miércoles, 25 de febrero de 2009

Sobre ese partido que pudo acabar en tragedia (y acabó en vergüenza)


Sin haber estado en todos y cada uno de los hogares de los seguidores colchoneros que ayer acudieron al estadio Vicente Calderón (al que antes acudían a millares los que gustaban del fútbol de emoción y al que ahora acuden a millares los que se resignan a ver el escombro de un equipo que fue un Club, estadio al que también queda poco para convertirse en escombro, por cierto), a uno no le cuesta mucho llegar a la conclusión de que, mientras éstos colgaban en el perchero el abrigo y la bufanda rojiblanca, se hacían varias preguntas. Posiblemente se preguntarían por qué, y para qué, y si tiene sentido esto. También si tiene solución, de quién es la culpa de todo, si merece la pena tanto y tanto tiempo pensando en ese equipo que fue un equipazo y que ahora es un simulacro. Se preguntarían si no es mejor no ir el domingo, si merece la pena ir a Oporto, si no es mejor desconectar, alejarse, quitarse de en medio, quedarse a la cómoda profundidad del barniz, sin entrar al fondo ni a la esencia ni al por qué de lo que ocurre. Si no es mejor, en fin, ver esto del Atleti sólo como un pasatiempo de dos horas, aburrido y caro pero pasatiempo al fin y al cabo, y no como una forma de entender ciertas cosas que antes se entendían siendo del Atleti y que últimamente ya no.

Porque ayer, que hacía una noche magnífica y el campo presentaba un aspecto magnífico y la afición rival, que resultó ser mucho menos elegante de lo que a uno le hubiera gustado (algo aplicable a la nuestra, por cierto), llenaba medio fondo norte entero, el Atleti hizo uno de sus peores partidos de los últimos tiempos. Un partido malo con una actitud mala ante una afición dimitida: un poema, oiga. Si las cosas hubieran sido como debían, quizás el Atleti debió llevarse un 1-4 y aún así Leo Franco habría estado bien. El Oporto pasó por encima al Atleti desde el minuto uno, en el que Hulk, un portento físico que además parece que sabe qué hacer con un balón, se fue de tres defensas del Atleti con una autoridad que hizo pensar en la sangría que pudo ser y afortunadamente no fue. Dos minutos más tarde marcó Maxi un gol suyo, llegando desde su sitio y con la suficiencia que cada vez exhibe menos. El gol hizo pensar en que las cosas serían de una manera distinta a lo que realmente fue.

Y tras el gol, en contra de lo que uno podía esperar, la frialdad. La sensación de que, para los jugadores, todo estaba hecho. El relax, la distancia y casi la ausencia. Casi el desprecio por el rival y por lo solemne de la ocasión, la suficiencia, la falta de ambición, la desidia. Más bien la impotencia, quizás. Nada de seriedad ni de profesionalidad ni de entender lo que ocurre. Ni ganas ni fuerza ni alegría por haber metido un gol a la primera. Ni el realismo ni la humildad de asumir que el equipo de enfrente era mejor y que Leo Franco había salvado un par de goles en poco tiempo. Ni la astucia de leer el partido contra un rival superior contra un equipo limitado, ni la picardía de mantener una ventaja casi fortuita como quien guarda un tesoro. Tampoco la determinación de pelear a sangre y fuego contra un equipo más fuerte y mejor plantado que, sin embargo, jugaba fuera de casa. Nada de eso. Al contrario, el despiste, los pelotazos, los balones perdidos a los tres segundos de ser recuperados, las faltas lanzadas con aparentes fórmulas de laboratorio de equipo presuntamente trabajado que resultan en contraataques rivales. Las carencias en defensa, los errores de siempre, la falta de seguridad, la impresión de que no se iba a poder con la empresa. El fallo de Pablo, el gol fácil del Oporto, el empate, la conocida sensación de mirar al suelo lleno de pipas y de porquería, de sujetarse la frente con las dos manos, de girarse en el asiento buscando la mirada del compañero de grada que sufre en la fila de atrás para, una vez encontrada, morderse el labio inferior y balancear la cabeza de lado a lado y decir, una vez más, "pa'matarlos".

