jueves, 29 de noviembre de 2012

De camisetas de manga corta y gestos de equipo grande



Imaginen Vds, si no es mucho pedir, una estación de tren parecida a la estación de Atocha, pero bastante más pequeña y con menos tortugas. Los trenes que llegan a esa estación, que suelen hacerlo tarde, son menos modernos que los que llegan a Atocha y para abrir la puerta de sus vagones hay que tirar de un picaporte como de armario empotrado, un picaporte poco tecnológico, un picaporte que bien podría ser un pomo. Esta estación, como la de Atocha, está en el centro de la ciudad pero, al ser ésta mucho más pequeña que la nuestra y contar sólo con trescientos y pico mil habitantes, la estación es casi el centro del centro, el mismo centro, el epicentro, el mediocentro.

Imaginen ahora que, al salir de esa estación, justo cruzando la calle y a la altura del Reina Sofía o del Hotel Mediodía, estuviera el Estadio Vicente Calderón, donde acúúúúúden a millares los que gustan del fútbol de emoción. Eso sí, el Calderón no sería el Calderón que conocemos sino un estadio súper moderno, cubierto en su totalidad si el tiempo lo requiere y con capacidad para casi 75.000 espectadores, que abarcaría físicamente buena parte del centro de la ciudad. Además, el estadio no es de fútbol, sino de rugby. Un estadio de rugby para 75.000 espectadores en pleno centro de una ciudad de trescientos mil habitantes, frente a la estación principal, a pocos metros del castillo, junto a las calles comerciales y el ayuntamiento, un estadio de rugby descomunal en pleno centro histórico una ciudad un algo menor que Córdoba. Si se lo han imaginado ya, están Vds de enhorabuena: acaban de llegar Vds a Cardiff, País de Gales.

Cardiff es pequeño y tiene un castillito, además de una bahía apartada que invita a los andaluces a hacer chistes sobre cómo se cocinará la urta en parte de la Bahía de Cardiff. Cardiff no es una ciudad monumental ni un prodigio arquitectónico, hay que reconocerlo, pero tiene algunos pubs notables y varias calles de interés. En una de ellas, con esa elegancia deportiva de la que normalmente carecemos por estos lares, ondean banderas de los equipos que jugarán durante la ventana de test matches de noviembre: Nueva Zelanda, Australia, Argentina, Escocia, Tonga, Fiyi ... Muestra inequívoca del buen gusto local, arrinconada y medio arrugada en una esquina, está la bandera francesa.

Sólo viendo dónde está el estadio Millenium de Cardiff le queda a uno claro que, para los galeses, el rugby no es sólo un deporte. Cuando uno pasea por Cardiff en las horas previas al partido, el centro hierve de gente aunque haga un frío horroroso y no deje de llover ni un solo minuto. Horas antes del partido se suspenden líneas de autobús, se cierran calles al tráfico, se advierte a los viandantes que es mejor no pasar por allá ni por acá a no ser que uno quiera verse arrastrado por una marabunta roja y blanca, combinación de colores perfecta para las masas distinguidas. Echarse a la calle a Cardiff en día de partido, aunque sea a las 7.30 de la mañana y bajo una tromba de agua, es parecido a meterse de lleno en una grada de estadio. Todo el mundo lleva algo de su equipo, todo el mundo deja claro a lo que viene y nadie esconde cuál es el centro de la existencia de toda la ciudad ese día. Desde primerísima hora llegan trenes llenos de espectadores con camisetas rojas y las tres plumas blancas del Príncipe de Gales y la leyenda "Ich Dien", "Yo sirvo" en el pecho, mezclados con menos tipos vestidos de negro con un helecho plateado sobre el corazón. Muchos de ellos van al estadio, otros van a los pubs de los alrededores pero no quieren perderse el ambiente. Todos, incluidas numerosas chicas y familias enteras, van al rugby tengan o no tengan entrada.

