domingo, 22 de diciembre de 2013

¿A qué suena el Calderón?

Con frecuencia, uno se pregunta a qué suena el Calderón, qué música debería sonar antes de los partidos, qué canciones caldearían el ambiente general del estadio o servirían para dejar claro en bares, bingos, salas de fiestas, bautizos, bodas y comuniones que los que pinchan la música son del Atleti y tienen razones para estar orgullosos de ello en ese momento.

Los aficionados del Celtic y el Liverpool cantan “You’ll never walk alone”, aunque ambas aficiones, cantarinas, han hecho de “Just can’t get enough” y “Fields of Athenry” parte de la identidad y la fiesta. Los del City cantan “Blue Moon” y los del Chelsea abren los partidos haciendo coros a “The Liquidator” de Harry J All Stars, además de escuchar por megafonía (al menos en desplazamientos, que uno nunca ha estado en Stamford Bridge) algunas canciones de Madness, cuyo líder, Suggs, es un reconocido fan blue. En la grada del Swansea se canta “Delilah”, pero para eso hay que tener vozarrón y esa cultura de música coral de los galeses que tan boquiabierto deja a los visitantes en los partidos de rugby del Millenium Stadium. En Argentina se adaptan en la grada canciones de moda y no tan de moda, que acaban llegando a las gradas españolas en un ejercicio de mimetismo y pereza consistente en cambiar únicamente el nombre del club o el estadio, lo que hace que en casi todos los estadios españoles las canciones sean exactamente las mismas. En otros campos es el propio club el que “ayuda” a la adopción de un himno: uno recuerda al Atleti empatando en Champions en el Amsterdam Arena en un gran partido de Bejbl y Esnaider, y cómo por megafonía sonaba “One step beyond” en el momento en el que marcó el Ajax, contribuyendo al alborozo general de  la afición local.

En el Calderón, hasta donde uno recuerda, nunca se ha cuidado este aspecto. Por megafonía, antes de los partidos y en el intermedio, han sonado himnos y canciones atléticas de regusto antiguo y a veces rancio, y hace algunos años sonaba en el intermedio “Friday, I’m in love” de los Cure. Alguna lumbrera tuvo a bien poner por megafonía “The eye of the tiger”, la canción que reclamó como himno de la sección de baloncesto del tercer equipo de Madrid el marido de Paquita Torres; ¿es que no había otra, oiga, es que no había otra?

Para el Centenario se encargó un himno a Sabina que no sonó casi nunca en el Calderón, al parecer por motivos jurídicos; el himno de Sabina, con música del muy atlético y muy de pro Pancho Varona, no acabó de cuajar entre la afición, quizás por la percepción de Sabina como un atlético sin acreditado pedigrí de grada aferrado a esa imagen romántica del Pupas que tanto daño ha hecho al equipo y tanta alegría ha dado a rivales nuevos e históricos. Aún así el himno, que es más bien una canción larga y llena de nombres, sí recogía buena parte de elementos de la identidad del Club y la afición. Ni con este himno en las manos supo o quiso el Club dotar de identidad musical a la grada – y quizás no lo hubiera conseguido aún queriendo - y uno no recuerda qué sonaba por megafonía el día del desfile de los de Sensación de Vivir, pero se teme lo peor. En general, pues, resulta complicado asociar al Atleti con una canción en concreto.

Si se quisiera hacer esta identificación y elegir un tema para abrir las veladas en el Calderón, el que suscribe entiende que se debería hacer independientemente de filias y fobias personales, de gustos musicales y manías hacia intérpretes, incluso de la condición de colchoneros de los mismos. Obviamente no sería aceptable una canción de un intérprete afín a algún equipo rival, en especial del irritante vecino del Norte; esto excluye, para nuestro alivio, a Jose María Cano y, sobre todo, a Ramoncín. Lo ideal sería un tema escrito por un atlético, claro, pero lo suyo, sobre todo, es que fuera una canción que reflejara bien a qué suena el Calderón, la personalidad que transmite la grada, el rugido que empuja al equipo a dejarse el alma para ganar los partidos cuando todo está en contra. ¿Dónde está esa joya?

