Partido Mallorca – Atlético de Madrid el sábado en Son Moix. Tarde lluviosa y gris. Partido comprado en pay per view, varios amigos en torno a un televisión. A los diez minutos, animada conversación sobre el futuro del tripartito catalán. A cinco minutos del final, la pregunta: “¿cómo van?”.
Compra un amigo el partido del Atleti y convoca en su salón a los que solemos ir juntos al campo. La puesta en escena es de lo más atractiva, con sus cervecitas, sus aceitunas y un sofá con aspecto prometedor. Lo malo es el resto. Para empezar, ese equipo vestido de mamarracho que sale por el vestuario con una coloración inverosímil que le hace imposible de reconocer como representante de una institución centenariamente rojiblanca. Sale el Atlético de Madrid, fundado en 1903, y parece un equipo de liga municipal, con camiseta de un color y pantalón prestado por los del equipo vecino y toda la pinta de que el balón es del sobrino del portero. Si el partido del sábado lo vio el presidente de la empresa que viste al equipo ya no le quedarán dudas sobre ese rumor sobre el daltonismo del Director Creativo del Departamento de Diseño Camiseteril. Pero esto no es todo.
Y es que en los últimos tiempos asiste uno al comienzo de un partido del Atleti como el que se dispone a ver una película sueca de finales de los 70 de nombre, es un poner, “La nausea y la nada en Gronjöstrom”. Esto, ya de por sí asombroso, lo es más teniendo en cuenta que el presidente del Club estuvo en su tiempo especializado en comedias ibérico-casposas. Lo que uno espera ante el partido es ver pasar el tiempo sin que pase nada destacable, nada que le saque a uno de la realidad, nada que no le hunda a uno en el pozo del desánimo. El Atleti de hoy, como algunas películas europeas, es tan cotidiano y tan realista que a le impide a uno abstraerse de su propia vida y prestarle la atención que merece: en el fondo son un montón de tipos grises haciendo su trabajo con desgana. Ver el centro del campo rojiblanco manejar el balón recuerda a esos planos interminables y sin música de una olla al fuego echando borbotones, rebosando estofado de reno. La diferencia es que esas películas suelen contar algo aprovechable al final, y la áspera espera mirando ollas humeantes suelen tener una recompensa que no necesariamente tiene el ejercicio de mirar a Luccin correteando en círculo durante minutos y minutos. Eso y, claro está, que el esfuerzo que conlleva declararse aficionado al cine sueco viste mucho en fiestas y exposiciones, mientras que reconocer que uno se traga todos los partidos del Atleti, incluso por la tele, no provoca ningún tipo de admiración entre la intelectualidad, sino más bien un asombro que irrita mucho cuando se acompaña de la tradicional sorna que tan común se ha hecho desde que nos dirige quien nos dirige.
Como en esas películas, el tiempo pasa y pasa y el Atleti no hace nada que la memoria pueda retener, a no ser un fallo clamoroso, o un resbalón sonrojante, o un pelotazo indigno sin posibilidad de repetición o mejora (puro Dogma, oiga). Empujado por este panorama, el espectador pierde el interés y es incapaz de mantener la atención después de los primeros diez minutos de partido. Pasa igual, a otra escala, con las temporadas. El atlético sigue a su equipo los primeros partidos animado por la novedad de los fichajes, por la falsa esperanza del “este año sí”, por la burbuja mediática que eleva a los altares a jugadores de poca monta. Uno sigue con detalle las evoluciones del equipo, no por su juego primoroso o por su épica entrega, sino porque no conoce al rubio que juega por la derecha o porque no reconoce los andares del lateral izquierdo, ni a ninguno de los otros ocho fichajes que cada verano llegan al Calderón sin saber muy bien por qué. Yo creo que si el Atleti fichara jugadores difícilmente reconocibles (esto es, ni muy altos, ni muy calvos, ni muy rubios, ni muy oscuros) el público estaría más interesado durante más jornadas. Porque, una vez almacenada en la memoria la forma de correr de uno y otro, la sensación de película sueca vuelve de inmediato, más aún cuando ya vemos, resignados, al Atleti en la novena posición de la tabla.
