Llegaba el Atleti a casa con
la posibilidad de recortar tres puntos al líder y seguir con la racha de
victorias. Llegaba también el Levante, equipo incómodo y experimentado, que
hacía al aficionado encarar el partido con una ceja levantada y cara de no
fiarse. Y el Atleti salió serio, jugó serio y se fue a dormir serio pero con media
sonrisilla.
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El mítico frío
húmedo del Calderón hace que la parroquia rojiblanca, que ya sabe que los
últimos minutos del segundo tiempo pueden ser una tortura para las rodillas y
la punta de la nariz, se abrigue con mimo de abuela burgalesa y depurada
técnica de nativo inuit. Antes, cuando
en el Calderón un señor vendía café de termo y copitas de coñac y el fútbol se
jugaba en horarios respetables, el temporal se capeaba más bien que mal. Ahora,
zarandeados los horarios gracias a las televisiones y prohibido el alcohol
reparador en las gradas gracias a hooligans y zopencos varios, la supervivencia
depende únicamente de la experiencia, conocimiento y equipamiento térmico del espectador.
A estas alturas,
el aficionado colchonero lleva años pasando inviernos al raso al lado del río y
sabe bien que caloría que pierde, caloría que no recupera si no es en un bar a
fuerza de caldo de puchero y vino tinto. El aficionado sabe bien que es el
tramo final de los partidos cuando se decide el resultado, cuando se determina
si gana el resfriado o la salud de hierro, si la punta de nariz congelada vence
al forro polar o si el pie helado claudica definitivamente ante una semana de
aspirina y carraspera. Abrigarse más de la cuenta es casi imposible en la grada
del Manzanares, que en noche de invierno siempre desafía hasta al tejido técnico
de ultimísima generación. Nunca es suficiente para ese frío húmedo manzanareño
que se mete dentro por las costuras de los abrigos y se queda ahí toda la
noche, incluso ya en casa y bajo un edredón de pluma de pato sueco: buenas
noches, soy el frío del Manzanares, hijo y nieto de insignes frigorías, y aquí
me quedo, oiga, ya puede Vd tomar sopa y aspirina que de aquí no me muevo,
instaladito en su cuerpo me quedo yo, tan contento. Incluso si se echa Vd
muchas mantas y se pone pijama de felpa y rebeca para dormir, seguiré aquí dentro
unos días, quizás por todas partes, quizás arrinconado hasta mi último refugio,
el último bastión desde el que ejercer mi maligna tarea resfriadora: los dedos
de los pies.
Abrigarse para el
fútbol tiene su técnica y su medida. Científicos, meteorólogos y dependientes
de tiendas de géneros de punto reunidos en solemnes congresos albergados en
locales climatizados recomiendan un aislamiento térmico por capas, consistente
en un mínimo de tres y un máximo de cinco estratos textiles sobrepuestos que se
puedan ir cerrando, de dentro a fuera y con cremallera, a medida que avanza la
noche. Sólo así se consigue evitar el sofocón de los primeros momentos,
asegurando a la vez el aislamiento suficiente durante el último tramo de
partido, el que de verdad constipa. Expertos de países lluviosos recomiendan también llevar capa de agua para
las noches que amenazan lluvia, no tanto para protegerse de la misma sino
porque la sola presencia de la capa de agua tiene un efecto espantador de las
borrascas, de forma que el aficionado tiene muchas menos probabilidades de
sufrir un aguacero cuando carga desde casa con una mochila llena de
chubasqueros, capas, pantalones impermeables y paraguas que cuando no lleva
nada de eso y sale a cuerpo gentil con abriguito de entretiempo, como Gracita
Morales. En este último caso, cuando el aficionado no dispone de nada
impermeable con lo que protegerse y confía en el cielo raso y un viento amable,
es casi seguro que caerá sobre el estadio una manta de agua como aquella del
partido contra el Athletic de Bilbao (y no esa lluvia – spray de ayer) que
acabe con el aficionado empapado hasta el punto culminante de la
irrigación-en-grada, hasta el punto sin retorno del empapamiento resfriador,
hasta el clímax del asopamiento: la gota que entra por el cogote y recorre la
médula espinal, en dirección a territorios normalmente a salvo de las
inclemencias, la llamada gota espaldera o cogotera, o incluso, en algunos
círculos, la puta gota. La gota
espaldera, terror de los proclives al resfriado, azote de griposos y martillo
de hombres blandengues acostumbrados a estadios con calefacción y speaker, es a
la inclemencia tribunera lo que Indy al colectivo de mascotas infames.
