cara, otros con cara de querer que otro se la alegre, unos ya muertos de
risa. Y entonces es cuando uno se va viniendo arriba al ver que desde la cueva
vecina sale un niño que insistió a su padre para ir con la camiseta del Atleti
al cole el día que seguramente se iban a reír de él, y ve un torero que sale a
Las Ventas del Espíritu Santo con un capote de paseo con el escudo del Atleti
bordado, y ve en una ventana una bandera rojiblanca que alguien mantuvo a la
vista de todos desde el sábado por la noche a pesar de los pesares. Y entonces
nota cómo le vuelve a fluir la sangre y la alegría, el orgullo y el saber que
hay algunas, pocas cosas que están por encima de las desgracias y una de esas
pocas cosas es el Club Atlético de Madrid y su afición a la que, por suerte y
por la gracia de Dios, uno pertenece.
Y entonces uno se da
cuenta de que el tipo que salió de la cueva no es igual que aquél que entró
hace 48 horas, sino que es un tipo mejor, más duro, más fuerte. Un tipo que
luce dos cicatrices en plena cara, una del 74 y otra del 2014, dos, para que se
vean bien y nadie dude de quién tiene delante ni por lo que pasó. Un tipo
agotado pero con ganas de pelea, con ganas de reírse del que ganó y lo celebró
haciendo el bobo, con ganas de decirle a todo el mundo Yo Soy del Atleti, del Atleti,
del equipo hecho a base de grandes campeonatos y fechas marcadas a fuego donde
más duele.
Y ve también saliendo de
sus agujeros a los chavales más jóvenes que sufrieron en la última semana una
inmersión intensiva en lo que es el Atleti. Y sonríe viendo a los que,
acostumbrados a los éxitos de los últimos años, dudan ahora a la hora de
enfrentarse al papelón de volver al colegio y sufrir unas cuantas horas. Y ve
las dudas y les dice quizás no estéis
hechos para esto, si es así es mejor que os salgáis ya, si no valéis no valéis,
tampoco pasa nada.
Pero mira sobre todo a los
que aprietan los dientes y saben lo que tienen que hacer, a los que al fin dan
ese paso al frente que tanto nos costó dar también a nosotros aquel día tras un
disgustazo y eso que ahora, tras los años, no nos suponga ningún problema. Y recuerda
haber estado en la misma tesitura y también haber echado la pata p’alante,
respirar hondo y terminar diciendo eso de hoy
más que ayer, oiga, hoy más del Atleti que el oso del escudo.
Y viendo a los que sí
dieron el paso, el tipo recién salido de la cueva sonríe más y les dice
bienvenidos al Atleti. Bienvenidos, aquí está el único equipo que termina la
mejor temporada de la historia con una tragedia griega, aquí está el Campeón de
Liga al que se le quedó cara de póker, aquí está el equipo distinto, el equipo
diferente, el equipo del que se es mucho o no se es, el equipo que no está
hecho para todos y sobre todo no para los débiles de espíritu, el Atleti de
Madrid. Bienvenidos al equipo de los que nunca dejan de animar, de los que
suben cuestas interminables, de los que se ríen de sus desgracias con los amigos
unos meses después de sufrirlas. Bienvenidos al Atleti, al equipo que homenajea
a los que perdieron dándolo todo y menosprecia al que ganó con la chequera, al
equipo del que, una vez se entra, no se sale nunca y en el que nunca se está
con la cabeza gacha. Bienvenidos al equipo que sale de entre los escombros
cantando el himno con voz de campeón, el equipo al que nadie entiende salvo los
que no entienden nada sin el equipo.
Bienvenidos al Atleti de
Madrid, a lo más grande que hay, a nuestro equipo, a nuestra forma de vida.