Durante todo el día, por las calles del centro, en medio del chaparrón, del viento y del frío, pasean los galeses en camiseta de manga corta, y hasta alguno va en bermudas y chanclas y no es broma, oiga. Los galeses, como otros habitantes de las Islas, son un prodigio térmico, un desafío a los elementos, una anomalía con aislante. Bajo la capucha y tras la bufanda, viendo a los galeses en camiseta, uno se explica su facilidad para invadir territorios de clima más benigno, como relata Sir Cecil Winterbottom en su obra "Crónica de la colonización en manga corta" (Revista de Estrategia Militar en Niki, 1897):

- A la orden, mi General

- Dígame, Allistair

- Han llegado los regimientos galeses, les gustaría saber cuál es el plan para esta tarde.

- Ah, muy bien, Allistair. Dígales que hoy invadiremos Bombay de cuatro a siete. Por favor, que sean puntuales: la cena se servirá a las 19.30 y el Rogan Josh frío no vale nada.



Y es que a finales de noviembre en Cardiff hace un frío horroroso y no para de llover, hace viento y los paraguas (rojiblancos en su mayoría) sólo aguantan las corrientes de aire gracias a sus varillas reforzadas con adamantium. El extranjero sureño, congelado, lleva bufanda, gorro, gabán y pijama bajo el pantalón y aún así tiene que parar cada poco tiempo en un café a tomar sopa caliente y aspirina efervescente. Al otro lado del cristal empañado, empero, pasan los lugareños bajo la tempestad vistiendo zapatilla de lona y mangas de camisa, charlando animadamente a pesar de la galerna (Nota al pie).

Dejando de lado los misterios térmico-dérmicos de las islas, volvemos a lo que nos ocupa: el rugby. Cuando se acerca la hora del partido Cardiff entero se echa a la calle y se dirige al centro, al estadio. La masa es compacta y numerosa y andar a contracorriente es una tarea dura, recompensada al llegar al estadio. El estadio es inmenso, cómodo y moderno, y cuenta con un bar excelente.

- Tres cervezas, por favor

- ¿Lager? ¿Bitter? ¿Negra?

- Uhm ... ponga tres pintas de cada, gracias.



Así es, oiga. Al ser el rugby de un deporte bárbaro con seguidores embrutecidos, no como el fútbol, en las gradas del Millenium y del resto de estadios se puede beber alcohol cuando el partido no es de fútbol. Además, si uno quiere sidra en vez de cerveza, el barman le da una botella de cristal en la certeza de que nadie se la tirará a un jugador por un doble motivo: primero, por la exquisita educación de la hinchada (a pesar de algunos silbidos en los golpes rivales y durante la haka, algo no escuchado en Dublín); segundo, por el riesgo cierto de que el agredido vea al agresor, suba a por él y se lo coma en plena grada en sashimi. Ver un partido en el estadio con una pinta de cerveza fría en la mano es un placer del que las aficiones asilvestradas del fútbol nos han privado a los señores con gafas que nunca nos metemos con nadie; en algún momento, en esta vida o en la otra, deberán pagar por ello.

Los galeses adoran el rugby y saben de rugby, y también adoran cantar y saben hacerlo. En Gales son famosos los coros polifónicos, y esa afición se traslada a la grada del Millenium antes del partido. Una banda militar uniformada con casaca roja y diferentes tipos de sombreros y cascos según la graduación y función (bearskins de gala, salacots blancos de tropa colonial, cascos dorados impolutos) interpreta piezas para que un coro multitudinario, uniformado y con un director muy serio batuta en mano, cante y cante antes del partido. Mientras el coro canta, galeses y neozelandeses calientan y el calentamiento es casi tan espectacular como un partido: ataques, cruces, placajes, percusiones, delanteros haciendo melés, tres cuartos corriendo de lado a lado. La hora del partido se acerca, las cervezas van desapareciendo y las piezas que toca la banda son coreadas por cada vez más gente. Media grada canta "Hey Jude", tres cuartos se desgañitan después cantando un clásico de las gradas de rugby, "Delilah" del Tigre de Gales, el Falcao de los Crooners. Los neozelandeses se conjuran y empiezan a recoger los bártulos antes de volver al vestuario y entonces la banda y la grada saben lo que tienen que hacer. El director del coro se gira hacia la tribuna y suenan los primeros compases de "Bread of Heaven"; la grada estalla y canta, a varias voces, uno de los himnos tradicionales del rugby galés. A mitad de la pieza los jugadores galeses, que conocen el ritual, comienzan a girarse hacia el vestuario, abandonando el calentamiento y preparándose para la batalla que en breve empezará. Los jugadores rojos se van lentamente del campo entre el trueno de la grada, en una escena que recuerda a esas despedidas de las tropas hacia el frente que vemos en las películas, algo así como suerte muchachos, estamos con vosotros, a por ellos sin dar ni esperar cuartel. La escena es increíblemente emotiva y uno entiende entonces por qué un jugador galés está dispuesto a dejarse hasta el último aliento defendiendo esa camiseta, en casa, ante los suyos. Habría que ser muy frío o muy sinvergüenza o un eterno sonriente de Utrera para no sentir ese pellizco en ese momento y morder el protector dental hasta partirlo en dos. Benditos momentos nos da el rugby.

