Hace ya
años (hasta que pusieron aspersores y un cañón de agua en el centro), tras el
tercer toro salía muchas tardes al ruedo de las Ventas del Espíritu Santo un
camioncito que regaba el albero. El camión,
chiquitito y cabezón, blanquito y con cara de niño, era algo así como un
bonsai de Pegaso, un alevín de Barreiros, una cría de de camión cisterna. El
camioncito de riego era un camión cortito y con pinta de bueno que a los que
visitaban por primera vez las Ventas les producía una medio risa y al que público
habitual ya había cogido cariño. Ahí sale el camioncito, míralo qué mono, como
riega el tío, decía la gente. Qué bien riega para lo chico que es, mira que es
majo el camioncito, dan ganas de darle un pellizco y regalarle una piruleta de
aceite Penzoil, se oía en tendidos, gradas y andanadas. El camioncito de riego
era parte de la plaza como era el torilero vestido de luces con las piernas
arqueadas, como lo era aquel sordomudo que acompañaba a los toreros cuando se
iban y de cuyo nombre no hay forma de acordarse, como lo era el gran Joselito
Calderón, Salva, Rosco o tantos otros. El camioncito cisterna de las Ventas era
todo un personaje y ay de aquél que hiciera una burla a su salida entre
aficionados veteranos. Pero bueno, pero Vd por quién se toma, el camioncito es
familia nuestra, retire ahora mismo eso de que parece un motocarro con bombona
de buceo o se las verá conmigo, con este señor de aquí que es de Valladolid y
con ese de más allá, que es quinto dan de varias artes marciales y además le
acaban de hacer una inspección de Hacienda y está el hombre que trina, oiga.
La
gente veía el camioncito como una mascota mecánica con un papel superficial en
la Fiesta, pero el camioncito, orgulloso, seguro y flamenco, no se veía así. El
camioncito sabía de su tamaño utilitario, sabía que por autopistas y comarcales
circulaban grandes camiones cisterna llenos de productos tóxicos y con potentes
faros halógenos que ser reirían al verle, pero eso no achicaba su espíritu
indomable. El camioncito de riego no se arrugaba al salir a un coso con veinte
mil personas mirando su porte de utilitario, sus faros con pestañas rizadas y
sus chorritos de agua, y sabía que esa presión no era algo que todo el mundo
pudiera soportar. El camioncito de riego era valiente y decidido como Little Toot, el pequeño remolcador de Disney de chimenea
rojiblanca que ayudaba a su padre - sin mucho éxito - a remolcar inmensos
transatlánticos hasta convertirse en héroe rescatador, do or die, y sabía que su momento de gloria llegaría.
El
camioncito de riego soñaba y soñaba un sueño recurrente, un sueño en el que él
salía al ruedo a regar entre las sonrisitas de los turistas cuando, sin previo
aviso, se escapaba del toril un torazo, un miura de esos largos, castaños y
agalgados, o un pablorromero colorao ojo de perdiz de los antiguos, de los que embestían, o quizás
un toro portugués de esos cornalones que aprendían rápido. El toro hacía
sembrar el pánico entre los areneros, que tomaban el olivo, y los matadores,
que bebían agua y hablaban con los apoderados en el callejón aprovechando el
descanso. Todos corrían buscando capotes
con los que poner orden y quitar al toro que, al galope, hacía ya suyo
todo el ruedo, amenazaba burladeros y levantaba uys y oohs y ojooooos de los
tendidos. Entre el desconcierto nadie se acordaba del camioncito de riego que,
sólo en el centro del redondel, se encontraba cara a cara con el toro. El
pánico se apoderaba del público ante la tragedia inminente, ante la segura
cornada letal al pobre camioncito a ojos de todos y sin mecánico de guardia.
Pero entonces, para asombro de todos, el camioncito cortaba los chorros de
riego y se acercaba al toro despacio y de frente, mirándole a los ojos con los
faros encendidos. El pánico del tendido tornaba en sorpresa y, la sorpresa, en
silencio e interés. El camioncito de riego, parecía acercarse al toro
estudiando su mirada, poco a poco, quizás adornándose, buscando su terreno.
