domingo, 31 de diciembre de 2006

Algunos secretos sobre mi persona

Desde hace unos meses sé que hay gente que se pregunta por este tipo que escribe sandeces sobre el equipo de sus amores con esta vena tan negativa. Incluso mis allegados se cuestionan por qué muestro más escepticismo que de costumbre, por qué miro al pasado aún más que antes. A ver si les contesto.


Es verdad que uno es algo nostálgico y algo escéptico a la vez. Y es verdad que lo es más desde hace unos meses. Desde el verano, para ser exactos. Y este cambio tiene una causa sobrenatural, por raro que les parezca. Y es que, desde hace unos meses, a primera hora de la mañana, cuando estoy en esa vigilia en la que las cosas se ven claras y se encuentran soluciones a los problemas más ásperos, entre brumas se me aparece Dirceu. Sí si, José Guimaraes Dirceu, ni más ni menos.

No se me aparece a diario ni una vez al mes. Tampoco los jueves a una hora exacta. Dirceu se aparece cuando le da la gana, que para eso es uno de los ídolos de mi niñez. Aparece cuando quiere y se queda poco rato, el que él quiere. Hablamos, no mucho, y siempre es muy educado y deja un característico olor a almendras tostadas cuando se va. El olor dura poco y suele preceder también su aparición, así que a veces, cuando sueño que estoy en una fábrica de turrones, me despierto rápidamente porque se que lo que en realidad ocurre es que se aproxima Dirceu.

Dirceu se aparece de chándal, con un chándal rojo como el que llevaba el Atleti cuando él era jugador. Aparece difuminado, como corresponde a su condición de ectoplasma, pero a la vez con un rojo brillante de cromo de la época. Habla de lo que quiere, aunque siempre un poco de fútbol, naturalmente. Me cuenta pocas cosas del más allá y más bien pregunta cómo están las cosas por aquí. Pregunta por el cambio climático, que al parecer preocupa mucho en esos pagos, y pregunta por qué ahora está tan de moda el polígrafo. Pregunta también educadamente por la salud de mi familia y sólo pierde la compostura para hablar del anisakis: Dirceu, el gran Dirceu, no se explica como no salimos a protestar contra la ley que obliga a congelar el pescado y, sobre todo, los boquerones en vinagre. Hay un punto de reproche cuando toca ese tema Dirceu, y yo bajo los ojos, avergonzado, por no ser capaz de sacar a las masas a la calle para denunciar eso que Dirceu, y yo también, consideramos una vergüenza.

Cuando habla de fútbol Dirceu no me pregunta, ni yo tampoco le pregunto a él. Faltaría más. Dirceu habla y yo le escucho, que eso de que venga a visitarte un ídolo no es algo que ocurra a menudo. Dirceu no se explica en qué se ha convertido el fútbol, ni por qué los jugadores ganan mucho más que en su época valiendo en muchos casos mucho menos. Se pregunta también por qué se tiran al suelo con tanta facilidad, por qué se quejan por todo ahora que todo les es más fácil, y por qué visten con esas camisas horribles. Sobre todo sus compatriotas, a quienes no tiene mucho aprecio últimamente. Tampoco entiende Dirceu por qué los partidos son a esas horas tan raras, ni por qué se empeña el alcalde en hacer la vida imposible a la afición a fuerza de obras.

Dirceu habla poco de él porque es modesto, aunque jugó con los más grandes y formó parte, durante tres mundiales (y casi cuatro), de una selección brasileña que jugaba como los ángeles con los que ahora juega al backgammon. No ha querido contarme si era cierto eso de que entrenaba con pesas en los tobillos para aumentar su resistencia ni a quién se refería cuando dijo aquello de que “ paso balones y me devuelven melones”, aunque me ha insistido en que eso lo dijo en el América de México y no en el Atleti. Por supuesto no me ha dicho cómo conseguía que la bola botase delante del portero rival ni por qué jugaba con la lengua fuera, saliendo cerca de la comisura de los labios. A mi me gustaría preguntarle todo esto pero no me atrevo.

Dirceu habla del Atleti de hoy en día y lo hace triste pero sin resignación. Habla de su Atleti, de la convulsa época que le tocó vivir con Cabeza y García Traid y de los atracos arbitrales sufridos una y otra vez. Y aunque se enciende cuando se acuerda de los atropellos siempre concluye que ese era otro Atleti, un Atleti de los socios, un Aleti de los de Aleti en el que también cabía él, titular en varias de las selecciones brasileñas más brillantes, pero no cualquier medianía.

Dirceu se ríe cuando recordamos algunos de los jugadores que han pasado por el Club estos últimos años. “ Me río por no llorar”, dice Dirceu, y yo me callo y ya no me río. Dirceu no se explica en qué situación ha quedado el Club. Según me cuenta, asiste perplejo a las cosas con las que traga la afición. Él, que vió a un Atleti líder caer en casa 0-4 contra el Betis y se libró de que lo molieran a palos porque no paró de correr en todo el partido, aún se frota los ojos cuando recuerda que el Atleti bajó a segunda y no hubo la manifestación popular que los rojiblancos de allí arriba se esperaban. El día que Dirceu leyó que la Directiva prácticamente había vendido el Calderón apareció antes que de costumbre, y el olor era más fuerte, a almendras casi quemadas. Ese día Dirceu se mostró enfadadísimo, habló muy rápido y casi ni se despidió. Luego estuvo unas semanas sin venir, pienso yo que como castigo, como con lo del anisakis.

Dirceu se enciende también cuando ve que ahora se identifica al seguidor atlético con Torrente, con Manolo y Benito y con el padre de Bea la Fea. Y no lo entiende, y no entiende que no se arme la marimorena. Porque lo que él tiene claro es que del Aleti puede que sean esos, pero los que lo son de verdad son Han Solo, y William Wallace, y V, el de Vendetta. Y George Leigh Mallory, aquél que subió al Everest cuando Sir Edmund Hillary tenía cinco años, con bombachos de pana y chaqueta de tweed. Aquél que cuando las cosas se pusieron feas para la expedición decidió seguir solo hasta la cima a dejar la foto de su amada esposa, a quien se lo había prometido. Aquél que desapareció y nadie supo si había llegado o no, pero cuyo cuerpo fue encontrado setenta y cinco años después cerca de la cima, congelado, sonriente y sin la foto de su esposa en el bolsillo de su chaleco de cuadros. Dirceu, me cuenta, ha visto desde el más allá muchos partidos del Atleti con Mallory, quien sólo admite un error en su aventura: “ no haber llevado una segunda petaca de brandy”. Y me asegura que a Mallory nunca le importó si se supo o no que había llegado, primero porque lo hizo por cumplir una promesa y, segundo, porque tenía claro que aquellos que creían, creen y creerán en él no iban a tener ninguna duda de que lo había conseguido.

Ahora ya saben el porqué de mi nostalgia. Dirceu, de quien siempre me despido dándole las gracias por visitarme y por haberme hecho feliz de niño, sabe que lo iba a contar, así que espero que no se moleste. Si me desvela algo nuevo ya se lo iré contando yo, siempre que él esté de acuerdo. Todo, salvo lo de jugar con la lengua fuera; eso me lo quedaré para mí.

martes, 26 de diciembre de 2006

El portor

Aunque había hecho el firme propósito de no escribir hasta 2007, lo que la prensa deportiva cuenta sobre el Atleti estos días me ha hecho reflexionar (y esto es noticia). Y en cuanto al título, poca gente sabe lo que es un portor. Normal, este es el tipo de tonterías que a mi me llaman la atención y que a otros no (y esto no es noticia, es algo bastante común, ya de paso se lo comento). Aún así, a ver si consigo hacerme entender.


El portor es aquél trapecista que, colgado boca abajo en su trapecio, espera el vuelo de la estrella para agarrarle y evitar que se mate. Un papelón, vaya.

El portor no da volteretas ni se lleva las ovaciones pero sin él las cosas serían simplemente imposibles. Es él quien fija los tiempos, quien tiene la suprema responsabilidad de agarrar al compañero que vuela por los aires describiendo espirales. Si el portor no está atinado todo se va al traste: el arriesgado vuelo del compañero acaba en ridículo o en tragedia.

El portor tiene toda la responsabilidad oscura y no tiene nada del brillo del éxito. Tiene que ensayar tanto como el otro, pero nunca se llevará las portadas de los diarios a menos que falle. Curiosa recompensa para alguien esencial: o el silencio o la vergüenza, nunca otra cosa. El portor tiene que saber tanto como el mejor, corregirle sus defectos y potenciar sus virtudes. Por ser más pesado o menos flexible o más veterano, cede el protagonismo a otro que quizás tenga menos talento o menos corazón pero tiene infinitamente más suerte. Al menos en ese momento.

El público en general ignora al portor. Se fija en el trapecista estrella, aquel que ejecuta mortales y tirabuzones. Terminada la cabriola, poco importa quién le recoja. Si el portor ejecuta su tarea con maestría, nadie repara en él. Si el portor falla, es un desastre: ha arruinado la perfecta ejecución del salto, ha arriesgado la vida del que verdaderamente vale, ha convertido una potencial obra de arte en una patochada. Ay, el portor, a ojos del gran público es algo así como el bajista en los grupos, como el líbero en los equipos antíguos. Si está y cumple con su cometido nadie repara en él, pero si falla o no está todo se desmorona y es por su culpa, sólo suya.

Pero el público más erudito, aquel que huye de lo que la masa piensa, ve en el portor al verdadero artífice de los éxitos del otro. Saben de su sabiduría, de su esfuerzo y de su lealtad. Del mérito de renunciar a todo oropel por el bien del otro, del equipo que forman, del público que lo ve. Y por eso, precisamente por eso, el público entendido ve en el un plus de mérito, un motivo más para llevarle a los altares.