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Igualmente increíble es escuchar el himno galés coreado al unísono por 75.000 gargantas bien afinadas, ver las llamas que se lanzan al final del mismo, la ovación unánime de un país entero antes del partido, los equipos formados frente a la grada y la banda comandada por la mascota del regimiento, un macho cabrío enorme que no para quieto, deseoso de empitonar a Richie McCaw a la salida del primer ruck. El partido tiene poca historia, pero tampoco importa. Dos lesionados galeses en la primera jugada (uno tras cobarde y alevoso puñetazo por la espalda) marcan el partido; la increíble máquina negra de rugby que los galeses tienen en frente hace el resto. Los All Blacks están en un momento imparable, cuentan con jugadores de altísimo nivel técnico y táctico y un ritmo físico constante al que prácticamente no se puede hacer frente. Gales no aguanta ni los veinte minutos que acostumbran los rivales a mantener el tipo y los neozelandeses fríen a puntos a los rivales gracias a Aaron Cruden, preciso como un cirujano cardiaco pateando a palos. Poco interés tiene el partido, salvo ver en acción a campo completo a los zagueros, casi siempre fuera de plano en la televisión, y sobre todo a Israel Dagg, un prodigio de colocación y sangre fría que, además, manda sobre sus alas con galones de mariscal de campo y se une a la línea con una potencia y zancada que parece multiplicarse en vivo, en el campo. En un momento dado, al principio del segundo tiempo, la actitud de los galeses mirando, con los brazos bajos y la cabeza gacha, cómo Cruden vuelve a marcar indica que los de rojo están psicológicamente hundidos, convencidos de que esa muralla negra que les sale al paso cada vez que intentan algo no les permitirá anotar ni un solo tanto ante los suyos.

Finalmente no llega la sangre al río: mediado el segundo tiempo Gales ensaya tras formar un maul con casi todo el equipo metiendo el hombro, empujando a los neozelandeses hasta dentro de su línea de ensayo, jugándose un contraataque letal a sabiendas de que no tendrían muchas más ocasiones de salvar la honra. Los All Blacks levantan el pie, los galeses ensayan de nuevo y respiran, el partido acaba y la grada, medio resignada medio admirada (era común ver a seguidores locales diciendo a los hinchas de los All Blacks lo asombroso que era el juego de su equipo) va dejando atrás botellas vacías y vasos arrugados, de vuelta al las calles, a los pubs y restaurantes y a la lluvia , el viento y las camisetas de manga corta.

<En este ambiente, en este sitio, quién ganó el partido es casi lo de menos, ya lo saben.




NOTA DEL AUTOR: La explicación a por qué los galeses van en manga corta y las galesas van en sandalia y minifalda hasta en pleno y crudo invierno la dio a conocer el famoso dermatólogo polaco Dr Miroslav Mazinsky (de origen escocés según su biógrafo, siendo su apellido una deformación localista del apellido del clan McThickskin) en su tratado "Carnes de Gallina del Mundo Moderno y otros estudios médicos altamente inútiles" (Ed. El Galeno de Gales, 1950). Mazinsky o McThickskin, tras mucho estudiar los músculos horripiladores de etnias del mundo entero, llegó a la siguiente conclusión:

"La piel humana se divide en tres capas principales, epidermis, dermis e hipodermis. No es así, empero, en el caso de los naturales de las Islas Británicas, cuya piel cuenta, entre la epidermis y la dermis, con una fina capa de neopreno, otra de Thinsulate y una última de una sustancia parecida al torrezno".