En un
momento determinado, elegida la distancia, el camioncito de riego tocaría
levemente el claxon, dando el toque necesario para el arranque del rival. A
partir de ahí, la apoteosis. El camioncito de riego soñaba con cambios cortos
de marcha y velocidad para engañar al toro y hacerle ir por donde él quería, en
sabias decisiones sobre los terrenos de lidia, en un trasteo inicial para hacerle
bajar la cabeza seguido de hondas tandas templadas con el retrovisor izquierdo,
para después iniciar fases de estatismo suicida con los neumáticos atornillados
en la arena hasta doblar la voluntad del enemigo. A estas alturas la plaza era
un clamor de olés y torero-toreros, un hervidero de abrazos y palmas, de
aficionados de tronío levantándose con los brazos abiertos al cielo. En un
momento dado el camioncito de riego se plantaría ante al toro ya agotado, se
pondría frente a él, levantaría levemente la cabina accionando el freno de mano,
lanzaría dos ráfagas de largas y tocaría de nuevo levemente el claxon para,
provocando la arrancada del bicho, asestarle al volapié un manguerazo ortodoxo
en lo más alto. El toro se desplomaría empapado, la plaza lanzaría un grito
unísono, los tendidos se llenarían de pañuelos blancos y las mulillas, en el
sueño tres curvilíneas vespas, dos grises con otra blanca en medio, se
llevarían al toro entre el trueno de veinte mil gargantas. El camioncito
cisterna recibiría trofeos de mano de un alguacilillo e iniciaría una vuelta al
ruedo clamorosa de la que se hablaría mucho tiempo, llevando en el puesto
reservado al Muñeco Michelín en los Pegasos de leyenda, ni más ni menos que a
su ídolo César Rincón, gigante colombiano (otro más), quien, en gesto taurino y diesel,
se acercaría al camioncito al final de su faena entregándole en homenaje sus
propios trastos de matar y un juego de llaves de bujía fabricado en Solingen,
Alemania.
Al
camioncito de riego, tan pequeño, tan frágil en apariencia pero tan valiente en
realidad, algunos le llamábamos "Juninho".
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Vaya
por delante que uno, que pretende no hacer ya crónicas sino algún articulillo
de vez en cuando si es que el tiempo y la autoridad no lo impide (y a pesar de
que toquen los Jayhawks), entiende el cabreo del aficionado bético con el
partido de ayer. Lo primero, por haber sido postpuesto casi unilateralmente
para que pudiera jugar entre otros Falcao, a la postre decisivo. Lo segundo,
porque si la primera roja pareció exagerada, la justicia habría hecho que quizás
la segunda de la noche fuera para Filipe Luis. Con penalti a favor y las
fuerzas igualadas, quizás el Betis habría empatado el partido y hoy la sensación
sería diferente. Aún así, el que suscribe piensa que el Atleti fue mejor y
mereció ganar por haberlo buscado más, por haber dominado el partido, por haber
encajado dos goles tontos (uno de ellos de chamba) y haber podido marcar algún
gol más. Curioso este deporte donde una injusticia arbitral contribuye a veces
a la justicia (discutible) del resultado.
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Si uno
ve al Atleti de los últimos partidos e intenta recordar el Atleti de hace un
año más o menos, advertirá gran cantidad de diferencias. En ese Atleti estaba
Diego, que aún casi no jugaba, y estaba Falcao, que despertaba muchas dudas.
Estaba Mario y con su desidia y falta de sangre estaba todo el mundo
desesperado; estaba Juanfran en el banquillo esperando jugar de extremo, estaba
Koke pero no daba el paso, estaba Adrián buscando su sitio y Arda buscando su
ritmo. Estaba Luis Filipe, por aquél entonces Filipe Luis Filipe, trotando sin
energía por la banda izquierda, y estaba Miranda intentando convencernos de que
era jugador de fútbol, algo complicado al lado de un Godín fallón y desfigurado.
Estaban pues muchos de los que aún están, pero no estaba uno: Simeone.