Empatado el partido que debía ir ganando, el Oporto jugó al fútbol. Y lo hizo bien y tranquilo, con la superioridad que da saber que el de enfrente es peor que uno. Jugaban contra pocos y lo sabían, sabían que Maxi anda de nuevo ausente y que Simao sólo no puede con todos, que Forlán anda espeso últimamente, fallando pases claros en posición de centrocampista que antes no fallaba, intuyendo que es realmente el Kun y no su esposa quien sufre los puntos de la cesárea. Sabiendo que con interiores que atacan un centro del campo potente puede fácilmente con Assunçao y Raúl García, y sabiendo que uno de los laterales, el derecho, dejó claro hace tiempo, quizás allí en Oporto, que lo del fútbol no va con él. Sólo Leo Franco pareció estar en el partido, haciendo paradas de mérito, más que nunca, con más frecuencia que nunca. Ujfalusi, siempre regular salvo cuando tiene alguno de sus fallos garrafales, dejó claro desde el principio del partido que por físico el rival era más rival que el que el Atleti podía gestionar. Entre Hulk y Lissandro y Meireles y más tarde Cristian Rodríguez se bastaron para acabar con el Atleti. Y eso que antes, al filo del descanso, un monumental golpe de suerte ponía al Atleti por delante.

Con uno de los goles más absurdos vistos en el Calderón en los últimos tiempos, en el minuto 45, cuando se supone que los equipos que encajan un gol se quedan planchados para los restos, el Atleti tomaba ventaja. El Atleti con suerte, quién nos lo iba a decir. Cualquier equipo bragado, sabedor de lo que el cielo le acababa de regalar, habría vendido caro cada palmo de terreno durante el segundo tiempo. Este Atleti no. Al trote miraba como corría el rival, al paso pensaba cómo intentar no perder la ventaja. El Oporto pudo marcar en varias ocasiones, pero no lo hizo en parte por fallos propios y en parte por mérito de Leo Franco. El Atleti hacía un partido que ya conocíamos con unos jugadores que ya conocíamos, plantado en el campo de una manera familiar. La sensación que transmitía la estampa es que el nuevo entrenador, que llegó afirmando que muchas cosas cambiarían con él, nunca había visto al Atleti de esta temporada: de otra forma no se explica que juegue con el mismo planteamiento que Aguirre, con los mismos jugadores salvo un par de excepciones y que transmita las mismas vibraciones que transmitía la peor versión del equipo cuando andaba al frente el mexicano. Quizás, al final, el problema no sea quién está al frente del banquillo sino algo más profundo.

Algo más profundo hay que buscar también para explicar la sensación de la grada. Aún antes de que el Oporto empatara y el equipo bajara definitivamente los brazos a pesar de quedar veinte minutos y jugarse la vida en su propia casa, el público no disimulaba su hartazgo. No sabemos si harto de ver al equipo haciendo lo que no debe o convencido de que su papel en este club no es más que el de pagano sin derecho a protestar, el público renunció a todo. Renunció a animar y renunció a apretar. Renunció a lo que es y renunció a lo que debería ser. Triste, la grada del Calderón no era lo que debería en un día feliz en el que juega la Champions el equipo que lleva la camiseta que nos trajeron los reyes hace ya unos añitos. Irritado, harto por tantos sinsabores, el público parece haber olvidado lo contento que se ponía uno antes cuando iba al fútbol e identifica su estancia en la grada con un mal rato, con sentir rabia e impotencia y un punto de vergüenza ajena. Seitaridis fue ayer el blanco de la indignación de la grada, lo que nos parece cuanto menos lógico. Seitaridis hizo de nuevo un partido horrible, con fallos garrafales y una obcecación con hacer pases a la olla que muestra su ausencia total de entendimiento de lo que va este juego. Un lance en el segundo tiempo resume bien su forma de entender estas cosas: una duda en un balón al que puede llegar pero al que prefiere no acercarse para evitar un golpe, Cristian Rodríguez que se la lleva con facilidad, robándole la iniciativa y la dignidad, Seitaridis que inicia la persecución al trote cochinero, dejando claro ante la grada que su orgullo es nulo, que su interés es nulo, que su profesionalidad es nula y que su vergüenza es nula.

