martes, 28 de noviembre de 2006

El sopor vuelve a un estadio sucio

Tras las buenas vibraciones percibidas durante el partido contra el Villarreal y parcialmente contra el Levante, el aficionado colchonero volvió a bostezar y desesperarse en un partido que, a priori, el Atleti debería haber ganado con facilidad. “Las cosas del Atleti”, nos dicen por la calle. “Las cosas de ESTE Atleti”, pensamos algunos.



Salió el Atleti por la escalera del vestuario y los jugadores pensaron que ya habían ganado. Salieron pensando dónde iban a cenar luego, o que el lunes tenían que llevar el coche al taller, o si le habían devuelto las herramientas a su cuñado. Se olvidaron de que enfrente había un equipo en horas bajas pero con ganas de salir del hoyo. Se olvidaron de que en la grada había un montón de gente dispuesta a pasar frío para verles jugar (incluso a sabiendas de que el equipo no es lo que ellos se merecen), dispuesta a animarles (aunque tampoco se lo merezcan muchas veces) y deseando acostarse pensando que el Atleti era cuarto (una meta menor para el Atleti de otros tiempos, para nuestro Atleti). Se olvidaron, y esto es lo más grave, de que aún no han conseguido nada, que no son un equipo consolidado, que no dan el miedo que otros años daban once tipos vestidos con la camiseta rojiblanca que últimamente la empresa que viste al club se entretiene en desfigurar.

El Atleti, ya lo comentamos el día del Villarreal, es un equipo que puede ser medianamente competente en el caso de que todos y cada uno de sus jugadores salgan concentrados, con ganas de ganar y la actitud aguerrida y comprometida que el peso de las rayas impone. Ahora bien, cuando el equipo sale con actitud de play-boy sobrado que entra por la esquina del baile del pueblo con cara de que en un rato tendrá que apartar a las mozas locales a manotazos, le suele pasar lo que a éste: que acaba en el pilón, o en el río, o manteado, o untado de brea y plumas en medio de un campo en barbecho. Así salió el Atleti y los otros mozos del baile, de azul y blanco, menos bronceados que él, en peor situación anímica y con menos fe en sí mismos, hicieron lo que debían hacer. Quedarse atrás, limitarse a bailar los ritmos más fáciles con pocos alardes, y aprovechar la mínima ocasión para acercarse a la morena. La morena, en este caso la defensa del Atleti, se despistó una vez más, el discreto galán se aprovechó y al play-boy rojiblanco se le quedó cara de Manolo Gómez Bur viendo que el guión no se desarrollaba como él había previsto.

El Atleti actual sufre si juega contra un equipo cerrado. Sufre también si sus jugadores no están especialmente inspirados. Sufre en casa, donde siempre encaja el primer gol. Sufre si tiene que construir, y sufre también si tiene que destruir y está pensando en las herramientas del cuñado. Todas estas cosas, cree uno, las deberían saber los jugadores y el entrenador. También deberían saber hacer controles en carrera, pasar con solvencia desde la banda y tirar a puerta con precisión, pero esto resulta más complicado en estos tiempos que corren. Si supieran lo primero, al menos, sabrían también que hay una forma de solucionarlo: correr, apretar los dientes, esforzarse, enseñarse al compañero, mantenerse concentrados, no subestimar al contrario. Pero no. Ni si quiera el haber encontrado el camino hace un par de semanas hace ver la luz a este colectivo gris que cada dos semanas visita ese precioso estadio que quieren convertir en pisos con dos y tres dormitorios, plaza de garaje y trastero. El equipo vive así en el filo de la navaja, y ora se cree grande y empata con el último, ora se da cuenta de lo que hay y gana con autoridad al Villarreal. El sábado jugó en modo play-boy de piscina y si no es por un golpe de suerte injusto para un portero que hizo dos paradones a tiros de Pernía y Antonio López (bastante desdibujados ambos, por cierto), hubiera acabado embreado, emplumado y dentro del pilón, todo junto. Esperemos que aprendan de sus errores y no acabemos la temporada bailando con el cura.

Y, para más INRI, a todo esto asiste el aficionado colchonero sentado sobre un asiento sucio, lleno de agua, cáscaras de pipas, papeles de caramelos y montones de revistas con sonrojantes titulares de portada que ensalzan la gestión de la directiva sin ofrecer ni un solo argumento creíble. La mugre de la grada es tal que a nadie extrañaría que cualquier día los asientos cobrasen vida y participasen en ese debate sobre si Torres vale o no que recorre la grada como un tsunami. Para muestra un botón: la acción conjunta de la rica base orgánica acumulada bajo mi asiento desde los tiempos de Dirceu y de la lluvia de los últimos días ha obrado un milagro. Por el atascado hueco del sumidero del asiento se abren paso el tallo y hojas de una plantita, ejemplo (imagino que no único) de que el sentimiento atlético del que alardea el club ha llegado al reino vegetal. Mi asiento, señores, ha germinado y todos los socios del sector nos hemos comprometido, con un tácito pacto ambiental, a cuidar del nuevo retoño rojiblanco. No sabemos si será un rosal, un girasol, una higuera o un nogal (dado que por más que lo hemos intentado no conseguimos fijar con precisión la dieta llevada por los de nuestro sector en los últimos años) pero tenemos todos claro que dará flores rojiblancas y frutos esféricos.