El aislamiento
térmico tiene un punto de fricción claro con la estética y la moda en el caso
de los señores, sobre todo los señores con gafas: la cabeza. No es fácil
encontrar el equilibrio entre la dignidad y la coronilla abrigada a ciertas
alturas de la vida. Hay quien se cubre el cráneo con estilosa gorra de tweed,
pero le quedan las orejas al aire y acaba con ellas de color morado intenso y
sensibilidad nula. Hay quien lleva gorro con forro de piel y orejeras de
cazador de patos de Minnesota o de teniente ruso en el frente siberiano, pero
estos lo tienen complicado para escapar a los chistes de medio fondo y gran
parte de tribuna y grada. Hay quien usa la capucha del abrigo para protegerse, pero
a cambio no consigue ver más allá de lo que tiene delante, y cada vez que
quiere hablar con el vecino se ve obligado a hacer un giro de cuello que puede producirle
un grave esguince cervical. Hay quien lleva elegante sombrero tirolés con pluma
de faisán y todo, pero cuando se gira hace cosquillas en la nariz al aficionado
de detrás y corre el riesgo de llevarse un sopapo. Hay incluso quien se pone
una braga de forro polar cubriendo la cabeza y dejando sólo a la vista la cara,
a la manera del verdugo infantil, emulando a Marty Feldman en El Jovencito
Frankenstein y perdiendo toda dignidad. Hay incluso quien confía en su pelazo
cano para hacer frente al frío polar y no le va mal, oiga.
Hay todo eso, y
hay aún más, oiga, hay quien confía en una prenda-trampa: el gorrito de lana.
El gorrito de lana queda muy bien a los modelos de las revistas, que lo
combinan con pea coat azul marino, jersey de cuello vuelto la mar de bien
puesto y un petate militar y anima así al pueblo confiado a hacer lo mismo, sin
éxito. El gorrito de lana favorece también mucho a los reclusos de las cárceles
americanas, que lo usan para hacer pesas, y también le queda bien, como todo, a
las chicas guapas. Pero todo esto es una trampa cotidiana, y no hay más que ver
que el mismo gorro con pompón que le da aspecto juvenil y pizpireto a una chica
morenita confiere aspecto de tonto de pueblo cuando se lo pone con la mejor
intención un señor de Valladolid. El gorrito de lana, además, puede llevarse de
varias formas, todas ellas altamente desfavorecedoras: hay quien lleva gorro de lana de copa, alto y vertical,
adquiriendo aspecto de gnomo, y hay quien se lo enrosca a la cabeza hasta la
altura de las cejas, lo que resulta especialmente cómico cuando el portador
lleva gafas. Hay quien se lo baja hasta las orejas pero deja a la intemperie
los lóbulos de las mismas, dando un aspecto ridículo al usuario, que parece
llevar dos pendientes de carne helada después de un rato al relente, y hay quien
se tapa la oreja entera, con lo que está calentito pero no oye nada, lo que
únicamente es recomendable cuando al lado le toca a uno un señor con un bombo
de peña de animación o un aficionado exaltado de esos que llaman hioputa a todo
el que pasa por su campo visual.
Un humilde consejo
pues desde estas líneas: señores de mediana edad, sobre todo aquellos con gafas
de párroco, como el que suscribe: eviten Vds el gorrito de lana, oigan.