Los cambios del entrenador tampoco ayudaron al equipo. Como dijo un talento ayer presente en la grada tras un viaje de muchos kilómetros:

- Parece que con Abel el equipo hace un juego más ofensivo

- En efecto. Yo llevo ofendido ya tres o cuatro partidos

Salió el Kun y en su lugar entró Sinama, que hizo poco. Entró después Maniche, quien se dedicó a lo que viene siendo su tarea fundamental en los últimos partidos: el cálculo del exacto número de pasos que separan los aspersores de la zona central del campo. Fiel a su misión como el jardinero de Le Carré, Maniche, pez en el río, cuenta y recuenta y vuelve a contar los pasos una y otra vez. Poco importa que el equipo contrario arme un contragolpe o que los suyos salgan al ataque: con la frecuencia de un bateador de cricket, Maniche va de un punto a otro calculando la distancia entre aspersores, valorando si el agua que estos echan es suficiente para el correcto riego de la zona por la que trota con su aire cansino y su estampa poco futbolísticas. La sabia afición portuguesa, formada en gran parte por botánicos y técnicos en horticultura, sí entiende la misión de nuestro héroe y así lo hizo ver gritando Manishu, Manishu, nombre del dios indio de la lluvia con el que bautizaron a su compatriota en sus años oporteños.

Acabó el partido y la gente se fue a casa. Harta, se fue a casa. Amargada, se fue a casa. En el camino a casa se preguntaban si había algún aliciente para ir al partido de vuelta más que ver la ciudad y comer bacalao y, con suerte, dar con un par de lugareños educados con los que charlar de fútbol y de lo bueno que está el vino que hacen. Sobre si merecía la pena hacer chistes sobre lo gracioso que es que "cambio" en portugués se diga "mudança" y lo apropiado del término en estos días en los que el Atleti acaba de vender el estadio. Posiblemente se preguntarían por qué, y para qué, y si tiene sentido esto. También si tiene solución, de quién es la culpa de todo, si merece la pena tanto y tanto tiempo pensando en ese equipo que fue un equipazo y que ahora es un simulacro. Se preguntarían si no es mejor no ir el domingo, si merece la pena ir a Oporto, si no es mejor desconectar, alejarse, quitarse de en medio, quedarse a la cómoda profundidad del barniz, sin entrar al fondo ni a la esencia ni al por qué de lo que ocurre. Si no es mejor, en fin, ver esto del Atleti sólo como un pasatiempo de dos horas, aburrido y caro pero pasatiempo al fin y al cabo, y no como una forma de entender ciertas cosas que antes se entendían siendo del Atleti y que últimamente ya no.

Y, lo peor de todo, lo realmente grave, es que el domingo allí estaremos de nuevo.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Con el número 3*, Carlos Aguilera.


Por Jesús Doggy.

(Extracto de su artículo “El Atleti: Orgullo y Tormento” incluido en el nº 40 de Mondo Brutto, de inminente aparición en sus puntos de venta habituales)

* Carlos Aguilera ocupa el dorsal 3 en el equipo ideal de la historia para el firmante, quien sabe de sobra que llevó el 2 y el 15 cuando jugó en el Atleti.

Habrá quién no lo entienda y yo lo respeto un montón, pero tengo poderosas razones para incluir a Carlitos Aguilera en mi once rojiblanco histórico ideal. Es madrileño, es atlético de corazón y su trayectoria en el Club está llena de compromiso y de lealtad a unos colores, aunque recordarla, le deje al propio Carlitos un poso amargo. Porque, como corresponde en este sentimiento, la trayectoria de Aguilera en el Atleti es, en cierto modo, trágica.