En “Trapecio”, una preciosa (algo melodramática, algo triste, algo folletín pero bonita) película de Carol Reed, el portor era Burt Lancaster, ex trapecista estrella cojo y algo amargado. A pesar de los pesares, ponía todo su empeño para que la joven promesa del trapecio, un Tony Curtis blandito y repelente, llegara ha ejecutar un salto histórico. Asumía su papel secundario con nobleza y, a pesar de no poder ni ver a Curtis por culpa de Gina Lollobrigida, era su más leal aliado en su camino a la fama. El gran público adoraba a Curtis, la Lollobrigida elegía a Curtis y el atormentado portor se retiraba en el último momento, renunciando a una carrera futura, haciendo mutis por el foro, discreto y algo enfadado aunque asumiendo su destino. El público de este lado de la pantalla reconocía entonces lo injusto del trato recibido por el portor, le cogía manía a Curtis (que es algo bastante fácil de entender) y ponía a la Lollobrigida a caer de un burro por ambiciosa, por golfa y por no entender nada sobre quién es el verdadero protagonista de la historia (aunque no quedara claro quién era la misteriosa mujer que corría, encapuchada, a unirse al portor al alejarse del circo).

Estos días la prensa y el gran público parecen haber encontrado una pareja similar a la de Trapecio. Tras los partidos de Barcelona y Levante, la prensa que tanta cera ha dado a Torres ahora parece hacerle rabiar hablando y hablando de Agüero. Primero le chinchaban hablando de Villa, ahora es Agüero el protagonista. Un diario deportivo de tirada nacional entrevista al presidente del Club (ese señor que siempre lleva corbatas azules de rayas) y le pregunta veladamente si ahora el ídolo de la afición es Agüero y ya no es Torres. La respuesta es tan triste y vacía como cabía prever, de ahí este artículo.

Agüero acapara la atención por lo bien que lo está haciendo, algo de lo que me alegro sobremanera. Agüero es un tipo que cae bien por sonriente y por salao, por jugar al fútbol como si estuviera en el recreo y cantar cumbias en sus ratos libres. Empieza a funcionar y eso es una magnífica noticia que esperemos que se consolide en el tiempo al menos durante otros diez años. Para su despegue en el Atleti, en el que empieza a brillar, cuenta con la impagable aliado. Torres, trapecista estrella, lleva unos partidos ejerciendo de portor del potrero (algo que dicho así rápidamente parece impronunciable en estas fechas navideñas de vino, cava y copa larga), demostrando una vez más que es uno de los nuestros, que busca el bien del equipo por encima del propio. En el partido del Barça se vio bastante claro que, mientras las defensas sigan obsesionadas por secar a aquél que les ha amargado tantísimos partidos, el Kun puede llevarse el gato al agua. Pocos han reparado en el inmenso trabajo del Niño, y muchos, al parecer, se han brindado a denunciar celos entre ambos, malas relaciones, supuestas rivalidades.

El Niño y Agüero pueden darnos tardes de gloria. Quizás, digan algunos, no sean los complementos ideales. Puede. Dos buenos jugadores siempre son complementos ideales, dirán otros. También puede ser. Lo que no tendrá sentido, por más que algunos se empeñen, es buscar entre ambos una rivalidad que sólo puede beneficiar a la prensa y a cualquier equipo menos al nuestro. Si la afición atlética, tan fiel como crédula, entra en ese juego apaga y vámonos.

Si Torres empieza a sentirse portor aún siendo estrella, como le pasó a Bruce Foxton a la sombra de Paul Weller, malo. Ambos deben ser estrellas, y más aún, ambos deben ser portores del otro. Sin embargo si, como Lennon y McCartnery, se ven como dos líderes compatibles de la delantera, ellos mismos y consecuentemente el Atleti tendrá mucho que ganar. Y yo no esperaría menos de dos tipos que han demostrado ya algunas cosas: uno, que es un fuera de serie dispuesto a hacer de portor si las condiciones lo requieren; el otro, que en sus ratos libres su ilusión es cantar con un grupo que lleva el atletiquísimo nombre de “Los Leales”.

viernes, 22 de diciembre de 2006

De fútbol y bares

Ayer, por una inoportuna lesión del cable anterior cruzado de mi antena colectiva, fui a ver el fútbol a un bar. Fútbol, bares, fechas navideñas y frío en la calles son ingredientes de un evento para recordar, como estoy seguro que ya saben. En lo relativo al partido, entretenido, con buenos ratos y un resultado bueno para el Atleti a mi entender.


Si fuera portadista del Marca o de la revista esa que entregan en el estadio, el artículo de hoy se titularía “Bartidazo”. Dios nos libre.
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Nota del autor: Cree uno, y lo cree de verdad, que todos deberíamos tener un bar de cabecera. O dos. Yo lo tengo y estoy contentísimo. Me refiero a un bar de esos donde ya saben lo que te gusta y lo que no, donde te dan caldo si te ven mala cara, donde dejar las llaves cuando viene un pariente y tu no estás. Un bar donde a ti sí te ponen medias raciones aunque no lo suelan hacer, donde puedes pedir un cartón de leche si te quedas con la nevera bajo mínimos, donde te desvelan su secreto para cocer bien las gambas. Un bar con un camarero de esos generosos que elige las aceitunas, las paga y te las regala. Y además se aleja de la mesa cuando las pone, así, haciendo mutis por el foro, para que seas tú y no él el que se lleve el crédito ante tu compañero de mesa. “Verás que aceitunas”, dices, y si el invitado asiente te crees que el mérito es tuyo y no del camarero que, sigiloso y altruista, ya está de vuelta en la barra. Si el gobierno o el ayuntamiento funcionaran como deben nos asignarían un bar así a cada ciudadano, según nuestro distrito postal, edad, gustos y filiación deportiva. Esta idea se la regalo yo a los candidatos a la alcaldía, a ver si cuaja.

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Apostado en una mesa en posición inmejorable (aunque con cierto desgaste cervical) vio el que suscribe el partido de ayer. Y lo vio como se ve el fútbol en los bares: a medias, a voces, con cabezas que interfieren en la pantalla y nubes de humo que no se sabe si vienen de detrás de la portería o de al lado de la máquina tragaperras. Es difícil hacer un análisis de un partido desde una mesa de bar, pero lo es aún más cuando estás comiendo pinchos y pidiendo cañas. Pero como al fin y al cabo los míos no son artículos deportivos al uso, pues tampoco pasa nada.

Aún así, lo primero que hay que decir es que salió el Barça con cara de cabreo y no nos hizo un roto de milagro. Salió empujando, aunque nada más empezar Torres se encargó de recordarles a los presentes que allí estaba él. Pero el Atleti se fue echando atrás y decidió que ya que se ponía el Barça así, que jugaran ellos. Es ésta una característica de Aguirre que ni me gusta ni me tranquiliza, pero que por ahora le funciona. Que juegue el otro, que yo esperaré y ya haré lo mío. Ay. Cuando ves que son Deco, Ronaldinho, Iniesta y Xavi los que están enfrente se pregunta uno si regalarles el balón es una buena idea. Pero no salió mal, al menos en el resultado. Ahora bien, si el Barça anda atinado y mete dentro dos o tres remates claros que tuvo al principio ahora estaríamos hablando de suicidio, de racanería, de justo premio a la audacia y la iniciativa rival. Así las cosas, porfió y porfió el Barça y marcó, o más bien sopló y sopló y la casita de paja derribó. Fue sin embargo en una falta en la que pareció que con un poco más de preparación podía no haber entrado. Dos tipos del Barça en la barrera, Leo que se estira un poco tarde y gol. Claro que como para preparar faltas contra Ronaldinho, que las tira por cualquier sitio. Y encima inmediatamente al descanso.

Llega el descanso a los bares y se produce un relax cervical general. La gente se gira, mira para abajo para desentumecer el cuello hecho ya al ángulo con el que se alcanza a ver la tele. Pide otra, se relaja y deja de pensar durante un ratito en lo mal que pintan las cosas. En que Jurado no se sabe bien qué aporta, en que Galletti se podía haber pensado dos veces la faltita de marras, en que hay que ver lo que corre este chico pero para lo poco que vale la mayoría de las veces. Habla también de que Valera está mejor de lo que esperábamos, que Pablo parece que vuelve a ser el que era, que Zé Castro tiene cara de crío pero maneras de central más curtido. A estas alturas el bar es un único grupo que habla a voces, que manifiesta sus opiniones ya sin rubor, que comparte miedos y chascarrillos y cigarritos.

Y empieza el segundo tiempo. Y sale Mista y uno se pregunta porqué no salió antes. Y cree uno advertir que el Barça está echándose un poco atrás y que eso nos viene bien. Y se fija uno en Torres y piensa que se debe sentir como el ciervo medalla de oro en una montería: toda la reala detrás suya mientras los zorros y los jabalíes campan por donde quieren. Corre Torres hacia un lado y van unos cuantos detrás. Corre hacia otro y lo mismo. Pero a Torres esa estela de admiradores no le vale. Así que corre y corre y defiende y se vacía para que el resto, aquellos a los que la jauría ignora, puedan hacer algo. Y eso ocurre. Luccin, ese jugador giratorio, cambia su natural movimiento de rotación por el de translación, mira al frente y mete un pase estupendo para que Agüero meta un golazo. Con el exterior, fuerte, en carrera y con un defensa pegado a su espalda. Un golazo. ¿Por qué no jugará Luccin así más veces?