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En el día después de los partidos de vuelta de los dieciseisavos de final de la Copa del Rey, a uno le quedan en la retina algunas imágenes de celebraciones de goles. Un jugador de un club grande de Primera División metió un gol desde su campo a un portero de un Segunda B y lo celebró haciendo un bailecito coreano dedicado a la grada. Un jugador de un equipo poco señor metió un gol a otro equipo de Segunda B y lo celebró poniéndose un balón en la barriga; en ese mismo partido, éste jugador llamó fracasado a un jugador rival. Un compañero suyo metió dos goles en ese mismo partido contra elSegunda B y lo celebró señalándose el escudo y mirando a la grada, en una celebración de esas ensayadas que tanta vergüenza ajena dan.

El mismo día, Raúl García le metía otro gol a un equipo de Segunda B, el Jaén. Raúl García, jugador injustamente tratado por el Calderón como tantas veces hemos dicho, se limitó a cerrar un puño y agradecer el pase al compañero con el que había estado durante la semana entrenando el movimiento que le permitió hacer el tanto. Pudo hacer aspavientos y reclamar gloria y atenciones, pero eligió una celebración que recordó a aquellas de Gárate e Irureta cuando se estrechaban la mano y se volvían a su campo para no molestar demasiado a los rivales que acababan de llevarse un disgusto. Raúl García hizo lo mismo, mostrando el respeto debido a un rival de una categoría inferior quizás deslumbrado por el estadio y los rivales.

Raúl García ya nos tiene acostumbrados a estos gestos, la verdad, así que no nos sorprende aunque nos gusten mucho. Otros gestos recientes tampoco nos sorprenden ya, y también nos gustan. Recientemente Simeone pidió a un árbitro que no expulsara al entrenador rival. Gabi intercedió en el partido de ida en Jaén para que no expulsaran a un jugador contrario tras cometer un penalti, Adrián y Raúl García contribuyeron a incrementar el cariño y el respeto hacia el Atleti con gestos que deberían ser normales y últimamente son excepcionales. El Atleti de estos días tiene un estilo añejo, respetuoso y sobrio, que nos gusta y nos hace grandes. Ahora solo falta que esa parte de la grada que confunde el ánimo con el insulto al rival y el aliento constante con la ofensa repetida, tome nota de los gestos de los nuestros y los trate de imitar. Ahí sí estará el Atleti al completo, el Atleti nuestro.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Pancartas, principios



Hace años, un montón de años quizás, quizás cuando aún se vendía en el estadio coñac por copas y café de termo de asiento en asiento (más bien de porción de banco de cemento en porción de banco de cemento), en la grada del Calderón se colgaba en cada partido una pancarta que ponía "Hoy también ganamos". La pancarta aparecía todos los partidos, se jugara contra el primero o el último, se enfrentara el Atleti contra un equipo potente o una medianía. La pancarta se colgaba después de una derrota sonada y después de una goleada histórica, tras un empate ramplón y después de un partido para la historia. La pancarta no se retiraba si el equipo perdía cero tres al descanso, ni se agitaba orgullosa si se iba goleando al minuto veinte. La pancarta estaba ahí por algo y decía lo que decía por algo, y los que veían la pancarta día tras día no la tomaban como una amenaza al rival ni como un acto de chulería ni como la afirmación de una pitonisa. La pancarta "hoy también ganamos" era lo más parecido a una declaración de principios, una pancarta certera de esas que salen a veces en el Calderón, como aquella del Doblete en la que ponía "Pantic sabe", o aquella que apareció el día después de que Jesús Gil anunciara que dejaba el Club: "No sin tu hijo".