Hay sin embargo algunos elementos positivos en este juego desolador. Aturdidos por el sedante estilo del otrora eléctrico y contragolpeador Atlético de Madrid, la afición reunida en torno a los monitores de televisión habla de otras cosas, de sus proyectos profesionales, de las bondades de la mecánica japonesa, de sus problemas de pareja. Es la afición rojiblanca, desde hace unos años, un ejemplo de psicoanálisis espontáneo y colectivo, formada por sujetos que se apoyan y aconsejan en los más profundos problemas cotidianos, desde la falta de comunicación con la parienta al fontanero de tarifa más competitiva.
Adicionalmente, huérfana como está la afición de referencias gloriosas para la memoria (de un regate, de un golazo, de una remontada épica) el espectador pasa su tiempo intentando colocar algunos hitos reconocibles entre la marea de partidos idénticamente soporíferos que venimos soportando desde hace años. Con el Atleti uno tiene la impresión de haber visto el mismo partido una y mil veces. No quedan referencias visuales ni históricas que permitan ubicar un lance, un regate, un tiro a puerta, y los datos se entremezclan en una especie de sopa plurianual en la que emergen de tanto en tanto, como fideos, un gol de Torres, una parada de Leo, una carrera de Perea o un arranque de Maxi. Y poco más. Así, el aficionado busca y rebusca en su memoria para tratar de aclarar cómo se quedó en casa contra el Racing hace tres años, o cuál era el centro del campo en aquel partido contra el Betis del invierno pasado. La tarea es ardua e ingrata, y demanda un esfuerzo mental que sirve divinamente de entrenamiento para las neuronas colchoneras. El resultado es que el desesperado aficionado rojiblanco termina por tener una agilidad mental que le hace resolver un Killer Sudoku como si fuera la adivinanza del “oro parece”.
En esto sale Agüero al campo y uno recobra levemente el interés, despertando del letargo y cortando súbitamente la animada conversación sobre el Plan Hidrológico que enfrenta a los amigos. La sensación es la misma que se tiene durante la película sueca cuando la joven y rubia protagonista, que tras hora y cuarto de film aún no ha pronunciado palabra alguna, parece que va al baño a tomar una ducha: “a ver si por lo menos vemos algo”. Pero sale Agüero y nadie le da el balón, nadie repara en él aunque lo intenta y lo intenta. La sueca se ducha, sí, pero tras una cortina opaca. El partido acaba y no hemos visto nada de nada. La película acaba y no sabe uno si el mensaje es que la vida en Suecia es aburrida o que las rubias son muy pudorosas a la hora de la ducha.
Son ya demasiados partidos iguales, demasiadas películas existencialistas. El Atleti no sabe a lo que juega desde hace demasiado tiempo. Como equipo está perdido. Como institución ha renunciado a sus valores en pos de la luz del pelotazo inmobiliario que se vislumbra al final del túnel. Como afición, está silenciosamente desesperada, sedada por el sambenito impuesto por el marketing del club, estigmatizada por el calificativo de la mejor afición del mundo. En el próximo partido en casa los jugadores saldrán al campo entre nubes de confeti y cánticos atronadores, lo que les permitirá confirmar a los jugadores y a los directivos que, como en las películas suecas de arte y ensayo, en el fondo nunca pasa nada. Que se puede perder en el Calderón, o fuera (esto es, en un estadio rival o en la Peineta), o jugar sin casta, o sin dignidad, o incluso sin rayas en la camiseta porque el público, como en los cines de arte y ensayo, no silbará si la película es un bodrio.
1 comentario:
Cuando salimos ásí vestidos, me deprimo.
Y no se me quita la depresión aunque ganemos.
Que por cierto, así vestidos, o similar, no ganamos nunca.
Es de justicia.
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