Marca el Atleti y ruge el bar. Se abrazan los desconocidos, se derraman las cervezas. Se cantan las virtudes del Kun y se vitorea a su señora madre. Alguien llama sin embargo la atención sobre las bondades del pase. Y entonces se desata el verdadero debate: unos dicen que el pase es de Luzín, otros que ha sido Lukzín. Alguno apunta que fue Luchín, otros que Lucsen. Un señor de aspecto aristocrático dice categórico que el pase fue de Lucsán. No hay más que hablar, que ese señor es de Huelva y estos días los de Huelva tienen siempre la razón. Zanjada la discusión recobra vida el bar. La gente pide más goles pero Aguirre no está por la labor, así que piden más cañas. Y raciones de calamares. Algún aficionado embravecido pide a voces una ración de anisakis, así, desafiando al destino. El Camarero de la Guarda se acerca, mesa por mesa y pregunta: “¿dos cañitas?”. “NO”, brama el cliente. “Que sean dobles”. Bares en estado puro.

Y el partido, que casi acaba. Llegan esos cinco minutitos… Maldita sea, si hubiéramos metido otro no estaríamos así. Se desesperan los jugadores del Barça, protestan con vehemencia, protestan también los de la última mesa porque se ha levantado una señora y no ven. Pero el tiempo pasa y el marcador no cambia. Empate a uno, el Atleti sigue en Champions pero siente ya la humedad del aliento del Valencia y el Zaragoza en la nuca. Veremos el año que viene, pero no estamos tan mal.

Y final. Y pagamos y nos vamos, algunos a casa y otros a otro bar. Como siempre. Y como siempre se acaba el año y, como siempre, en casa brindaremos por el Atleti de siempre, porque vuelva a ser lo que fue.

Y con esto me despido de Vds hasta 2007, que mañana no hago crónica. No está uno para hacer crónicas de pantomimas, así que feliz año y felices fiestas.


lunes, 18 de diciembre de 2006

Esos cinco minutitos…

Ayer, de nuevo, esos cinco minutitos finales de angustia en el Calderón… Si Aguirre es, como se dice, un técnico miedoso, entonces ¿por qué no intenta evitar esa angustia final? ¿No sería más sencillo intentar meter más goles antes de llegar al final del partido?


El Atleti jugó contra un equipo malete, metió un gol y se echó a dormir. Alguien debería explicarle a estos chicos que en este deporte no gana el primero que marca, sino quien mete más goles al final del tiempo reglamentario.

Famoso es ese último cuarto de hora del Calderón en el que la grada pasa fatigas viendo como el rival puede empatar el partido después de que el equipo local haya fallado varias oportunidades claras. Esto es así desde hace mucho tiempo, y los que hemos pasado muchas horas en ese estadio que pagaron los socios veteranos (y es que no salió del asfalto tras un chaparrón cual Amanita Atleticae) lo sabemos. A veces no puede evitarse, otras sí. Y ayer, creo yo, fue uno de esos días. Si el Atleti fuera ambicioso, si no fuera miedica e inseguro, ayer hubiéramos llegado al final del partido con holgura, pensando en el Barça y en cómo, si Torres está como ayer, se puede poner tibio de jugar al fútbol en ese campo tan grande y ancho que tienen en el Nou Camp. Pero no, pasamos un mal rato.

Pero ganamos, y eso, en los tiempos que corren, parece que es lo único que importa. Ganamos, sí, que no es poco. Y vamos cuartos, una meta menor para el historial del equipo que sin embargo parece el Nirvana para la era post-Calderón. Poco importa si el aficionado queda con la mosca tras la oreja por la endeblez del equipo, por la falta de ambición y por el automático paso atrás que se da cuando se marca un mísero golito (ese mismo paso atrás que se le afeaba a Ivic en otros tiempos). Poco importa alegrarle la tarde al aficionado que, sentado sobre un mugriento asiento y tiritando del frío, ha llegado al estadio salvando innumerables atascos y cortes sorpresa de las vías de acceso. Qué más da si hay un equipo abierto, flojete y vestido de verde manzana que puede permitir dos, tres goles más que le hagan pensar al espectador que pasa las noches en la grada (no recuerdo ya un partido en el Calderón que no fuera en horario nocturno) que al final mereció la pena el volver a casa con la punta de la nariz helada. Ganamos, que no es poco, y estamos en Champions por ahora. Y eso, qué quieren que les diga, compensa en parte las penurias, pero es arriesgado. Porque el día que no ganemos y juguemos así de mal, la nariz se nos enfriará el doble, hasta el punto de hincharse.

Jugó el Atleti y lo hizo regular nada más. Mal y acobardado el segundo tiempo, un rato bueno en el primero, algún detallito. Galletti que trota con casta y algo hace siempre; Maniche que se enseña y se enseña y ayuda a los demás; Juradito que deja algún detallín aquí y allá pero que aún no, no; Agüero que parece que entra más en el equipo, aunque se le ve algo desfondado. Pero todo eso coexiste con una cierta tembladera en la defensa, poco punch y un Luccin empeñado en guardar la bola girando sobre su eje cual derviche rojiblanco. Gira y gira Luccin como el demonio de Tasmania y no sabemos si lo hace buscando respuestas a las grandes preguntas de la humanidad o porque tiene un contrato publicitario que le obliga a enseñar los logotipos a todo el estadio a la vez. Gira y gira, y si un día sale con los tacos afilados lo encuentran saliendo por un agujero en Australia.

Y dice el lector… ¿y Torres qué?. Y lo dice con razón. Por que Torres merece párrafo aparte, que hablar de Torres y Luccin en el mismo párrafo está feo, oiga.

Con Torres se ha metido todo el mundo. Todo el mundo no, algunos siempre le defendemos con aquello de que no puede hacer absolutamente todo como el mejor (aunque esté cerca de los mejores en muchos aspectos del juego), que sólo tiene veintidós años, que es mucha presión para un chaval desde hace demasiado tiempo, que tiene malos compañeros de viaje, que está más solo que la una. Y luego va Torres el solito y se empeña en decirnos que no nos preocupemos, que no perdamos el tiempo, que de defenderse se ocupa él, que para eso es un señor maduro. Ayer, como siempre, salió con los galones que nadie quiere en el equipo y se ocupó de que los demás entiendan que las cosas deben volver a su sitio, que el Atleti debe empezar empiece a acostumbrarse a estar en los puestos que nunca debió dejar. Recuperan el balón los del Atleti y buscan a Torres, como buscan los niños en el recreo colegio a ese repetidor que, más grande, más fuerte, con más personalidad y más calidad, suele resolver las situaciones complicadas como quien come pipas.

Uno cree advertir en Torres un cierto cambio en el juego. Antes se empeñaba en hacer absolutamente todo solo. Y lo entiendo hasta cierto punto. Robaba un balón en medio campo, se iba de dos o tres rivales y miraba para atrás, a ver quién le acompañaba. Se giraba Torres esperando ver los estandartes de los lanceros de Rohan que acudían en tropel y como un solo hombre en su ayuda pero sólo veía a la mula Francis; así que decidía tirar para adelante sólo, intentar sacar algo positivo entre una maraña de rivales. Y muchas veces lo conseguía, el jodío. Otras veces se liaba, se la quitaban, se le iba un control y entonces rugían los detractores con voz de orco, contentos por ver cómo fracasaba el paladín de ese equipo que tanto molesta a la prensa.

Ahora no. Torres mira atrás y no es que aparezca la tabla redonda en pleno, pero aparece Agüero, aparece Maniche (ese que siempre se enseña), aparece Galletti y a veces también Luccin, girando como el disco de Newton. Así que Torres ahora pasa más el balón, la da rápido, la pide en el hueco, por la sencilla razón de que a veces hay alguien con criterio que ha tenido la sencillísima idea de salir corriendo detrás de él. En el Bernabéu dio tres pases de gol claros pero la gente consideró que lo hizo mal, que meter menos de tres goles es inaceptable para ese jugador rubito que ha sacado los colores a la mayoría de defensas de la liga. Igual le da a él. Torres, erre que erre como su apellido, se dedica a dar pases al personal. A veces no, a veces mira para abajo y se obceca un poco con pasar entre tres o cuatro. Lo malo para los orcos es que, con más frecuencia de lo que a ellos les gustaría, también le sale, al jodío...


lunes, 11 de diciembre de 2006

Géminis, adolescente

Nuevas y arriesgadas aventuras en el Vicente Calderón. El Atleti, como no, tiembla cuando no tiene que temblar y abandona el interino puesto de Champions que ocupaba estos días, puede que injustamente. ¿Volveremos a ver un equipo como el del día del Villarreal, al menos?


¿Pensaban que iba a empezar la crónica semanal diciendo que el Atleti volvió a arruinar un puente estupendo? ¡Bingo!

Vuelve uno a toda prisa por la carretera (a ver, sin correr con el coche pero malcomiendo y buscando atajos, se entiende) para ver el partido en el que el Atleti debería confirmar que, aunque no juega como debe, al menos tiene el oficio que se le presupone a un equipo que representa ciento y pico años de historia ejemplar. En su lugar se encuentra la enésima caricatura de partido de fútbol en el que, a pesar de haber ocasiones y algunas fases entretenidas, termina con la inevitable sensación de que para eso el que firma se hubiera quedado por León, contando parkas y chapas de los Small Faces.