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Cosas que pensamos que nunca diríamos
El Atleti ganó
con solvencia y casi con tranquilidad al Levante. Se esperaba más del Levante,
la verdad, que se limitó a crear una maraña de centrocampistas y dejar un único
jugador, Martins, a ver si cogía un balón despistado y metía un gol. Como
contra el Betis, el Atleti hizo un primer tiempo avasallador y dominante,
moviendo a empujones a un rival que no sabía muy bien qué hacer ante la
avalancha. Se diría que el Atleti dominador de los últimos partidos desquicia
al rival hasta el punto, como ayer, de ver cómo sancionaban a un jugador por
perder tiempo al ir perdiendo dos cero. El Atleti tira de potencia y seriedad,
de oficio y ganas para hacer fácil o al menos asequible lo que hace unos meses
era un problema supino, casi una garantía de derrape. El Atleti ha cambiado
mucho, muchísimo en los últimos meses, desde que Simeone se hizo cargo del
equipo y una leve mirada atrás hace darse cuenta de lo asombroso que resulta el
momento actual si se compara con aquél de no hace tanto tiempo. Porque, a estas
alturas de la temporada, decimos con naturalidad muchas cosas que hace pocos
meses nunca pensamos que llegaríamos a decir.
Si hace un año
más o menos nos dicen no ya que el equipo iba a ir segundo en liga e imbatido
en casa, sino que la defensa y en especial los centrales iban a estar jugando a
un nivel altísimo, no lo habríamos creído. Hace no tanto tiempo nos habría
resultado imposible pensar en Miranda de capo de la defensa, siempre bien
colocado y sacando por alto y por bajo la mayoría de los ataques rivales, ni en
los sobrios y seguros partidos de Godín, tan alocado e impreciso hace unos
meses como fiable ahora. Tampoco habríamos creído hace unos meses que Filipe
Luis se iba a convertir en una pieza clave no ya de la defensa sino del ataque
del Atleti, que casi siempre sale por su banda y busca el lado derecho cuando
ha hecho bascular a todo el equipo rival hacia el lado en el que Filipe Luis aporta
una profundidad y una codicia que hace no tantos meses nos parecían ciencia
ficción. Hace unos meses quizás habríamos esperado que Juanfran siguiera con su
proyección meteórica en su carrera como lateral, pero lo que ahora, en momentos
de horas bajas de Juanfran (despistado desde aquél fallo con la selección), lo
que realmente nos asombra es que haya salido un lateral jovencito del filial y
lo haya hecho tan bien como Manquillo ayer, brillante en su movimiento en el
primer gol y notable todo el partido.
Hace un año
teníamos más o menos claro que Courtois era un buen portero con madera de gran
portero en cuanto limara algunos errores propios de su corta edad y corta
experiencia. Pero hace unas semanas empezamos a dudar de si Courtois tenía el
recorrido que apuntaba, viendo que no mejoraba al ritmo esperado, viendo que
quizás se achicara en partidos grandes o que no usaba su poderío físico para
imponerse por alto en el área pequeña. Y cuando empezamos a dudar más en serio,
llegó el partido del Betis del pasado jueves y vimos cómo Courtois, que había
sembrado dudas, hizo un partidazo con varias paradas de muchísimo mérito que
ayudaron al equipo a ir a Sevilla con un resultado muy favorable.
Hace año y medio
nos asombramos viendo el partido de Mario en Bucarest, y desde entonces nos
fuimos asombrando cada vez menos, viendo que finalmente Mario había encontrado
su lugar en el equipo. En esos momentos no podríamos haber imaginado que,
cuando más vital parecía Mario, Tiago iba a recuperar la titularidad y, para
asombro de muchos (entre los que se encuentra el que suscribe), cuajar varios
partidos serios y de peso, como los últimos.
También nos asombró el peso que iba cogiendo Gabi partido a partido,
hasta convertirse hoy en día en un fijo en la alineación titular, encargado de
insuflar al equipo la personalidad y la energía de la que en el pasado, en este
mismo equipo, le achacamos carecer. Gabi ejerce de pulmón y motor, de
recuperador y lanzador, y todo ello lo hace a pesar de algunas lagunas técnicas
compensadas por una entrega total y una concentración constante que le convierte,
para asombro de muchos, en un capitán del Atleti como la copa de un pino, muy
por encima de predecesores en el puesto con más relumbrón como jugadores y
menos huella en el equipo.