Resulta complicado definir a qué suena el Calderón: cada uno lo definiría de una manera, a cada uno le suena un matiz diferente, cada aficionado desearía que la definición del sonido de la grada coincidiese exactamente con su gusto musical, con su grupo favorito. Resulta más fácil, quizás, decir a qué no suena el Calderón. El Calderón no suena, claramente, a himno grandilocuente y operístico como ese engendro cateto del centenario del tercer equipo de la capital; no suena a flamenco, a pesar de ser el Atleti el amor común de muchos aficionados cabales y cantaores de pro; no suena a grada electrónica, ni a canción del verano, ni a canción de Abba ni a canción española de bata de cola y abanico. No suena a reguetón ni a pop facilón, no suena a música clásica ni a gaita escocesa ni a fagot ni a oboe ni a piano de cola. A acordeón tampoco suena. Ni a Celine Dion, a eso seguro que no.

Si uno tuviera que decir algo, lo primero que diría es que el Calderón le suena a guitarra. Eléctrica, no española. Eléctrica, no acústica. A guitarra, a guitarreo, a guitarra rasgada, a rabia y ganas de pelea. A cerveza Mahou fría y garganta caliente, a tropa de asalto algo desarrapada pero de mandíbula apretada. A algún lugar entre el punk y el heavy. El Calderón suena a “Cum on feel the noize”, y casi más a la de Quiet Riot que a la de Slade; “Cum on feel the noize” explica además a qué se va al Calderón, en qué consiste la liturgia de una grada rugiente. “Cum on feel the noize” es de 1973, de los años del Atleti grande, el Atleti  Campeón de Europa en Bruselas (en el tiempo reglamentario).

El Calderón suena también a AC/DC, a “You shook me all night long” en el estadio de River, a la grada cantando letra a los punteos y saltando sin parar; a “Thunderstruck”, melenas, trueno y fuego sin cuartel a la señal del Cholo (aunque la canción tarda hasta que llega la orden de asalto), a “Hell’s bells” anunciando al rival que se va a meter en un lío y de los gordos a golpe de campana. A servidor también le suena el Calderón a la rabia del “In the city” de los Jam y a la declaración de principios del “Guitar and  drum” de Stiff Little Fingers, cantable puño en alto y a voz en grito. El Calderón suena a “The boys are back in town” de Thin Lizzy - siempre y cuando el equipo vuelva de un partido duro fuera de casa -, a “Surrender” de Cheap Trick y al “Blitzkrieg bop” de los Ramones en día de descarga de energía.

Resulta raro, sin embargo, que el Calderón suene en inglés. Parecería más acorde que en el Calderón sonara un himno que todo el mundo entendiera y pudiera cantar en la grada o en su graduación, en el karaoke de la cena de empresa, en cualquier sitio en el que a uno le apeteciera decir a voces que es él es de los nuestros, que aquí hay uno del Atleti, hombre ya. La canción para el atlético, la que sonará el día de su boda y en su funeral, en el móvil y el día su cumpleaños, al salir la tarta y caer los globos rojos y blancos. La canción que indica que el que se ha hecho con el mando de los platos comparte religión y forma de ver las cosas, una canción para levantar la cerveza e invitar a tercios, para que suene en Neptuno en día grande y en casas y bares de Australia o Alaska en día de morriña, una canción para llevar siempre encima y poner sobre la mesa con un puñetazo en momentos de euforia, de nostalgia, de reivindicación o simplemente porque a uno le sale de las narices.

En castellano, el Calderón le suena al que suscribe rabioso y la vez alegre, intimidador y divertido, comprometido pero feliz por compartir el momento. Suena quizás al primer disco de Tequila, a los Enemigos, a bares oscuros de suelos pegajosos. El Calderón suena al “Hey tío” de Glutamato Yeyé y, más aún, al “Soy un socio del Atleti” grabado en directo en la Sala Universal de Doctor Esquerdo en 1987 entre bufandas del Atleti, repitiendo la toma en la que se mencionaba al traidor Llorente para, cosas del destino, que la versión buena fuera la que mencionaba a Arteche.

Con todo, creo que a casi todos el Calderón no suena a guitarras de Carabanchel y declaraciones de principios, a “así somos y así nos gusta ser”, le pese a quien le pese. Tras mucho darle vueltas al tema, si uno tuviera que elegir una única canción, un himno para la grada, la canción con la que abrir los partidos y cerrar las temporadas, elegiría un tema guitarrero escrito por un atlético confeso, por un tipo grande que deja claro que no se siente como tal, alguien que, como el equipo del Cholo, tiene claro cuál es su sitio y lo que cuesta mantenerlo. Un tipo que es el orgullo de su barrio por más pudor que le dé, el único que ha alzado la voz ahora que las cosas no van bien, un tipo estupendo al frente de Leño, un grupo estupendo. “Maneras de vivir” de Leño, el título dice ya mucho.


lunes, 16 de diciembre de 2013

Algunas conclusiones (motorizadas) tras el partido del Valencia y un cuento checo



Llegó el Valencia al Calderón en noche fría de diciembre, y jugó bien durante al menos una hora. Y, con todo, tres goles le hizo el Atleti. Tres goles le hizo el Atleti al Valencia, tres goles le hizo, tres: el primero por coraje, el segundo por capricho, el tercero por placer. Tras un buen primer tiempo, durante el que el Atleti estuvo incómodo y espeso, y un principio del segundo en el que se afanó por achicar agua mientras quedaba claro que había cambiado el viento, un buen Valencia se llevó tres goles que pudieron ser cuatro.