Al Atleti, por nacimiento, le correspondería ser Tauro, signo a quien algunos horóscopos le atribuyen algunas características que le vendrían al pelo al equipo actual: “prudentes, prácticos, algo melancólicos y perseverantes”. El Atleti de hoy de prudente tiene algo, pero confunde prudencia con miedo cuando sale al césped del Calderón temblando cual niño de San Ildefonso al ver la bola del gordo en su mano; de práctico tiene más bien poco, y si lo tiene es siempre fuera de casa, que en el Manzanares últimamente empieza cediendo un gol al visitante; melancólica es más bien la afición, que sueña con volver a los tiempos antiguos en los que al equipo, bien dirigido por Atléticos de pro, no le tosía nadie; y perseverante puede que lo sea en el desatino futbolístico, en provocar la desesperación de la grada, pero no siempre en buscar lo que debe, esto es, el buen juego, el gol, la victoria.

El Atleti de hoy parece más bien Géminis, signo dual al que este mismo horóscopo le atribuye otras características bien distintas: “nada estable ni atado a ningún lugar, según sople el aire esa dirección cogen”. Puede que eso sí sea: carece de un estilo propio, no se fía de sí mismo más que a ratos, repite una y otra vez los errores y rara vez porfía en los aciertos, alterna ratos de apatía con otros de entusiasmo juvenil. Pero más que eso es un equipo bifronte, capaz de ganar fuera y echar todo a perder en casa. De los tres partidos que ha ganado en el Calderón, sólo en uno lo ha hecho convenciendo. Del resto ha perdido tres y ha empatado uno, con el penúltimo. Pobre resultado para un equipo que aspira a lo más alto… y aún así no está lejos de una Champions que sería un caldito reparador para una afición griposa.

Ayer tuvo un rato inspirado, tenaz y hasta seguro de sí mismo, lo que le llevó a marcarle un gol al Espanyol. Pero fue empatar Luis García (quien por cierto celebró el gol como si le hubiéramos hecho algo feísimo… los jugadores deberían reprimir esos instintos cuando marcan en campo contrario) y el Atleti se quedó triste, despistado, olvidando su condición de perseverante Tauro. Hasta entonces había jugado a remolque de un gol tempranero, dormitando hasta el descanso, pero con fe renovada tras el mismo. A pesar de los pesares, de las cantadas de Perea (jugador al que, por cierto, se le encomienda muchas veces la tarea de sacar el balón desde atrás cuando es claro y meridiano para cualquier aficionado al fútbol que su juego se basa en su espectacular despliegue físico y no en el dominio del balón… ¿por qué?), del descontrol futbolístico de Pernía y del irritante trote de Luccin (o “trote luccinero”), a pesar de otros desatinos varios y jugadores algo desesperantes, el Atleti tocó a “carguen” y se fueron a empatar. Y lo consiguieron: es lo que tiene tener a Torres en tu equipo, que al final hay uno que hace lo que hay que hacer (por cierto, de Torres hablaremos otro día pero por ahora quédense con una bravuconada del que suscribe: si el Torres de los últimos tiempos es el peor Torres que podemos ver, no lo duden, estamos ante uno de los grandes). Pero Torres sólo no basta, y cuando el otro equipo tiene unos cuantos tipos listos y con calidad (Luis García, Tamudo y sobre todo De La Peña, que encima ayer disfrutó de todo el sitio del mundo cuando recibía el balón, eso sí, observado de lejos por Luccin) y unos cuántos tipos aguerridos y en forma, el miedoso Atleti del Calderón tiene poco que hacer.

Que el Atleti es un equipo en formación es algo que nos gustaría pensar a muchos. Si la directiva permitiese que el bloque se consolidara y creciera, si confeccionara plantillas según los patrones que marca la lógica deportiva y no el afán comisionista, si las prioridades de los dirigentes fueran, como es natural, el gestionar bien un equipo de fútbol y no pegar pelotazos inmobiliarios, entonces puede que el equipo, a día de hoy, fuera mayor de edad. Pero no, ya lo saben ustedes. El Atleti ha ido cambiando de entrenador de poco en poco, con la misma frecuencia con la que se cambiaba media plantilla. Este año, empero, parecía que el bloque tenía más garantías… y el equipo apunta más pero aún no está hecho, ni mucho menos maduro.

Es el Atleti un equipo, como mucho, adolescente. No conoce bien sus fuerzas, y lo mismo se queda en medroso y tiritón y no remata en el Bernabéu que sale ante la Real Sociedad con los cuellos de la camisa por fuera de la chaqueta perdonando la vida a las espectadoras. Combina ratos de discurso racional y sólido con voz de presentador de telediario con gallos agudos propios de los protagonistas de Verano Azul. A veces, como ayer, sale pensando en las musarañas y le meten un gol al ratito. Alterna luego un despiste impropio de un tipo que sabe lo que hace con un repentino ataque de furia y auto-confianza. Lo malo es que esta se acaba en cuanto recibe una colleja de manos del listo de la clase de al lado, y se le queda cara de buscar a su madre para que le diga qué hacer. No tiene la madurez ni la auto-confianza de seguir haciendo lo mismo, no se cree su propia valía, ni si quiera sabe si la tiene por más que a ratos lo intuya. Peor aún, desconoce el peso de la camiseta, el impulso que da una grada agradecida que responde al esfuerzo y el compromiso con un aliento sin pausa.

El problema es que el adolescente colchonero carece de un padre recto, honesto y sobrio que, desde el palco, le ayude a enmendar sus errores. Éste, por el contrario, parece que está en el bar con los amigotes decidiendo qué van a comprarse con las ganancias de las recalificaciones. Y peor aún, tiene una madraza de infinita bondad y comprensión formada por cincuenta mil socios resignados que aguantan carros y carretas sin dar una reprimenda, sin silbar, sin afear tanto disgusto, sin dejar al niño sin cenar. Y, lo que es peor, sin pedirle al padre que aparezca por casa al menos a poner orden, o a exigirle al púber que se parezca a ese hermano mayor que jugaba en ese mismo campo hace unos años, que no daba disgustos sino alegrías y del que no había que abochornarse los días de fiesta. Por el bien del equipo y sobre todo de la afición, esperemos que este quinceañero géminis se convierta pronto en un tauro hecho y derecho. De lo contrario, pasaremos otro año como los últimos, esto es, de los que hacen gritar a una parte cada vez mayor de la grada eso de “otro año, otro timo”.

martes, 5 de diciembre de 2006

Aún queda mucho, mucho

El Atleti se coló el sábado entre los cuatro primeros por la puerta chica, porque el quinto tenía un partido menos. A día de hoy sigue cuarto y los atléticos de nuevo cuño dan volteretas laterales. Qué triste es que esto sea noticia... pero en fin, es lo que hay. El Atleti no juega bien más que a ratos y demuestra muchas carencias, pero en esta liga tan flojita parece que esto no se penaliza como antes. Recemos.


Un equipo en crisis que inicia los festejos del Centenario con muchas dudas, mala suerte, un entrenador discutido y una grada dividida. El Club entero paga los excesos de su máximo accionista, más ocupado en sus propios intereses que en los de la masa social. Aunque les suene familiar, no es del Atleti de quien hablo esta vez, sino del Betis. Para desgracia de muchos, este mal es cada vez más frecuente en el fútbol patrio, y no sólo cerca del Manzanares sino en Sevilla, Vitoria y algún otro sitio empiezan a conocer las verdaderas consecuencias de la entrada de algunos personajes en las Sociedades Anónimas Deportivas.

En fin, a lo nuestro. Y es que, una vez más, el Atleti sacó esas dos caras de las que alardea este año. El primer tiempo, y más en concreto los primeros veinticinco minutos, el Atleti fué el equipo aseado pero concentrado que echamos de menos. Salió con fuerza y uno empezaba a frotarse los ojos al ver entradas por las bandas con verticalidad y peligro, apoyos lógicos y juego de equipo. Uno, que no cree en los milagros, sabía que más adelante el esfuerzo de los primeros minutos pasaría factura y no tardaría el equipo en echarse atrás, pero mientras el despliegue físico duró intentaba disfrutar de ello, como cuando uno se come un helado al sol. El Atleti parecía un buen equipo y dominaba con autoridad a un Betis desfigurado, posiblemente aturdido por la cancioncita de su Centenario y ese señor de verde que la cantó a voz en grito rodeado de muchos niños. Sin saber aún si iban a jugar al fútbol o a recrear la versión sureña de Sonrisas y Lágrimas, los jugadores del Betis facilitaron desde el principio el juego de los rojiblancos. Rojiblancos al 50%, que el equipo volvió a salir con esa camiseta que parece de escudero medieval, de arlequín circense o de boya marina, todos ellos conceptos muy respetables pero de poco calado en la historia del Atleti.

Marcó Galletti, que es un jugador del que no sabemos bien qué pensar. Está claro que no es un fenómeno, pero a veces hace cosas buenas. Está claro que no es un desastre, pero a veces lo parece. Lo peor es que alterna unas y otras en el mismo partido, en el mismo cuarto de hora e incluso en el mismo contraataque. Coge el balón Galletti y uno no sabe que esperar. Sabe qué no esperar, pero con eso no basta. El sábado no lo hizo mal, pero si no marca el gol me pregunto si las críticas hubieran sido las mismas. Para su alegría y la nuestra, marcó. Pero sobre todo, para su alegría y la nuestra, jugó en el mismo equipo que Leo Franco.

Otra vez, que ya van dos, Leo Franco paró dos penaltis. Ya lo hizo contra el Sevilla y perdimos en casa, y esto es algo muy nuestro. Eso de hacer un partidazo y perder ocurre a veces a jugadores del Atleti, o si no que se lo pregunten a Vieri o Pantic. Pero el sábado hubo suerte porque Leo, ese tipo discreto y cabal que se ha hecho un hueco en el corazón de la grada por eso precisamente, no sólo paró dos penaltis sino que paró también un rechace a bocajarro. Ahí colaboraron los jugadores del Betis, a los que se les intuye el nerviosismo propio de los equipos en mala racha, haciendo remates blanditos y miedosos. El Betis pudo hacer más pero cuando las cosas se tuercen se tuercen del todo, y no fue porque el Atleti hiciera méritos para ganar el partido.