Según las cuentas del club, presentadas hace poco, el Atleti da beneficios. También figura en las cuentas que se destina una elevada cantidad de dinero a la limpieza del estadio (un millonazo de euros, ni más ni menos), y de esto han hablado los directivos en la prensa. De hecho, la limpieza es uno de los argumentos de peso que la directiva ha empleado para justificar la necesidad del cambio de sede (para que vean ustedes el nivelón de los argumentos). Una pregunta me hago yo… en el Calderón se juegan al año, más o menos, unos 25 partidos, y entre cada uno, por regla general, hay 15 días… Vamos que no son muchos partidos y hay tiempo entre uno y otro… A ver, ¿entre cuántos de mis amigos podríamos limpiar la grada? Yo creo que entre tres o cuatro, vestidos de fregona, dejamos la grada como los chorros del oro. Y por menos de un millón de euros al año, hasta por la mitad… En fin, les dejo, tengo una oferta que presentar en las oficinas del estadio. Es posible que me forre en poco tiempo.

lunes, 6 de noviembre de 2006

Cine rojiblanco de arte y ensayo

Partido Mallorca – Atlético de Madrid el sábado en Son Moix. Tarde lluviosa y gris. Partido comprado en pay per view, varios amigos en torno a un televisión. A los diez minutos, animada conversación sobre el futuro del tripartito catalán. A cinco minutos del final, la pregunta: “¿cómo van?”.



Compra un amigo el partido del Atleti y convoca en su salón a los que solemos ir juntos al campo. La puesta en escena es de lo más atractiva, con sus cervecitas, sus aceitunas y un sofá con aspecto prometedor. Lo malo es el resto. Para empezar, ese equipo vestido de mamarracho que sale por el vestuario con una coloración inverosímil que le hace imposible de reconocer como representante de una institución centenariamente rojiblanca. Sale el Atlético de Madrid, fundado en 1903, y parece un equipo de liga municipal, con camiseta de un color y pantalón prestado por los del equipo vecino y toda la pinta de que el balón es del sobrino del portero. Si el partido del sábado lo vio el presidente de la empresa que viste al equipo ya no le quedarán dudas sobre ese rumor sobre el daltonismo del Director Creativo del Departamento de Diseño Camiseteril. Pero esto no es todo.

Y es que en los últimos tiempos asiste uno al comienzo de un partido del Atleti como el que se dispone a ver una película sueca de finales de los 70 de nombre, es un poner, “La nausea y la nada en Gronjöstrom”. Esto, ya de por sí asombroso, lo es más teniendo en cuenta que el presidente del Club estuvo en su tiempo especializado en comedias ibérico-casposas. Lo que uno espera ante el partido es ver pasar el tiempo sin que pase nada destacable, nada que le saque a uno de la realidad, nada que no le hunda a uno en el pozo del desánimo. El Atleti de hoy, como algunas películas europeas, es tan cotidiano y tan realista que a le impide a uno abstraerse de su propia vida y prestarle la atención que merece: en el fondo son un montón de tipos grises haciendo su trabajo con desgana. Ver el centro del campo rojiblanco manejar el balón recuerda a esos planos interminables y sin música de una olla al fuego echando borbotones, rebosando estofado de reno. La diferencia es que esas películas suelen contar algo aprovechable al final, y la áspera espera mirando ollas humeantes suelen tener una recompensa que no necesariamente tiene el ejercicio de mirar a Luccin correteando en círculo durante minutos y minutos. Eso y, claro está, que el esfuerzo que conlleva declararse aficionado al cine sueco viste mucho en fiestas y exposiciones, mientras que reconocer que uno se traga todos los partidos del Atleti, incluso por la tele, no provoca ningún tipo de admiración entre la intelectualidad, sino más bien un asombro que irrita mucho cuando se acompaña de la tradicional sorna que tan común se ha hecho desde que nos dirige quien nos dirige.