El Valencia salió ordenado y con la lección aprendida, dejando jugar al Atleti en horizontal para que tuviera problemas a la hora de encender las luces. En un Atleti pretérito perfecto simple, incluso pluscuamperfecto, el primer tiempo del Valencia, áspero, organizado y reservón, se habría traducido en dudas, prisas, malas decisiones y vacilaciones a la altura del minuto 50;  despeje Vd, no, que es suya, despeje Vd, ¿pero ese de la banda no era suyo? mío no, mío no, yo creo que era de su padre, oiga.

En el pasado, ese orden inicial del visitante habría valido para llenar de miedo a los jugadores, de confianza al rival y de desesperación a la grada. La primera parte marcada por el despiste ausente de Arda, por la falta (dimitido el turco) de un jugador que sepa abrir equipos cerrados, la nula aportación (una vez más) de Villa, la clara vocación del rival para llevar un partido a un ritmo lento y la desconexión de Juanfran, que casi no tocó balón en un buen rato, habría sido el presagio de una empanada monumental en el segundo, de un remate rival tras despeje de tres, cuatro defensores, de un disgusto de esos que dejan helado el Calderón. Pero ayer no fue así, ahora ya no es así, no con el Atleti del Cholo Simeone.

Y es que Simeone ha convertido el equipo blandengue del blandengue Manzano y el equipo desquiciado del desquiciado Quique Flores en un fiable ingenio mecánico que avanza y avanza, despacito o a la carrera, centímetro a centímetro y partido a partido, directo a su objetivo con la solidez y la autoridad de un tanque que rara vez gripa el motor o se queda en el barro. Quizás Simeone no disponga del fino deportivo italiano de los buenos años del Barça, ese descapotable rojo con volante de nogal y tapicería de canguro lechal que entra alegre por las curvas de la Riviera italiana camino de Portofino con chica con gafas de sol y pañuelo en el asiento del copiloto. El Cholo no tiene tampoco, gracias a Dios, un deportivo de esos ordinarios que hacen ruido a todas horas con sus escapes trucados, sus cristales tintados, ruedas anchísimas e intermitentes de Swarovski como el que conduce el ostentoso vecino del Norte, alardeando de subwoofer en los semáforos a ritmo de reguetón, púmmm, paúm-pá-úmm, paúm-pá-úmm.

Simeone ha construido, él solito, un todoterreno robusto y resultón, una máquina sin artificios ni alerones, sin GPS ni aire acondicionado, cuadradote y poco glamouroso con suspensión de ballesta y arranque con botón, como los Land Rovers antiguos; un coche que, cuando la cosa se pone fea, resulta fiable, sólido y resolutivo porque, bajo su apariencia discreta, en realidad hay un prodigio de la ingeniería. El Valencia planteó un partido con barro y cuesta arriba, un partido en el que quizás se habría varado  el Alfa Romeo Giuletta Spider del 55 que conducían en Barcelona y habrían patinado las ruedas anchísimas del Opel Manta tuneado que se ha comprado este año el tercer equipo de la Capital con el dinero de un constructor. Pero eso no le pasa al Atleti del Cholo. Seguro de su idea y convencido de su juego, el Atleti porfió con la determinación del que se sabe capaz de echar abajo un muro de piedra con una cucharilla. El Atleti de hoy, 200 caballos de tracción total sin alardes, carácter de tractor y sin cuero en la tapicería, se fue al vestuario, se puso ruedas de tacos, metió la reductora y salió con la idea de soplar y soplar hasta derribar la casa de ladrillos que le habían construido enfrente. Por si fuera poco, el lobo es de Lagarto y eso le convierte en una criatura mitológica parecida al Grifo, aunque en este caso al de vermouth. 