Si hace unos
meses nos llegan a preguntar por Koke, muchos habríamos contestado que teníamos
dudas sobre su futuro. Que era joven, sí, que jugaba bien con los equipos inferiores
de la selección española, pero que no acababa de encontrar su sitio, de saber
si estaba más cómodo en el doble pivote o por delante del medio centro, si
echado a una banda o más por el centro. De Koke esperábamos mucho y hace unos
meses parecía que no iba a responder a nuestra confianza como nos hubiera
gustado; y sin embargo, ahora uno ve a Koke y ve un jugador completísimo, capaz
de cubrir mucho campo y sacrificarse en defensa, de sacar el balón jugado y
tener olfato para hacer sangre desde la línea de tres cuartos, de convertir
cada falta y cada córner en una ocasión de gol. Aún mejor, Koke marcó ayer un
golazo que tiene doble mérito porque empezó el partido fallando todos y cada
uno de sus pases largos, lo que no le impidió seguir concentrado y porfiando
hasta marcar un gol importantísimo, el gol que dejaba claro que el Atleti iba a
recortarle tres puntos al líder.
Hace tiempo,
cuando llegó Arda Turan al equipo, no teníamos claro si iba a encajar su fútbol
de talento y siesta en este equipo tan poco brillante. Con el tiempo Arda se
fue haciendo cada vez más importante, alternando grandes partidos con caídas cómicas,
gorros imposibles con regates de alto copete y brega con calidad. Arda Turan
fue creciendo y creciendo y la grada del Calderón ayudó a ese crecimiento con
una entrega poco común. Turan creció y creció y su ego, alimentado con kebabs y
consejos de agentes, creció hasta ser más voluminoso aún que la melena rizada
de su propietario y éste dijo aquello de que quería irse a un equipo con
posibilidad de ganar la Champions. Nunca habríamos imaginado un derrape de ese
calibre de alguien que es mucho más gracias a que llegó donde llegó en el
momento que llegó, nunca nos podíamos haber imaginado una torpeza en tan mal
momento. Turan, ojito derecho de la hinchada que ya no lo es tanto, tiene unos
meses por delante para recobrar la cordura y la vista; esperemos que así sea.
Hace unos meses
Adrián encandilaba a la grada con cambios de ritmo explosivos, desmarques
inteligentes y golazos de calendario. Meses después no podríamos imaginar que
ese jugador imaginativo, imprevisible y generoso se iba a convertir en un tipo
desorientado, impreciso y en busca de sí mismo. Tampoco podríamos imaginar, no
ya hace meses sino hace semanas, que Diego Costa, ese jugador en su momento
indefinible y desesperante, marrullero y descentrado, se iba a convertir en un
jugador desequilibrante, peleón y fundamental a la hora de hacer hueco a los
compañeros, pelearse con los centrales, abrir defensas cerradas y crear
filigranas dentro del área pequeña. Tan asombroso nos parece eso como que ante
la lesión de Falcao y sus últimos partidos, flojos a pesar de los goles
cosechados, la sensación de la grada no sea la de pánico, abatimiento o
resignación. Lesionado Falcao, la grada entiende que estando Diego Costa,
Adrián y Raúl García para copar posiciones de ataque el mal es mucho menor. Porque
si hace unos meses, en medio de silbidos injustos y exagerados hacia Raúl
García, nos dicen que éste pasaría a ser un jugador importantísimo para dar el
relevo a centrocampistas y delanteros, respetado aunque no venerado en la
grada, habríamos pensado que estábamos de broma.
PD: en mi vida he
tenido tres motos, las tres con nombre de jugador del Atleti, Marina, Molina y
Reina. La cuarta, si llega, probablemente se llame Cebolla.