Como en esas películas, el tiempo pasa y pasa y el Atleti no hace nada que la memoria pueda retener, a no ser un fallo clamoroso, o un resbalón sonrojante, o un pelotazo indigno sin posibilidad de repetición o mejora (puro Dogma, oiga). Empujado por este panorama, el espectador pierde el interés y es incapaz de mantener la atención después de los primeros diez minutos de partido. Pasa igual, a otra escala, con las temporadas. El atlético sigue a su equipo los primeros partidos animado por la novedad de los fichajes, por la falsa esperanza del “este año sí”, por la burbuja mediática que eleva a los altares a jugadores de poca monta. Uno sigue con detalle las evoluciones del equipo, no por su juego primoroso o por su épica entrega, sino porque no conoce al rubio que juega por la derecha o porque no reconoce los andares del lateral izquierdo, ni a ninguno de los otros ocho fichajes que cada verano llegan al Calderón sin saber muy bien por qué. Yo creo que si el Atleti fichara jugadores difícilmente reconocibles (esto es, ni muy altos, ni muy calvos, ni muy rubios, ni muy oscuros) el público estaría más interesado durante más jornadas. Porque, una vez almacenada en la memoria la forma de correr de uno y otro, la sensación de película sueca vuelve de inmediato, más aún cuando ya vemos, resignados, al Atleti en la novena posición de la tabla.

Hay sin embargo algunos elementos positivos en este juego desolador. Aturdidos por el sedante estilo del otrora eléctrico y contragolpeador Atlético de Madrid, la afición reunida en torno a los monitores de televisión habla de otras cosas, de sus proyectos profesionales, de las bondades de la mecánica japonesa, de sus problemas de pareja. Es la afición rojiblanca, desde hace unos años, un ejemplo de psicoanálisis espontáneo y colectivo, formada por sujetos que se apoyan y aconsejan en los más profundos problemas cotidianos, desde la falta de comunicación con la parienta al fontanero de tarifa más competitiva.

Adicionalmente, huérfana como está la afición de referencias gloriosas para la memoria (de un regate, de un golazo, de una remontada épica) el espectador pasa su tiempo intentando colocar algunos hitos reconocibles entre la marea de partidos idénticamente soporíferos que venimos soportando desde hace años. Con el Atleti uno tiene la impresión de haber visto el mismo partido una y mil veces. No quedan referencias visuales ni históricas que permitan ubicar un lance, un regate, un tiro a puerta, y los datos se entremezclan en una especie de sopa plurianual en la que emergen de tanto en tanto, como fideos, un gol de Torres, una parada de Leo, una carrera de Perea o un arranque de Maxi. Y poco más. Así, el aficionado busca y rebusca en su memoria para tratar de aclarar cómo se quedó en casa contra el Racing hace tres años, o cuál era el centro del campo en aquel partido contra el Betis del invierno pasado. La tarea es ardua e ingrata, y demanda un esfuerzo mental que sirve divinamente de entrenamiento para las neuronas colchoneras. El resultado es que el desesperado aficionado rojiblanco termina por tener una agilidad mental que le hace resolver un Killer Sudoku como si fuera la adivinanza del “oro parece”.

En esto sale Agüero al campo y uno recobra levemente el interés, despertando del letargo y cortando súbitamente la animada conversación sobre el Plan Hidrológico que enfrenta a los amigos. La sensación es la misma que se tiene durante la película sueca cuando la joven y rubia protagonista, que tras hora y cuarto de film aún no ha pronunciado palabra alguna, parece que va al baño a tomar una ducha: “a ver si por lo menos vemos algo”. Pero sale Agüero y nadie le da el balón, nadie repara en él aunque lo intenta y lo intenta. La sueca se ducha, sí, pero tras una cortina opaca. El partido acaba y no hemos visto nada de nada. La película acaba y no sabe uno si el mensaje es que la vida en Suecia es aburrida o que las rubias son muy pudorosas a la hora de la ducha.

Son ya demasiados partidos iguales, demasiadas películas existencialistas. El Atleti no sabe a lo que juega desde hace demasiado tiempo. Como equipo está perdido. Como institución ha renunciado a sus valores en pos de la luz del pelotazo inmobiliario que se vislumbra al final del túnel. Como afición, está silenciosamente desesperada, sedada por el sambenito impuesto por el marketing del club, estigmatizada por el calificativo de la mejor afición del mundo. En el próximo partido en casa los jugadores saldrán al campo entre nubes de confeti y cánticos atronadores, lo que les permitirá confirmar a los jugadores y a los directivos que, como en las películas suecas de arte y ensayo, en el fondo nunca pasa nada. Que se puede perder en el Calderón, o fuera (esto es, en un estadio rival o en la Peineta), o jugar sin casta, o sin dignidad, o incluso sin rayas en la camiseta porque el público, como en los cines de arte y ensayo, no silbará si la película es un bodrio.