El Atleti mostró su segunda cara de nuevo en el segundo tiempo, echándose atrás de forma algo artera y también algo mezquina, demostrando sentido práctico pero también poca ambición, poca gallardía y poca fe en sí mismo. Para un equipo como el Atleti, tan justito y tan al filo de la navaja, tres puntos valen una barbaridad y la sola idea de poder perderlos se convierte en una pesadilla para el entrenador y los jugadores. Así, cuando el equipo ve que hay una posibilidad remota de perder el botín, lo esconde en un calcetín que a su vez mete en una caja que introduce en el agujero bajo la tabla suelta del parqué. No piensa el Atleti en invertir, en crear riqueza, en hacer más goles, en evitarle a sus aficionados veinte minutos de angustia al final de cada partido. Se echó el Atleti atrás, se fueron Agüero y Torres, salió el trivote y la hinchada colchonera notó en ese momento que ya no le bajaba la cerveza más allá de las amígdalas.

Este es el Atleti de hoy, un equipo algo miedica que se echa atrás y renuncia a noquear al rival groggy para conformarse con ganar a los puntos, aunque la agonía se prolongue y acabe con los dos ojos morados. Lo hizo en el Bernabéu y lo hizo también ayer. No lo hizo bien en Coruña o en casa contra el Zaragoza, y pasó lo que pasó. Visto lo visto, es decir, que el equipo no juega para tirar cohetes pero aún así estamos en la pomada, puede que el entrenador tenga razón. Lo que hace falta es que el equipo progrese, evolucione, que no se quede en esta postura rácana. Esperemos que así sea, pero aún queda mucho, mucho, para que ver partidos del Atleti sea un tranquilo placer dominical.

Un par de apuntes finales. El primero, sobre la sensación agridulce de ganar un partido (con méritos más bien escasos para ello) y con ello poner a Irureta a los pies de los caballos. Irureta es un tipo que me cae simpático por ser como es, por hablar como habla, por haber sido del Atleti y por hablar siempre del Atleti con el cariño del que habla un aficionado de verdad. El segundo apunte es más bien una pregunta. ¿También les pasó ayer a alguno de ustedes que, tras ver el partidazo de Leo Franco y ver el resumen del Levante - Barça, le dió por pensar lo buen tipo que es Molina? Molina, para un servidor uno de los mejores porteros que ha dado este país, es alguien que siempre me ha caido especialmente bien. Nos hizo ser muy felices muchas veces en el Calderón. Mantuvo su característica personalidad siempre, incluso tras ese partido contra Noruega en la Eurocopa, incluso cuando le ficharon a Toni para molestar, incluso cuando le diagnosticaron un cancer que dejó atrás con torería y sin alardes. Un gran tipo Molina, lástima no haberle mantenido en el club unos cuantos años más...

martes, 28 de noviembre de 2006

El sopor vuelve a un estadio sucio

Tras las buenas vibraciones percibidas durante el partido contra el Villarreal y parcialmente contra el Levante, el aficionado colchonero volvió a bostezar y desesperarse en un partido que, a priori, el Atleti debería haber ganado con facilidad. “Las cosas del Atleti”, nos dicen por la calle. “Las cosas de ESTE Atleti”, pensamos algunos.



Salió el Atleti por la escalera del vestuario y los jugadores pensaron que ya habían ganado. Salieron pensando dónde iban a cenar luego, o que el lunes tenían que llevar el coche al taller, o si le habían devuelto las herramientas a su cuñado. Se olvidaron de que enfrente había un equipo en horas bajas pero con ganas de salir del hoyo. Se olvidaron de que en la grada había un montón de gente dispuesta a pasar frío para verles jugar (incluso a sabiendas de que el equipo no es lo que ellos se merecen), dispuesta a animarles (aunque tampoco se lo merezcan muchas veces) y deseando acostarse pensando que el Atleti era cuarto (una meta menor para el Atleti de otros tiempos, para nuestro Atleti). Se olvidaron, y esto es lo más grave, de que aún no han conseguido nada, que no son un equipo consolidado, que no dan el miedo que otros años daban once tipos vestidos con la camiseta rojiblanca que últimamente la empresa que viste al club se entretiene en desfigurar.

El Atleti, ya lo comentamos el día del Villarreal, es un equipo que puede ser medianamente competente en el caso de que todos y cada uno de sus jugadores salgan concentrados, con ganas de ganar y la actitud aguerrida y comprometida que el peso de las rayas impone. Ahora bien, cuando el equipo sale con actitud de play-boy sobrado que entra por la esquina del baile del pueblo con cara de que en un rato tendrá que apartar a las mozas locales a manotazos, le suele pasar lo que a éste: que acaba en el pilón, o en el río, o manteado, o untado de brea y plumas en medio de un campo en barbecho. Así salió el Atleti y los otros mozos del baile, de azul y blanco, menos bronceados que él, en peor situación anímica y con menos fe en sí mismos, hicieron lo que debían hacer. Quedarse atrás, limitarse a bailar los ritmos más fáciles con pocos alardes, y aprovechar la mínima ocasión para acercarse a la morena. La morena, en este caso la defensa del Atleti, se despistó una vez más, el discreto galán se aprovechó y al play-boy rojiblanco se le quedó cara de Manolo Gómez Bur viendo que el guión no se desarrollaba como él había previsto.

El Atleti actual sufre si juega contra un equipo cerrado. Sufre también si sus jugadores no están especialmente inspirados. Sufre en casa, donde siempre encaja el primer gol. Sufre si tiene que construir, y sufre también si tiene que destruir y está pensando en las herramientas del cuñado. Todas estas cosas, cree uno, las deberían saber los jugadores y el entrenador. También deberían saber hacer controles en carrera, pasar con solvencia desde la banda y tirar a puerta con precisión, pero esto resulta más complicado en estos tiempos que corren. Si supieran lo primero, al menos, sabrían también que hay una forma de solucionarlo: correr, apretar los dientes, esforzarse, enseñarse al compañero, mantenerse concentrados, no subestimar al contrario. Pero no. Ni si quiera el haber encontrado el camino hace un par de semanas hace ver la luz a este colectivo gris que cada dos semanas visita ese precioso estadio que quieren convertir en pisos con dos y tres dormitorios, plaza de garaje y trastero. El equipo vive así en el filo de la navaja, y ora se cree grande y empata con el último, ora se da cuenta de lo que hay y gana con autoridad al Villarreal. El sábado jugó en modo play-boy de piscina y si no es por un golpe de suerte injusto para un portero que hizo dos paradones a tiros de Pernía y Antonio López (bastante desdibujados ambos, por cierto), hubiera acabado embreado, emplumado y dentro del pilón, todo junto. Esperemos que aprendan de sus errores y no acabemos la temporada bailando con el cura.

Y, para más INRI, a todo esto asiste el aficionado colchonero sentado sobre un asiento sucio, lleno de agua, cáscaras de pipas, papeles de caramelos y montones de revistas con sonrojantes titulares de portada que ensalzan la gestión de la directiva sin ofrecer ni un solo argumento creíble. La mugre de la grada es tal que a nadie extrañaría que cualquier día los asientos cobrasen vida y participasen en ese debate sobre si Torres vale o no que recorre la grada como un tsunami. Para muestra un botón: la acción conjunta de la rica base orgánica acumulada bajo mi asiento desde los tiempos de Dirceu y de la lluvia de los últimos días ha obrado un milagro. Por el atascado hueco del sumidero del asiento se abren paso el tallo y hojas de una plantita, ejemplo (imagino que no único) de que el sentimiento atlético del que alardea el club ha llegado al reino vegetal. Mi asiento, señores, ha germinado y todos los socios del sector nos hemos comprometido, con un tácito pacto ambiental, a cuidar del nuevo retoño rojiblanco. No sabemos si será un rosal, un girasol, una higuera o un nogal (dado que por más que lo hemos intentado no conseguimos fijar con precisión la dieta llevada por los de nuestro sector en los últimos años) pero tenemos todos claro que dará flores rojiblancas y frutos esféricos.

Según las cuentas del club, presentadas hace poco, el Atleti da beneficios. También figura en las cuentas que se destina una elevada cantidad de dinero a la limpieza del estadio (un millonazo de euros, ni más ni menos), y de esto han hablado los directivos en la prensa. De hecho, la limpieza es uno de los argumentos de peso que la directiva ha empleado para justificar la necesidad del cambio de sede (para que vean ustedes el nivelón de los argumentos). Una pregunta me hago yo… en el Calderón se juegan al año, más o menos, unos 25 partidos, y entre cada uno, por regla general, hay 15 días… Vamos que no son muchos partidos y hay tiempo entre uno y otro… A ver, ¿entre cuántos de mis amigos podríamos limpiar la grada? Yo creo que entre tres o cuatro, vestidos de fregona, dejamos la grada como los chorros del oro. Y por menos de un millón de euros al año, hasta por la mitad… En fin, les dejo, tengo una oferta que presentar en las oficinas del estadio. Es posible que me forre en poco tiempo.

lunes, 6 de noviembre de 2006

Cine rojiblanco de arte y ensayo

Partido Mallorca – Atlético de Madrid el sábado en Son Moix. Tarde lluviosa y gris. Partido comprado en pay per view, varios amigos en torno a un televisión. A los diez minutos, animada conversación sobre el futuro del tripartito catalán. A cinco minutos del final, la pregunta: “¿cómo van?”.