Carlitos Aguilera, madrileño de pura cepa, de San Cristóbal de Los Ángeles, nada menos, comenzó bien jovencito su carrera futbolística en el equipo de su barrio, el Club Deportivo San Cristóbal de Los Ángeles, precisamente el mismo modestísimo conjunto en el que dio sus primeras patadas al balón otro niño apasionadamente atlético, Raúl González Blanco, descorazonador ejemplo viviente de lo que significó la desvergonzada e impune disolución de la otrora gloriosa cantera rojiblanca, perpetrada con alevosía, nocturnidad y mala entraña antiatlética por el infausto Gorila del Burgo de Osma, ese que, afortunadamente, se pudre hace años bajo la tierra. Sobre ella, sobre los campos de tierra de la Tercera Regional madrileña a mediados de los 80, los ojeadores del Atleti se fijaron en un delantero flacucho y espigado del C.D. San Cristóbal y se lo llevaron al Juvenil del Atlético de Madrid en el que se reconvirtió en centrocampista, primero, y en un completo lateral derecho con mucho instinto ofensivo, después. Del juvenil pasa al filial y, rápidamente, al primer equipo del Atleti. Debuta con los mayores el 26 de marzo de 1988, dos meses antes de cumplir los diecinueve años, jugando en sustitución de Marquitos Alonso los quince últimos minutos de una derrota en El Molinón por dos a cero. Fue en la primera temporada del Gorila como Presidente del Club, que todavía vivía de las rentas de aquellas magníficas categorías inferiores rojiblancas que poco después arrasaría dándose golpes en el pecho y voceando sandeces esdrújulas rodeado por sus guardaespaldas. En la primera plantilla, Carlos Aguilera terminó de formarse, como futbolista del Atleti, al lado del excepcional Roberto Simón Marina y de otros atléticos de pro como Juan Carlos Pedraza, el citado Marcos Alonso, Juan Carlos Arteche, Tomás Reñones o Quique Ramos.

Se habla muchas veces de la Cantera, pero, en realidad, es algo que ha perdido totalmente su sentido en estos tiempos de fútbol superprofesional mercenario. En la cantera los chavales maman no sólo el espíritu del club, sino un estilo, una impronta y, por encima de todo, el amor a unos colores y el compromiso con lo que representa ese escudo para los que acuden cada domingo a la grada, el compromiso con nosotros. Podrá parecer idealista o, directamente, estúpido, pero es eso, y solamente eso, lo que da al jugador la fuerza extra para sobreponerse a la adversidad deportiva. Veamos un ejemplo. En la temporada 1979-1980 el Atlético Madrileño, filial rojiblanco entrenado por nuestro querido Joaquín Peiró, ascendía de Segunda División B a Segunda División. Era un equipo formado por Mejías, Tomás Reñones, De Blas, López, Clemente Villaverde, Víctor, Parra, Pedro Pablo, Julio Prieto, Prado y Pedraza. La siguiente temporada, la primera de Alfonso Cabeza, suben al primer equipo diez jugadores del Madrileño; sí, sí, diez, como lo oyen: Mejías, Julio Alberto, López, Quique Ramos, Julio Prieto, Mínguez, Pedraza, Román, Pedro Pablo y Villalba. Varios de ellos, además, se convirtieron pronto en titulares indiscutibles y fueron los mejores en una Liga que nos robaron impunemente tras un escandaloso atraco perpetrado en el Vicente Calderón por el nefasto Álvarez Margüenda y las decisiones absurdas del apayasado forense y notable débil mental que presidía el club. Clemente Villaverde jugó un año más en el filial, pero subió la siguiente temporada. Hoy, casi treinta años más tarde, algo así sería directamente impensable.

Las canteras como tales, como escuela de futbolistas y atanor de los valores de un Club, las pocas que quedan están en vías de extinción. El ideal moderno de equipo poderoso económicamente es disponer de una red mundial de ojeadores, además de convenios de primera opción de compra de jugadores juveniles con varios equipos del tercer mundo y acuerdos con diversos representantes con influencia. Prácticamente todos los grandes europeos funcionan hoy en día así: Arsenal, Liverpool, Chelsea, Inter de Milán, Milán, Manchester United, Juventus, Bayern de Münich... También el F.C. Barcelona, aunque su caso es distinto, dada su evidente dimensión política para el Nacionalismo Catalán. Y también el eterno rival, aunque en este caso, sonrojante, por una hiperbólica cuestión de comisionistas y una gestión deportiva directamente atroz. Los equipos poderosos periféricos, digamos, dominan las canteras de sus zonas de influencia y actúan como intermediarios de paso obligado para exportar jugadores, como sucede en Argentina con Boca Juniors, por ejemplo.