Que el
Atleti es ahora eso que venimos llamando un equipo de fútbol es algo que nadie
discute. Que una de las claves de ello - sino la clave principal - es que al mando
está Simeone tampoco. Con trabajo y con carácter, Simeone parece haber sacado
un equipo y medio largo de allí donde Manzano sacó cuarto y mitad, siendo
generosos. No es ahora frecuente ver lo que antes era regla, es decir, jugadores pusilánimes, perdidos, sin presión
por hacerlo bien, conscientes de que nunca pasa nada y de que nadie les afeará
un partido cochambroso. Ahora, los que nos desesperaron muchas tardes (Mario,
Filipe Luis, Miranda, Godín, incluso Gabi), salen con las cosas claras, la atención
fijada en el partido y la concentración al máximo. Los que parecían no poder
llegar, como Koke, parecen haber llegado para quedarse y para crecer, mientras
que los llamados a marcar la diferencia como Falcao y Arda, la marcan y cada
vez más. Hasta Adrián, en horas bajas, parece haber entendido que aquí nadie
tiene el puesto ganado y que si Diego Costa, que también nos desesperó cuando
directamente no nos hacía reír, merece más salir por estar cumpliendo con su
misión, no hay más que hablar.
La
sensación que transmite la plantilla es que se fía de Simeone, de sus métodos,
de sus mensajes y de sus ideas. Probablemente hayan adquirido un compromiso más
profundo al ver que el más comprometido de todos es el propio técnico; quizás
se empleen más en los entrenamientos al ver que el que más en forma está sea
probablemente Simeone. Simeone no parece pedir nada que él mismo no esté
dispuesto a hacer, algo esencial para que un grupo crea en su líder. Por ello, probablemente
sea más fácil estar del lado del corajudo Cholo cuando vienen mal dadas y él
reclama la culpa que del bronceado Gregorio cuando éste señalaba jugadores tras
las derrotas. Para un jugador será más fácil asumir su suplencia o su falta de
protagonismo si éstas responden a criterios objetivos, medidos en partidos y entrenamientos,
que si corresponden al capricho del entrenador, como ocurría en los oscuros y
abrigados tiempos de Quique Sánchez Flores, rey de las sensaciones (sobre todo térmicas).
Simeone trata a sus futbolistas como futbolistas, como compañeros y como
profesionales y estos responden y están a la altura o desaparecen del grupo,
como es de ley.
Al lado
de Simeone en el banquillo hay otro personaje interesante, probablemente más
importante de lo que pensamos. No hablamos del gran Juan Vizcaíno, sino del Mono
Burgos, inseparable segundo del Cholo, siempre con su perilla y su libreta y su
sonrisa. Dicen los que saben de esto que el papel del Mono Burgos, responsable
de mantener el buen ambiente y la camaradería, limador de asperezas y reductor
de problemas, es fundamental. Del carácter simpático del Mono todos teníamos
constancia ya desde jugador; de su valor como complemento sensato del volcánico
Simeone, no. Tienen suerte el Cholo Simeone y el Mono Burgos de haber hecho
carrera en el fútbol, o más bien tenemos suerte el resto. Por porte, cara y
envergadura, el Cholo y el Mono habrían podido ser una excelente pareja de
ajustadores de cuentas en el hampa de cualquier país o en las películas de
varios directores de Hollywood. El Mono y el Cholo podrían haber sido una
pareja de leyenda cobrando deudas a morosos, exigiendo el cierre de locales,
recogiendo pedidos sospechosos o haciendo ofertas de esas que no se pueden
rechazar. La sola idea de oír el timbre a medianoche y ver por la mirilla el
rostro craterizado del Cholo y la melena del enorme Mono darían a cualquiera
unas ganas inmensas de devolver el dinero prestado con sus intereses y todo, de
dejar en paz a la hermana de cualquiera de ellos o de abandonar el negocio del
reciclaje de basuras en los barrios que la pareja determinara. Por suerte, el
Cholo y el Mono no se dedican a la extorsión y la venganza sino a las variantes
tácticas, las jugadas ensayadas y la rotación de mediocampistas. Bajo el nombre
de Simeone y Burgos, nombre de pareja de abogados bonaerenses o detectives de
la Plata, dirigen al Atleti hacia lo que puede ser el reencuentro con su pasado
como equipo de fútbol. Hemos tenido suerte.