Compra un amigo el partido del Atleti y convoca en su salón a los que solemos ir juntos al campo. La puesta en escena es de lo más atractiva, con sus cervecitas, sus aceitunas y un sofá con aspecto prometedor. Lo malo es el resto. Para empezar, ese equipo vestido de mamarracho que sale por el vestuario con una coloración inverosímil que le hace imposible de reconocer como representante de una institución centenariamente rojiblanca. Sale el Atlético de Madrid, fundado en 1903, y parece un equipo de liga municipal, con camiseta de un color y pantalón prestado por los del equipo vecino y toda la pinta de que el balón es del sobrino del portero. Si el partido del sábado lo vio el presidente de la empresa que viste al equipo ya no le quedarán dudas sobre ese rumor sobre el daltonismo del Director Creativo del Departamento de Diseño Camiseteril. Pero esto no es todo.

Y es que en los últimos tiempos asiste uno al comienzo de un partido del Atleti como el que se dispone a ver una película sueca de finales de los 70 de nombre, es un poner, “La nausea y la nada en Gronjöstrom”. Esto, ya de por sí asombroso, lo es más teniendo en cuenta que el presidente del Club estuvo en su tiempo especializado en comedias ibérico-casposas. Lo que uno espera ante el partido es ver pasar el tiempo sin que pase nada destacable, nada que le saque a uno de la realidad, nada que no le hunda a uno en el pozo del desánimo. El Atleti de hoy, como algunas películas europeas, es tan cotidiano y tan realista que a le impide a uno abstraerse de su propia vida y prestarle la atención que merece: en el fondo son un montón de tipos grises haciendo su trabajo con desgana. Ver el centro del campo rojiblanco manejar el balón recuerda a esos planos interminables y sin música de una olla al fuego echando borbotones, rebosando estofado de reno. La diferencia es que esas películas suelen contar algo aprovechable al final, y la áspera espera mirando ollas humeantes suelen tener una recompensa que no necesariamente tiene el ejercicio de mirar a Luccin correteando en círculo durante minutos y minutos. Eso y, claro está, que el esfuerzo que conlleva declararse aficionado al cine sueco viste mucho en fiestas y exposiciones, mientras que reconocer que uno se traga todos los partidos del Atleti, incluso por la tele, no provoca ningún tipo de admiración entre la intelectualidad, sino más bien un asombro que irrita mucho cuando se acompaña de la tradicional sorna que tan común se ha hecho desde que nos dirige quien nos dirige.

Como en esas películas, el tiempo pasa y pasa y el Atleti no hace nada que la memoria pueda retener, a no ser un fallo clamoroso, o un resbalón sonrojante, o un pelotazo indigno sin posibilidad de repetición o mejora (puro Dogma, oiga). Empujado por este panorama, el espectador pierde el interés y es incapaz de mantener la atención después de los primeros diez minutos de partido. Pasa igual, a otra escala, con las temporadas. El atlético sigue a su equipo los primeros partidos animado por la novedad de los fichajes, por la falsa esperanza del “este año sí”, por la burbuja mediática que eleva a los altares a jugadores de poca monta. Uno sigue con detalle las evoluciones del equipo, no por su juego primoroso o por su épica entrega, sino porque no conoce al rubio que juega por la derecha o porque no reconoce los andares del lateral izquierdo, ni a ninguno de los otros ocho fichajes que cada verano llegan al Calderón sin saber muy bien por qué. Yo creo que si el Atleti fichara jugadores difícilmente reconocibles (esto es, ni muy altos, ni muy calvos, ni muy rubios, ni muy oscuros) el público estaría más interesado durante más jornadas. Porque, una vez almacenada en la memoria la forma de correr de uno y otro, la sensación de película sueca vuelve de inmediato, más aún cuando ya vemos, resignados, al Atleti en la novena posición de la tabla.

Hay sin embargo algunos elementos positivos en este juego desolador. Aturdidos por el sedante estilo del otrora eléctrico y contragolpeador Atlético de Madrid, la afición reunida en torno a los monitores de televisión habla de otras cosas, de sus proyectos profesionales, de las bondades de la mecánica japonesa, de sus problemas de pareja. Es la afición rojiblanca, desde hace unos años, un ejemplo de psicoanálisis espontáneo y colectivo, formada por sujetos que se apoyan y aconsejan en los más profundos problemas cotidianos, desde la falta de comunicación con la parienta al fontanero de tarifa más competitiva.

Adicionalmente, huérfana como está la afición de referencias gloriosas para la memoria (de un regate, de un golazo, de una remontada épica) el espectador pasa su tiempo intentando colocar algunos hitos reconocibles entre la marea de partidos idénticamente soporíferos que venimos soportando desde hace años. Con el Atleti uno tiene la impresión de haber visto el mismo partido una y mil veces. No quedan referencias visuales ni históricas que permitan ubicar un lance, un regate, un tiro a puerta, y los datos se entremezclan en una especie de sopa plurianual en la que emergen de tanto en tanto, como fideos, un gol de Torres, una parada de Leo, una carrera de Perea o un arranque de Maxi. Y poco más. Así, el aficionado busca y rebusca en su memoria para tratar de aclarar cómo se quedó en casa contra el Racing hace tres años, o cuál era el centro del campo en aquel partido contra el Betis del invierno pasado. La tarea es ardua e ingrata, y demanda un esfuerzo mental que sirve divinamente de entrenamiento para las neuronas colchoneras. El resultado es que el desesperado aficionado rojiblanco termina por tener una agilidad mental que le hace resolver un Killer Sudoku como si fuera la adivinanza del “oro parece”.

En esto sale Agüero al campo y uno recobra levemente el interés, despertando del letargo y cortando súbitamente la animada conversación sobre el Plan Hidrológico que enfrenta a los amigos. La sensación es la misma que se tiene durante la película sueca cuando la joven y rubia protagonista, que tras hora y cuarto de film aún no ha pronunciado palabra alguna, parece que va al baño a tomar una ducha: “a ver si por lo menos vemos algo”. Pero sale Agüero y nadie le da el balón, nadie repara en él aunque lo intenta y lo intenta. La sueca se ducha, sí, pero tras una cortina opaca. El partido acaba y no hemos visto nada de nada. La película acaba y no sabe uno si el mensaje es que la vida en Suecia es aburrida o que las rubias son muy pudorosas a la hora de la ducha.

Son ya demasiados partidos iguales, demasiadas películas existencialistas. El Atleti no sabe a lo que juega desde hace demasiado tiempo. Como equipo está perdido. Como institución ha renunciado a sus valores en pos de la luz del pelotazo inmobiliario que se vislumbra al final del túnel. Como afición, está silenciosamente desesperada, sedada por el sambenito impuesto por el marketing del club, estigmatizada por el calificativo de la mejor afición del mundo. En el próximo partido en casa los jugadores saldrán al campo entre nubes de confeti y cánticos atronadores, lo que les permitirá confirmar a los jugadores y a los directivos que, como en las películas suecas de arte y ensayo, en el fondo nunca pasa nada. Que se puede perder en el Calderón, o fuera (esto es, en un estadio rival o en la Peineta), o jugar sin casta, o sin dignidad, o incluso sin rayas en la camiseta porque el público, como en los cines de arte y ensayo, no silbará si la película es un bodrio.

martes, 31 de octubre de 2006

Una vez más...

Domingo 29 de Octubre de 2006. Hacía buen tiempo, se veía a la gente contenta tras diez días de lluvias continuas, las terrazas estaban llenas de aficionados al vermouth y la temperatura era sorprendentemente buena. Al filo de las 23.00, llegó el Atleti y lo echó todo a perder.


Llegaba el Zaragoza, un equipo que funciona y que sugiere buen fútbol. Antes del partido había un ambiente sorprendentemente bueno, que uno achaca al fin del arresto domiciliario que la lluvia ha impuesto a los madrileños durante los últimos días. Más gente de lo esperado, más ruido de lo esperado. El Atleti se jugaba el seguir en la brecha, pero alguien se olvidó de decírselo a los jugadores.

Salió el Atleti al trote por la boca del vestuario y el público estalló en vítores. Así recibía la maternal afición colchonera a los protagonistas del esperpento del pasado martes contra el Levante. Paradojas de la vida: cuando el Atleti era el Atleti, un cero-uno en casa contra un recién ascendido conllevaba sin ningún género de dudas un recibimiento a tomatazos en el siguiente partido como local. Ahora se les recibe con papelitos y volteretas y cualquier día baja una señora y les peina. También los recibieron con unos aplaudidores que una empresa de seguros deja en los asientos cubiertos de mugre para que la hinchada, loca de contenta porque al fin le dan algo gratis, los agite y haga sonar. Para esto ha quedado el estadio, para que el Club haga unos eurillos llenando de papeles los vomitorios, sin que haya nadie que se preocupe de expulsar a los mercaderes del templo. Digo a los mercaderes, porque a los de “Peineta NO” bien que les echan en cuanto sacan la pancarta.

Empezó el Atleti con hasta ocho jugadores defensivos, confiando en Galleti, Torres y Bravo, un novato, para llevar todo el peso del ataque. Precisamente este último fue de lo mejorcito del partido, y creo que gracias a un único factor: tenía ganas de agradar, cosa que no se ve en todos. La grada empujaba, protectora y leal, y el equipo tenía una cierta tensión que invitaba al optimismo. Mucho no jugaban, no, pero tampoco dejaban jugar al Zaragoza. César hacía paradas de mérito y cabriolas exageradas a partes iguales, y sólo por su culpa y por que Luccin remató a la publicidad un balón claro, acabó el primer tiempo en empate.