Tras salir del vestuario, el Atleti dio muestras de haberse sacudido la grima que da dejar manchas en las alfombrillas nuevas y se puso al lío. Avisó un par de veces hasta que marcó Diego Costa un gol de empuje que recordó a aquellos que metía en el Barcelona un delantero brasileño con tendencia a engordar y a hacer anuncios de póker. Diego Costa controló regular, avanzó a trompicones, entró por donde buenamente le dio a entender el momento, tiró con la zurda y le dobló la mano al portero. Es de justicia reconocer que Diego Costa lanzado no resulta muy estético; se mueve con maneras de coche de choque y sugiere un punto torpón, como si en vez de regatear simplemente atajara para llegar antes a posiciones de tiro; viendo el resultado, hay ya quien intenta ensayar el atajo como recurso futbolístico y baraja varios nombres para el lance: a atajinha lagartera, o atroche costeiro, o barullo trompicão. Cuando Diego Costa recoge el balón cerca del medio campo y comienza a correr en dirección al portero, hay quien dice que tiene los ojos en blanco y una fuerza sobrehumana, y que cuando celebra el gol lo hace gritando en leguas antiguas que se creían extintas. Si en esos momentos se lesionara, recomienda el Club, en vez de avisar a un fisioterapeuta es conveniente llamar a un exorcista.

Tras el gol de coraje llegó el de capricho. Raúl García enchufó con la zurda un balón que tuvo la amabilidad de caerle cerca, dejando clara su importancia en el equipo, deshaciéndose de muchos detractores y ganando a la vez un enemigo: David Villa. De nuevo desfigurado y blandito, Villa tiene pinta de soñar con Raúl García, levantarse en medio de la noche con sudor en la frente, repasar mentalmente las veces que él toca el balón y compararlas con las veces en que éste le llega al navarro quien, fiel reflejo del robusto coche todocamino del Cholo, juega en manga corta en medio del ártico y marca goles con las cuatro ruedas y el remolque si hace falta.

El último gol, como el último desliz de Paquita la del Barrio, fue por placer. Falló un penalti Diego Costa a pesar de que el portero se había tirado un rato antes de que la pegara él, y al rato provocó otro. Al parecer desde el banquillo se pidió que fuera Raúl García quien lo tirara, pero nadie se enteró y el brasileño que jugará con España se dio el gusto de tirar un nuevo penalti, meter un segundo gol y ponerse pichichi consorte. Y, en ese momento, el Land Rover de acero templado mutó en caza-bombardero match-3. Simeone pidió un cuarto gol para hacer al equipo líder, rugió la grada y la austera máquina de ganar terreno palmo a palmo trasmutó en fiera desbocada. Si hace dos años nos dicen que íbamos a ver a Filipe Luis tirándose al suelo como un loco en el minuto 85 y con tres a cero a favor, habríamos llamado a un médico; si nos cuentan que el último córner del partido se iba a jugar con la intensidad del último minuto de una final de Copa, habríamos llamado a un guardia.

Tres goles, tres, se llevó un Valencia digno y peleón, bien plantado el primer tiempo y rendido el segundo al empuje de Diego Costa y la fe general del grupo. Uno no recuerda un Atleti tan convencido de sus posibilidades y tan dominador de la psicología de los partidos, tan capaz de transmitir a la grada que sí, que por empinada y embarrada que sea la cuesta, hay tracción para llegar arriba.
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Partido a partido

“Partido a partido”, dice Simeone  antes de cada encuentro y “partido a partido” repiten los jugadores a coro tras cada victoria, empate o derrota. “Partido a partido”, dice la prensa en un alarde de inventiva y “partido a partido”, dice la grada. La grada dice “partido a partido” y piensa, al mismo tiempo, si no es ya momento de mirar un poquito más allá, de darle un poco de vidilla a la imaginación y al optimismo. La afición, reunida en bares y rara vez en museos, habla del equipo, de la capacidad de sufrimiento y la fe de los jugadores, de la cantidad de balones que recupera Gabi, del cambio asombroso de Filipe Luis y Juanfran, y cuando dice todo esto la afición sonríe. Habla luego del andar zambo de Arda Turán, de las roscas de Koke, de los últimos partidos de Tiago y de la explosión Raúl García, y la afición se viene arriba. Pero cuando habla de Diego Costa y su lagarterana marca registrada, de su gol por partido, de su pelea con los defensas rivales y esa forma tan suya de apoyarse en el cuerpo de los centrales para bajar el balón y controlarlo, es complicado parar el optimismo. Ahí seguimos, dice la afición, quién nos lo iba a decir, en diciembre y ahí seguimos. ¿Y si el tema sigue así, oiga? ¿Y si empieza a flojear tal rival y tal otro, eh, qué me diría entonces? ¿Y si el Atleti no afloja, que no tiene pinta de aflojar? ¿Eh? ¿Eh? ¿Entonces qué? ¿Entonces qué, oiga?