La pancarta del hoy también ganamos venía a decir lo que todos pensábamos cuando llegábamos al Calderón a las cinco de la tarde, tras apurar el postre y bajar al portal a la hora convenida para ir con el vecino al estadio. La pancarta no era un desprecio al visitante ni una glosa exagerada al equipo local, era más bien una pancarta redundante que sólo venía a subrayar lo que todos creíamos, una pancarta descriptiva, realista, casi costumbrista. Porque por aquel entonces al Calderón íbamos a ver al equipo ganar, en el convencimiento de que sólo una debacle excepcionalísima o un equipo rival mayúsculo podía privarnos de ver al equipo hacer lo que todos esperábamos y en lo que todos confiábamos. Luego, el Atleti podría empatar contra un equipo peor o verse ampliamente superado por un equipo cuya victoria no esperábamos, como aquel 0-4 que metió un Betis superlativo al Atleti de Dirceu. El Atleti podía perder contra un equipo chico tras tres goles de rebote, que es algo que siempre ha sido muy del Atleti, o verse superado por algún equipo grande; pero eso era lo de menos porque todos teníamos claro que el próximo partido en casa también se ganaba, que en quince días volveríamos al campo a ver ganar al equipo como siempre, aunque luego se empatara o se perdiera.

Y es que lo normal en esa época en el Calderón es que el Atleti ganara, jugando bien y jugando mal, jugando regular y jugando como los ángeles. El Atleti ganaba casi siempre, a veces con autoridad, a veces con buen juego, a veces sólo por el peso de la camiseta, a veces por suerte o por ley de la gravedad. Fuera por lo que fuere, en casa casi siempre ganaba el Atleti y aún así algún socio se iba enfadadísimo porque el equipo iba cuarto y el partido de hoy era para haber metido ocho y Setién es un vago redomado, Landáburu ya no vale, Julio Prieto es muy chiquitajo, este Votava en un trotón ná más, así no vamos a ninguna parte, este año de segundos no pasamos, maldita sea mi estampa.

Durante unos años oscuros que ahora nos parecen lejanos pero que no lo son tanto, la grada del Calderón se acostumbró a derrotas no peleadas contra equipejos medianos y a empates regalados contra equipos que nunca habrían esperado llevarse un punto del Manzanares. Esos años del Atleti tristón y pusilánime, de mediocampistas escondidos tras sus rivales y defensas incapaces de correr arriba y abajo más de dos veces por partido, de centrales que no despejaban una a derechas y porteros que no salían ni de puños ni por abajo ni por un lado ni por otro, de jugadores que bajaban los brazos al minuto 25 del segundo tiempo por verse incapaces de remontar un mísero gol en contra por estar enfrente el decimosexto clasificado encerrado en su área, fueron borrando esa sensación antigua de que hoy, mañana y pasado mañana también se iba a ganar. El aficionado acudía por entonces al campo con una ceja ya levantada, a ver hoy, no sé no sé, sí, sí, estos están recién ascendidos pero el Atleti no juega a ná, me da a mí que hoy palmamos seguro y nos pasa en la clasificación el Osasuna y ya estamos a nueve puntos de UEFA y otro año más sin Europa, con lo que ha sido este equipo, oiga.

Simeone, que, por edad, de haber vivido en Madrid su adolescencia recordaría bien esos tiempos del hoy también ganamos, parece tener claro que el Atleti de verdad es el del primer tramo del texto y no ese engendro del párrafo de aquí arriba, justo el de arriba, ese párrafo feote que huele a neumático quemado, que deja manchas de grasa al leerlo, que levanta escalofríos pensando en una banda ocupada por Musampa y otra por Novo, que produce sequedad de boca pensando en Maniche camuflado, en el Pato Sosa cayendo de culo, en Seitaridis borrándose para irse al asador, en Ibagaza penando por el campo hasta que no llegara la negociación de la renovación, en Matías Lequi pegando pelotazos o en Zé Castro arropando con una mantita de felpa al delantero al que debería intimidar. Parece que Simeone, a fuerza de dar gritos y carreras en la banda, a fuerza de transmitir a los jugadores que el Atleti es el equipo serio de los primeros párrafos y no el bicho sin sustancia del último, va consiguiendo que el hoy también ganamos sea parte del equipo una vez más, que volvamos a tener la sensación de reconocer a los nuestros de nuevo.