El segundo tiempo fue otro cantar. El Atleti se fue desfondando (hay jugadores que llegan a los últimos quince minutos sin fuerza alguna) y el Zaragoza, animándose. Para marcar, el Atlético (como cualquier equipo) necesita a alguien que pase el balón a los de arriba y Aguirre parece confiar en Jurado para eso. No sé yo. Salió por Costinha y se desmoronó el armazón del centro del campo. Cuando un jugador como Costinha tiene tanto peso en un esquema, malo. Luccin ocupó su lugar y lo hizo con ese trote sin compromiso tan suyo, Maniche se desfondó finalmente y los jugadores del Zaragoza escucharon desde el banquillo ese grito que tanto nos gusta a algunos: “¡Barra libre!”. Mientras, Torres y Agüero, una vez más, veían de lejos un partido que se jugaba con un balón que nunca vieron de cerca. A tres minutos del final Seitaridis se hace daño… ¿Aprieta los dientes y aguanta hasta el final del partido, aunque duela, como hacían antes los jugadores? ¡No! A la banda a que le den agua del Carmen. La afición se preguntaba si no hubiera sido mejor fichar a un troyano. El resto lo saben ya ustedes. Pifia defensiva, gol de medio rebote del Zaragoza a dos minutos del final, tres puntos que vuelan una vez más, otro nefasto partido en casa y todos con cara de tontos (bueno, no todos).

Los aficionados buscan entonces excusas, una vez más, para este enfermo vestido a rayas al que venimos a ver siempre que hay día de visita. Manido el tema del árbitro, agotadas las excusas de los entrenadores, apurado hasta el poso el tópico de la mala suerte, la hinchada rebusca en pos de algo que pueda justificar el descalabro: que si Leo Franco no salva un punto desde hace tres años, que si Valera sale poco tiempo (las dos las he oído yo, doy fe), que si el aspersor de Indy... Salen incluso nombres del pasado, engendros que turban los recuerdos: los nombres de Richard Núñez, Njegus y hasta Rodolfo Dapena aparecen en boca del irritado abonado. La gente busca y rebusca y sólo encuentra motivos insuficientes, como el que encuentra migas y botones entre los almohadones del sofá cuando lo que en realidad busca es el mando a distancia. Mientras tanto no repara en el verdadero problema que, insolente, se muestra a todos desde el centro del palco, tan ufano. Y ahí sigue, invisible a la masa, ordenando que quiten pancartas, que fichen cortinas de humo, que tasen solares. Y así nos va. Y así nos irá, a este paso.

jueves, 26 de octubre de 2006

Malos negocios, malas ideas


Capítulo Uno: La mala idea

Lo triste de mi mala idea es que vino a sustituir a una buena que había incubado unos días antes. Desde que el Club me envió un sms diciendo que tenía que activar mi abono para pagar "sólo" unos cuantos euros para ver un partido de dieciseisavos de final de Copa del Rey contra el Levante, para más inri en martes lluvioso, tuve claro que no iba. Y no iba por principios, por no ser partícipe una vez más del timo de esta directiva que cobra a los socios por todo, hasta por entrar en el museo sobre la leyenda que los propios socios, y no los actuales directivos, contribuyeron a forjar. No iba a ir, ofendido por que ya está bien de que no sólo no nos den alegrías sino que encima nos cobren por hacernos pasar un bochorno. No era un tema de dinero, ni de pereza, ni de lluvia, ni de atasco, que de esos hemos pasado muchos. Era un tema, ya lo he dicho, de principios.

Pero hete aquí que ese gen rojiblanco que algunos tenemos y que, dicen, mirado por un microscopio tiene forma de mosca, empezó a rondar mi voluntad con la insistencia de un mariachi... ¿Vas a dejar de ir a un partido del Atleti en casa? ¿y si el Niño y Agüero se salen? ¿y si golean? ¿y la cerveza de antes? ¿y los amigos de la grada?... En pleno debate interno llegó el golpe de gracia: llamada de un amigo que no puede ir al campo los domingos por motivos laborales: que si vas, que cómo que no, que anda no me digas que te has hecho un comodón. Para qué queremos más. Me dirigí al banco más cercano, cambié mis principios por unos cuantos euros y al campo que me fui en medio de una de esas noches que le invitan a uno brindar con caldo de pollo en honor del inventor del gore-tex. Y encima de pago, como un Pepe.

Lo que allí dentro pasó creo que ya lo saben o al menos se lo imaginan. Frío, aburrimiento, lluvia, caras conocidas cuyas miradas se cruzan como diciendo "si no dices nada, yo tampoco diré que te ví aquí", asientos sucísimos e inundados (por cierto, a ver si el Club limpia la grada de vez en cuando) impotencia, desesperación, enfado y dos bolsas de pipas. De fútbol, nada; de garra, nada; de vergüenza, poca; de detalles, alguno de Torres, Agüero y Jurado, aunque insuficientes; de esperanza, cada vez menos. Naturalmente, las desgracias nunca llegan solas y un servidor no sólo venía ya tocado en su ánimo de una junta de vecinos, sino que antes de volver a casa tuvo que sacar su moto entre una multitud de mesas camillas mutiladas y tresillos desahuciados: en efecto, el Ayuntamiento, pertinaz en su cruzada contra el aficionado rojiblanco, organiza en días de partido turnos de recogida de muebles viejos. Vamos que a las obras que rodean el campo le añaden deshechos domésticos. Gracias, oiga.

Un solo rayo de esperanza y decencia: aprovechando quizás la ausencia del personal de seguridad, ocupado en leer las instrucciones del brasero, un grupo de aficionados pudo por fin colgar una pancarta con su opinión, y con la de la inmensa mayoría de la parroquia colchonera: "Peineta NO". Alguien del palco debió verlo y debió exigir a su guardia pretoriana que acabase con ese intolerable ejemplo de libertad de expresión. Aún así, muchos leímos lo que pensamos precisamente allí donde hay que decirlo, aunque no lo permitan.

Capítulo Dos: El mal negocio

Ayer se puede decir que hice un mal negocio. Me gasté una buena cantidad de dinero en un espectáculo lamentable, que vi sentado sobre un asiento sucio. Pasé frío, me mojé y además me dejaron claro que en ese estadio que yo y mis amigos, familiares y correligionarios hemos pagado durante años con nuestras cuotas de socio no se nos permite decir lo que pensamos. El equipo perdió contra un equipo ramplón (con todos los respetos) y mis esperanzas en al menos una final de Copa digna se desvanecieron por un sumidero lleno de cáscaras de pipa que datan de antes del Doblete.

Y, fíjense, esto no me importó, por la sencilla razón de que no mido mi participación en la trayectoria del Atleti en términos de rentabilidad. Voy al fútbol porque me gusta (o me gustaba), porque siento cosas, porque llevo haciéndolo desde hace muchos años y lo llevo dentro. No es el primer miércoles lluvioso con disgusto rojiblanco añadido, no es el primer constipado post-derrota. He gastado mucho dinero en temporadas aciagas, he perdido mucho tiempo en viajes para ver un partido malo. Pero daba igual, era el Atleti, eran mis amigos los que venían conmigo, era mi abuelo el que se alegraba si ganábamos.

Ayer las cosas fueron un poco distintas. Mientras veía el soporífero segundo tiempo y recordaba cómo eran las cosas antes de la Primera Glaciación o período Gilásico, pensaba en la paradoja que supone que este Club que tan dentro llevamos los que no lo medimos en términos de negocio sea propiedad, al menos nominal, de gente que precisamente sólo lo mide en esos términos. Que esté a merced de unos directivos dispuestos a privar al equipo del apoyo de la grada por recolectar unos míseros euros, por unas pocas entradas. Dispuestos a irritar y ofender a los socios, a tirar un torneo tan bonito como la Copa y a sembrar de dudas un proyecto deportivo por treinta monedas. Mientras por nuestra cabeza pasan las sensaciones encontradas de tantos años en rojo y blanco, por las suyas sólo pasa el rojo del ladrillo, el negro de la tinta de la valoración del solar sobre el que se encuentra el Estadio Vicente Calderón.

miércoles, 4 de octubre de 2006

Reflexiones sobre un post-derbi paradójico

El domingo vio un servidor un partido de fútbol y a partir del lunes lo único que vio fueron montones de árboles tapando un bosque. El fútbol, algo sencillo, se convierte a veces en algo complicado y artificioso; normalmente es así cuando conviene desviar la atención...



Miércoles, tres días después del Atleti-Madrid. Tras dos jornadas en las que ha sido necesario apartar la maleza informativa a golpe de machete, consigo volver a ver claro lo que tan claro me pareció el domingo. Hasta hoy les reconozco que, con tanta seguridad como destilan ciertos medios a la hora de valorar la realidad, uno había llegado a dudar si había visto otro partido, o si se había equivocado de gafas, o si se le había olvidado lo poco que sabe de este deporte que muchos llaman furgo. Hoy, recobrada la seguridad en mí mismo y convencido de que sigo con las mismas dioptrías, les expongo, por partes, cómo vio un servidor lo del domingo. Y les anticipo que lo vi bien…

El partido. A mi me gustó. Hacía tiempo que los derbis no acababan a los diez minutos por una expulsión o un penalti, o esa sensación tenía yo últimamente. Éste fue un partido de 90 minutos, con un buen Atleti que recordaba al equipo de los años en que éramos un club de fútbol y no el nombre comercial de una empresa mal gestionada. Ahora hay mejores futbolistas y un entrenador con criterio, y, claro, las cosas van mejor.¡Fíjense qué fácil era! Bastaba con comprar jugadores medio buenos, aunque no dejaran excesivas comisiones, para que el equipo mejorara… ¿habrán tomado nota los que se sientan en el palco? ¿sacarán alguna conclusión? ¿les conviene hacerlo?... esto... ¿¿verían el partido??