Y entonces, entonces, oiga, siempre hay alguien en el bar que enfría el ambiente. “Partido a partido”, dice en enfriador sensato, “partido a partido”, dice, como si la euforia del bar pudiera contagiar a la plantilla y hacerle mal. “Partido a partido” se van repitiendo a sí mismos los participantes, calmándose unos a otros, rebajando la euforia hasta el optimismo moderado y, de ahí, al pragmático escepticismo cholístico. “Partido a partido”, se conjura la afición en el bar y en la grada, consciente de que ella también juega, que con ella también cuenta el Cholo para ganar el siguiente partido, para rebajar la euforia y el optimismo de los jugadores, para no rebajar la concentración ni la humildad.

“Partido a partido”, dice responsable y conjurada la afición cholista empedernida, aunque por lo bajini piense, como en el cuento de Monterroso, “cuando el Barça despertó, el Atleti todavía estaba allí”.
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Ayer vino al Calderón de visita Ujfalusi, que se nos retira del fútbol. La retirada del fútbol de Ujfalusi ha sido una mala noticia para los aficionados, pero muy bien recibida por los delanteros rivales, las maduritas interesantes y los fabricantes de hachas. Cosas de las retiradas.

Ujfalusi, que estuvo tres años en el Atleti, dejó un recuerdo estupendo. Tipo duro y sonriente, buen central y lateral, será recordado por los que le vieron poco por haber dado un pisotón dolorosísimo a Messi; aquellos que vimos más a Ujfalusi no le tenemos por jugador violento o sucio, sino por un tipo duro y noble con el que mejor no cruzarse por la banda después de haberle hecho un feo a un compañero. Los que sí vimos a Ujfalusi y no hablamos de oídas recordamos más bien sus subidas por la banda, su arrojo para sacar balones del área y esa extraña conexión con la grada del Calderón, que tardó cinco minutos en acogerle como uno de los suyos, aproximadamente el mismo tiempo que Ujfalusi tardó en demostrar que eso era exactamente lo que era. Desde esos cinco minutos, el Calderón estuvo del lado de ese checo recién llegado que sonreía de oreja a oreja a los rivales a modo de bienvenida intimidatoria, esa sonrisa hiela-corazones que sólo Sir Gawain, caballero de la Mesa Redonda con fama de mujeriego y borrachín, era capaz de esbozar justo antes de que empezara la batalla cuando el resto de caballeros, mucho más respetables y comedidos, apretaba las mandíbulas y tiritaba de miedo.

En días de partido duro, la sonrisa de Ujfalusi levantaba el ánimo de la grada y asustaba a los rivales y, ya de paso, a Jurado, que pedía a voces una mantita. Ujfalusi fue de los nuestros desde el día en que llegó, y no sabemos si fue así por tener esa pinta de guerrero suevo, por no rehuir nunca la responsabilidad ni la pelea, por encarnar el espíritu de los defensas legendarios del Atleti o por no achantarse cuando la cosa se ponía complicada. Ujfalusi casó bien con la grada del Calderón y quizás no tan bien con este fútbol bajo en calorías y alquitrán de manotazos fingidos y lesiones simuladas que nos ha tocado vivir. Por desgracia, los que crean opinión en este país tan raro tienden a ver más bien poco todo lo que no huela a Barcelona o al tercer equipo de la Capital, así que para la mayoría de la crédula audiencia radiofónica, Ujfalusi fue un salvaje. Así lo dijo en una ocasión Salvador Sostres, ese humorista, lo que viene a reafirmar que estamos en lo cierto: cuando uno piensa exactamente lo contrario que Salvador Sostres, es porque lleva razón.

Ujfalusi se retira y uno cree que no le faltarán ofertas de trabajo. A estas horas es sabido que su caché sube y sube para aparecer por sorpresa desde el interior de tartas de cumpleaños de treintañeras de buen ver. Sabemos también de ofertas de empleo para ser probador de sierras mecánicas, modelo de chalecos de cuero, figurante en Braveheart 2, responsable de seguridad de bares heavys, guía de montaña por los fiordos noruegos y catador de cervezas con vodka. Sea cual sea la deriva profesional que tome el gran Ujfalusi, esperamos verle a menudo por la grada del Calderón y, si hay suerte, ser testigos de su último gran servicio a la afición colchonera: un combate a muerte en ring-jaula de valetudo contra el ministro Montoro.

Salve, Tomás I, que tenga Vd suerte. Vuelva Vd pronto por casa y pásese a saludar cuando quiera.