Contra el Granada salió el Atleti con la defensa que empezamos a sabernos de carrerilla, con al menos tres de los centrocampistas que vemos casi todos los partidos y con Falcao, faltaría más. Simeone, consciente de lo que tiene, parece haber apostado por construir el equipo desde atrás, como mandan los cánones y las leyes de la ganadería brava. Si en años anteriores el equipo era un chiguagua con cuerna de alce macho, mezcla de delanteros portentosos y cuartos traseros enclenques, Simeone ha apostado por apuntalar los cimientos dando confianza, galones e instrucciones claras a los cuatro defensas. Godín y Miranda, fuente inagotable de dudas hace unos meses, parecen haberse atornillado al puesto sin dejar lugar a demasiada discusión; solo queda la duda de quién es el refuerzo que ofrece garantías si uno de los dos se lesiona o es sancionado, algo que planea sobre la cabeza de Miranda como una espada de Damocles en manos de un Teixeira Vitienes cualquiera , con el peligro que eso conlleva. Al descubrimiento y revelación del año pasado, Juanfran, le ha sucedido ahora por la otra banda Filipe Luis, jugador que se parece por fin al del Depor y que queda a años luz del indefinible Filipe Luis Filipe del principio de la pasada temporada. Filipe Luis sube y baja y vuelve a subir pidiendo el balón, y aunque a veces deja algún regalo en defensa, sabe que tiene medios cerca que le permiten ser mucho más incisivo y participativo, aportando más al juego y dejando clara la importancia de los laterales para un equipo como el Atleti, sobrado de nada. Juanfran, empero, parece algo desfigurado este año, menos metido en los partidos, menos concentrado, más presionado, quizás echando de menos el efecto sorpresa del año pasado, quizás con la losa de su internacionalidad y su fallo contra Francia, tan celebrado por la prensa como no podía ser de otro modo. Juanfran no es el Juanfran del año pasado pero casi todos pensamos que lo volverá a ser en breve, porque alguien con la personalidad suficiente para llevar ese peinado puede remontar una mala racha sin problema alguno, oiga.

Siendo fijo Falcao por obvias razones incluso en época de menos goles (que no de rachas, esas cosas que antes eran cuestión de diez partidos y ahora de dos, "el Atleti rompe por fin su racha de dos derrotas", ya saben), la cuestión se plantea más bien en relación a la parcela existente entre la línea defensiva y el punta. Y aquí, gracias también a Simeone, hay bastantes combinaciones posibles. Parece que en esa zona debe jugar sí o sí Arda Turan, el jugador más capaz de generar juego y guardar el balón si la cosa se pone fea. Parece, o hasta ahora parecía, que por delante de la defensa debía jugar sin duda Mario Suárez, ese jugador convertido a la fe verdadera de la posición y el esfuerzo, tan diferente al jugador despistado y pusilánime de los oscuros días manzaniles. Mario lleva unos partidos algo peor, con esa falta de punch tan suya, fallando esos pases fáciles que ahora son excepción cuando en otros tiempos, antes de la trasfusión de medio litro de sangre del Cholo, eran regla. Aún así, parece el más conveniente para el equipo de los jugadores que pueden ocupar esa plaza. Fijo parece también Gabi, peleón y capitán, motivador del resto desde la zona donde el juego es menos brillante, más sacrificado y más vital. Gabi, también algo menos fresco en los últimos partidos, empezó el año siendo el abanderado de la presión constante y pertinaz del Cholo, el jugador que lanzaba a los compañeros hacia arriba a asfixiar al que tenía el balón, a perseguir y meter el cuerpo, a generar problemas que derivaran en pérdida y, luego, en contraataque y ocasión. Gabi, que ya nos tiene acostumbrados a esas carreras largas persiguiendo rivales hasta que alguien comete un error, también aporta jugadas y balón parado y su presencia se antoja por ahora asegurada. Asumiendo que Saúl y Oliver Torres aún necesitan algo de tiempo para poder entrar cómodamente en el primer equipo (más el segundo que el primero), que Tiago hace tiempo que pasó su mejor momento y que Emre es útil en momentos puntuales y empresas algo menores (lo relativo a estos dos últimos avalado por el resultado que dieron ambos en el partido contra el Valencia), Simeone mueve otros caballos, alfiles y torres según requiera la ocasión. 