Las crónicas. Cree un servidor que con algo de puntería y fortuna, el Atleti habría ganado merecidamente y con algo de holgura. Esto no me había quedado claro hasta que decidí ser fiel a mi sentido de la vista. En efecto, en las crónicas de los lunes y en los desayunos de las oficinas no se hablaba de que van Nistelrooy no está en su mejor momento, ni de que Diarra y Emerson se quedaron en poco ante Luccin (que no es una de mis debilidades, oiga) y Maniche, ni de que Sergio Ramos demostró estar verde en algunos aspectos del juego. Tampoco se hablaba de que a Capello le habían dado un baño táctico, ni de que el Atleti había sido mejor en todas las líneas. Se hablaba, eso sí, de que Torres es un teatrero que dejó al Madrid con diez, de que frieron a patadas a Guti, y de que Raúl se reivindicó. Caramba.

Capello. Fiel a la escuela italiana, ésa según la cual el mismo que te pega una patada luego se tira al suelo y pide una amarilla, Capello apartó las miradas de la corbata a juego con sus gafas de montura azul diciendo que Torres es un tramposo. Torres contestó la mar de bien, cree un servidor, y la prensa no se tomó a bien la maniobra del italiano (aunque les dio un titular estupendo) y se vio forzado a rectificar. ¿Pediría perdón por lo dicho? No exactamente. Esta vez buscó otro blanco móvil que alejara los venablos. La culpa era del de al lado, que le chivó la palabra “tramposo”, que él desconoce. Capello, que ha vivido año y pico en España y viene a menudo, que se dedica al fútbol y que ha sido entrenador del Madrid, declara desconocer el significado de la palabra “tramposo”. No sé en sus casas, pero aquí no cuela. Eso sí, sobre que su equipo no jugó excesivamente bien o que Aguirre pudo con él a la hora de plantear el partido, ná de ná .

Raúl. En medio de la polémica nacida de la decisión de un seleccionador con pasado rojiblanco, Raúl metió un gol y, según dicen las crónicas, “se reivindicó”. Esto no lo entiende muy bien el que suscribe. Raúl tocó pocos balones, no jugó muy allá, y metió un gol en su única acción de peligro gracias en parte a un fallo defensivo clamoroso. Era su primer gol en muchos meses, y aún así se señaló el número y el nombre con un gesto bravucón al que la grada blanca respondió con alborozo, como si hubiera hecho una faena memorable. A esto le llama la prensa “reivindicarse”. Si esto mismo lo hace Salva Ballesta, con todos los respetos y salvando las clarísimas distancias, el verbo usado no hubiera sido el mismo, creo yo. En fin. También la afición blanca recibió al hace poco vilipendiado Ronaldo como si viniera el mismísimo Papá Noel. Cosas que ocurren en estos partidos, imagino.

Agüero. “Salió Agüero y falló un gol”, se oye en los bares. Y es verdad. Eso sí, antes había tirado otra vez a puerta y casi entra, le habían hecho cuatro faltas y había protegido varios balones, sin excesivos problemas, ante Cannavaro, mejor jugador del pasado mundial. Dio al equipo profundidad y verticalidad, y no se arrugó, pese a sus 18 años. En veinte minutos dejó claro que su juego no puede resumirse con un fallo, por otra parte imperdonable.

Torres. Y para el final, Torres, como en las comidas que acaban con brandy. Brama la prensa cuando habla de Torres: "mira que es malo, mira que hace poco contra el Madrid, mira que falla goles, mira que es teatrero..." El otro día no jugó como acostumbra, es verdad. No marcó y no hizo malabares, que es lo que de él se exige, ¡faltaría más! Sin embargo, hizo un partido mucho más completo que cualquiera de los delanteros del Madrid de los que la prensa no habla: dio al menos tres balones claros de gol y dejó al Madrid con uno menos. Exageró una caída y el resultado fue la expulsión de Sergio Ramos, el Madrid quedó con diez y el futuro apareció de repente más limpio. Cuando esto lo hace otro, el reivindicativo sin ir más lejos, la prensa dice que es “el más listo de la clase”, pero si lo hace Torres es porque es un tramposo. En fin. Curiosamente el único que ha dicho algo cabal al respecto ha sido el propio Sergio Ramos, quitándole hierro al asunto y posiblemente consciente de que él mismo se metió en el problema haciendo una mano absurda minutos antes. Algunos siguen esperando que llegue Torres. Mientras, otros vemos que llegó hace tiempo. Cuestión de opiniones.

viernes, 13 de enero de 2006

Pero… ¿la culpa es de Bianchi?

Una vez más, el Atleti se deshace de un entrenador sin que éste haya tenido el tiempo suficiente para demostrar su idoneidad para sacar al equipo del pozo en el que mora. Ahora, el defenestrado es Bianchi, un entrenador de relumbrón. Pero… ¿es esta la solución a los problemas de los colchoneros?


Vaya por delante que uno se declaró en su momento muy ilusionado con la llegada de Bianchi. Y vaya también por delante que las expectativas que uno tenía no se han visto colmadas ni de lejos en este primer tramo de liga. Esperábamos un salvador y la realidad ha demostrado que las cosas no cambian de la noche a la mañana. Vinieron algunos jugadores que parecían interesantes, tras la inversión más alta de los últimos años. Se veía que faltaba un medio centro de garantías, que Gabi podría no estar suficientemente maduro para la misión que se le encomendaba, que la plantilla estaba descompensada… pero confiábamos en que el Virrey consiguiera suplir con su talento las carencias del proyecto. Lamentablemente, hasta ahora no venía siendo así: el equipo jugaba fatal, tan mal como otros años; los jugadores parecían tan poco comprometidos con el equipo como antaño; no había fuerza, ni casta, ni ganas, ni talento en puestos claves. El Atleti era, en fin, lo que lamentablemente ha venido siendo estos últimos años: un mal equipo de fútbol.

¿La solución adoptada por la directiva? ¿Reforzar la plantilla? ¿Asegurar un proyecto, confirmando en su puesto a los elegidos por ellos mismos hace pocos meses? No. Cesar, una vez más, a un entrenador. En estas fechas la prensa suele sacar alborozada las listas de entrenadores despedidos durante la era Gil. Algunos compañeros con más paciencia y mejor vista que yo me confirman lo que me temía: cuarenta y tantos. Cuarenta y tantos en dieciocho años. No sé yo si habrá un club en el mundo que nos pueda hacer sombra en este ridículo record, pero seguro que si lo hay no es campeón de Europa año sí y año también. Ahora hablan de Aguirre, un técnico que lleva 4 años en un equipo y que ha tenido que salvar varios match balls para tener el equipo que quiere y donde quiere. ¿Por qué se fija el Atleti en un entrenador que ha necesitado el tiempo que no está dispuesto a darle?

Pues, según parece, debe ser para acallar a la masa social de la entidad. Se habla de fichar un entrenador conocido como se dispensa un analgésico a un enfermo terminal. Se evita afrontar un problema serio dando una aparente solución a cortísimo plazo. No es nuevo: cada año nos obsequian con raciones de fichajes-ficción de fulminante efecto sedante: Riquelme, E'too, Mascherano, Rosicky… nombres de peso que nunca llegarán al Calderón. Raciones de falso optimismo que la afición consume compulsivamente, forzada por la prensa deportiva que hace el juego al Club, empujando la información garganta abajo del aficionado como si fuera un pato llamado a hacer foie grass del bueno.

Desde que los actuales propietarios se hicieron con el club el Atleti vaga por la liga (a veces perdiendo la categoría) sin dirección técnica ni proyecto deportivo que merezca credibilidad alguna. Han cambiado los jugadores (da vértigo mirar a las plantillas de hace tres o cuatro años: apenas quedan jugadores de esas plantillas hoy en día), han cambiado los entrenadores y el equipo sigue igual, es decir, fatal. Los jugadores que valen no duran, parece que tampoco los entrenadores… ¿no será precisamente ese el problema?

Y es que, también en lo deportivo, la directiva está demostrando ser un problemón para la entidad. No les vale con una calamitosa gestión económica ni con haber confundido, sedado y finalmente desmoralizado a una afición tan entusiasta. También están acabando a marchas forzadas con el prestigio deportivo del club, gracias a gestos y fichajes más relacionados con salvar su propia imagen y generar jugosas comisiones que con la formación de un equipo de garantías. Lo asombroso es que, tras casi veinte años de desatinos, la afición siga sin identificar la verdadera raíz del problema y siga pidiendo en masa (o no tan en masa) la cabeza del mensajero. La terapia de choque del equipo sufridor, sin suerte pero de seguidores iluminados por un don cuasi-divino resignados a su suerte parece que por fin tiene el resultado que esperaba la maquinaria de marketing que la urdió.

Una paradoja se plantea en este punto. ¿No les resulta curioso que la directiva haga inmediato caso a la afición cuando piden que se eche a Bianchi, apuntando presta con el pulgar hacia abajo entre vítores del populacho? Sobre todo porque cuando la misma afición pide con igual vehemencia que no se venda el estadio o que cambie de propietario el club, la sordera parece invadir el palco&hellip. Curioso, ¿no creen?

En fin, y digo yo, por resumir… por mal que lo haya hecho Bianchi… ¿quién creen que merece más una oportunidad? ¿un técnico de reconocida trayectoria tras sólo cuatro meses al frente de un equipo que él no diseñó? ¿o bien una directiva que ha demostrado su ineficacia durante la friolera de casi veinte años? Yo lo tengo bastante claro. Y espero equivocarme de plano, pero mal veo los próximos meses para el que fuera tercer equipo de España. Y que conste que nada me alegraría más que tener que rectificar.