Volviendo
al titular del banquillo, Simeone no sólo ha garantizado el compromiso de la
plantilla sino que ha dejado claro a los jugadores en qué equipo juegan, qué
camiseta llevan, qué afición tienen detrás, cuánto valen esas rayas y ese
escudo del pecho. Simeone, como se hacía antes, va a casa de los equipos
modestos con el equipo suplente, y éste responde al completo porque Simeone les
ha convencido de que son el Atleti de Madrid y que con eso casi debería bastar.
Simeone además ha dejado claro que se fía de ellos y que todos pueden entrar en
el equipo titular porque todos valen si todos trabajan. Simeone, que conoce a futbolistas
y grada, cambia en casa al jugador que hizo un buen partido para que reciba el
aplauso del estadio y hace jugar fuera del Calderón a algunos jugadores
injustamente tratados, a la espera de que acumule unas cuantas buenas
actuaciones antes de volver a casa y disuadir así a los críticos con
argumentos, tiempo y hechos. Simeone habla en rueda de prensa de aquél que tuvo
un fallo y se rehizo o de aquél que no lució por hacer trabajo de equipo, y eso
lo valora la plantilla más que el oropel fácil del entrenador señala-estrellas.
Simeone, que ha sido futbolista no hace tanto, sabe de futbolistas y siente lo
que ellos, por lo que los maneja con un respeto y una inteligencia que hacía
tiempo no veíamos por el Calderón.
Y aquí
hay uno de los puntos que más sorprenden. El Simeone jugador era un tipo bronco
y a ratos desagradable, todo corazón para los suyos y todo rabia para los
rivales. Muchas veces nos alegramos de que Simeone estuviera en nuestro bando y
muchas veces entendimos a aquéllos rivales a los que Simeone inspiraba odio.
Sin embargo Simeone, jugador de gestos feos a veces rayanos en la
antideportividad, es un entrenador elegante y un tipo ponderado en rueda de
prensa. Simeone viste traje oscuro, corbata estrecha y zapatos grandísimos y,
tras dar gritos de hincha corriendo por la banda, obliga a sus jugadores a
hacer el pasillo al rival vencido como si de rugby se tratara. Simeone elogia a
los equipos contrarios antes y después de los partidos y da una imagen
excelente cuando se cruza con los entrenadores rivales. Simeone, que conoce a
la grada como si fuera parte de ella (y ahí está el secreto), pide con gestos respeto
para los jugadores que pasan un mal rato y reparte piropos a partes iguales
para que nadie se sienta menospreciado. Sólo choca de Simeone el confuso
episodio de Pantic, que dio al traste con el sueño de muchos de nosotros de ver
al equipo del Doblete al completo llevando la parcela deportiva del Atleti; eso
sí, viendo cómo actúa en lo demás, uno le otorga el beneficio de la duda.
El
Atleti va segundo y juega como un equipo; en esta situación parece fácil hablar
bien de Simeone. El Atleti ha tenido también esa suerte que antes no tenía, esa
fortuna que le ha evitado acabar perdiendo tras los minutos de pájara que han embarrado
cada actuación desde Mónaco y en ocasiones, además, ha tenido el viento de
silbato a favor. Ahora es fácil hablar bien de Simeone, claro, pero hay quien
lleva hablando bien de él ya muchos meses, no es cosa del último día. Llegarán
tiempos peores, claro, llegarán puntos perdidos y la bajada en la
clasificación, y también entonces, si las cosas siguen haciéndose como ahora,
estaremos del lado de Simeone. Al lado del Cholo Simeone, del entrenador que
por fin ha convertido un grupo sin norte en un equipo de fútbol, al lado del
entrenador que ha devuelto la dignidad a un banquillo demasiadas veces
ensuciados y la esperanza a una hinchada a la que comprende y a la que, alabado
sea Gárate, pertenece.