Koke, que sí parece haber aceptado el desafío de crecer que desde hace unos años le estaba esperando, trata bien el balón y ocupa mucho espacio, ayudando a Gabi en la recuperación y saliendo con criterio cuando tiene ocasión. Llega, pasa, la guarda y combina cuando hace falta. Raúl, ayer titular, aporta menos cuando se pega a una banda y mucho más cuando juega detrás del punta, buscando en el segundo palo los remates a los que Falcao quizás no llegue, llegando desde la segunda línea, iniciando la presión cerca del área contraria y ayudando a tapar huecos cuando el rival es el que ataca. Adrián, que no anda fino, es también una alternativa tanto saliendo más pegado a la cal como jugando por detrás de Falcao. Aunque se le nota falto de confianza, algo desenchufado y con ansiedad a la hora de resolver al final de la jugada, Adrián se ha ganado que se le espere aún un tiempo, que se confíe en que vuelva a ser el jugador imprevisible y de repertorio del año pasado. Estos tres jugadores, junto con Diego Costa, mucho más peleón y solidario que otros años, y el Cebolla, revolucionario cuando juega más pegado a la banda y más templado y sólido cuando el entrenador le hace jugar más hacia dentro, permiten a Simeone plantear diferentes dibujos según el rival y hasta el momento del partido, cambiando sobre la marcha del 4-1-4-1 a un 4-2-3-1 o el 4-4-2, signifiquen lo que signifiquen todas esas combinaciones de la bonoloto a las que ya estamos acostumbrados. 

En definitiva, sin un banquillo larguísimo y gracias a una defensa consolidada y con confianza, el Atleti de Simeone cuenta con varias alternativas solventes para asegurar el dispositivo defensivo y nutrir de balones a Falcao, que parecen las piezas inamovibles del equipo. Lo más llamativo del caso es que no parece que los jugadores duden de cada decisión del banquillo, ni que cada uno haga la guerra por su cuenta. Lejos quedan los días de confusión de Quique Flores, cuando nadie sabía bien qué se esperaba de él, y los días del conformismo y la vida contemplativa de Manzano, cuando a nadie se le exigía más que llevar las medias subidas. Ahora los jugadores se creen lo que ven, confían en lo que se les pide, hacen lo que saben e intentan hacer lo que no saben pero se les exige. Durante los partidos el dibujo cambia y todos parecen querer adaptarse, con mejor o peor fortuna pero con voluntad. Simeone pide, los jugadores responden y el gran beneficiado es el equipo.

El resultado por ahora es la vuelta a los principios, a las pancartas. Mejor o peor (nunca rematadamente mal, alguna vez de manera brillante) el equipo suma puntos, aguanta el tirón, gana a quien la lógica dice que debe ganar y también a aquéllos equipos a los que se gana con fe en un mal día. El aficionado del Atleti vuelve a ver al equipo pensando que hoy también ganamos, por más que luego se pueda perder peleando y mereciendo más, como en Valencia, o de forma clara y justa, como en Coimbra. Este equipo que sale a ganar, que tiene claro lo que tiene que hacer para no perder, que sabe que todo se basa en correr, esforzarse y no creerse más de lo que uno es, se parece a aquél que, no necesariamente cuajado de estrellas y con muchos jugadores de la casa, ganaba día sí, día también. Jugando con esta intensidad y este oficio el equipo podrá perder o podrá ganar, pero dejará ese aroma a café de termo y copa de coñac de las tardes en las que el Atleti era el Atleti y las pancartas eran declaraciones de principios. Y nos gusta.