El negocio del fútbol europeo está ahora mismo en comprar chavales argentinos, brasileños o africanos entre los 13 y los 16 años, pagando unas cantidades muchas veces tan insignificantes como darle un curro al padre y hacerle los papeles a la familia. Así, los grandes del viejo continente –y especialísimamente los ingleses- tienen sus equipos filiales y juveniles trufaditos de perlas exóticas. Se trata de comprar baratitos a todos los zagales que apunten a figura, una inversión que se ha demostrado totalmente segura: basta con que te salgan simplemente un par de peloteros buenos, que es fácil que te salgan, para que sea rentable haber comprado a quince o veinte púberes y prepúberes con potencial, a muchos de los cuales, además, los acabas colocando en equipos de menor fuste amortizando de sobra el capital invertido. Pongan el ejemplo que ustedes prefieran, de Cesc Fábregas a Lionel Messi, pasando por Carlos Vela o Giovanni do Santos. La cantera no es pues sino una porción más del obsceno pastel, del Supernegocio Espectacular en que se ha convertido el Fútbol.

Y no sólo entre los grandes. Los más modestos suspiran, no por formar equipos sólidos y competitivos con buenos futbolistas de la casa, sino más bien por sacar de vez en cuando de sus canteras algún chaval por el que los poderosos paguen unos cuantos millones de euros. Ahí está la Academia de Mareo, en Gijón, los campos de Tajonar, en Pamplona, o la fabriquilla del Sevilla Atlético en Nervión, por poner tres ejemplos que en la última década han producido abundancia de buenos jugadores. Y hay negocio para todos, no crean. Clubes medianos -estoy pensando en un Zaragoza, estoy pensando en un Valladolid, estoy pensando en una Real Sociedad- compran chavales en sus zonas de influencia para revenderlos luego obteniendo su legítima plusvalía. O, si no, clubes más pequeños todavía –estoy pensando en un Getafe, estoy pensando en un Recreativo de Huelva, estoy pensando en un Málaga- se afanan por comprar las sobras de la Sección “jovencitos baratos que apuntan a buenos”, o bien por asumir una cesión con algún derecho de propiedad de jóvenes promesas que no tienen sitio en los grandes con la esperanza de que hagan una gran temporada, despunten y acaben recalando en un poderoso, jugosa comisión mediante. Siempre haciendo caja, que aquí hay para todos.

Mención aparte merece lo del Athletic, lo del Barça y lo del eterno rival. Por una mera cuestión política, siempre con el beneplácito del pío y asquerosamente rico empresariado industrial vizcaíno que lo sustenta, el Athletic se embarcó en el peor momento posible en una especie de cruzada presuntamente idealista en favor del jugador euskaldún. La cantera de Lezama, en Bilbao, fue, históricamente, fuente de magníficos futbolistas, de Javi Clemente a Manu Sarabia, pasando por el gran Chechu Rojo o Estanislao Argote; aunque en los últimos años ha exhibido ese talento muy de tarde en tarde: Félix Sarriugarte, Julen Guerrero, Josu Urrutia, Ander Garitano, Genar Andrinua, Fran Yeste, Andoni Iraola, Fernando Llorente, Carlos Gurpegi o Markel Susaeta. Objetivamente, la escuela de Lezama no da mimbres para confeccionar una plantilla de Primera División competitiva, así que, primero, se recurrió a los vecinos tirando de talonario, de modo que el Athletic ha venido, en los últimos tres o cuatro lustros, expoliando las canteras guipuzcoana y navarra, erigiéndose, a la vez, en estandarte del fútbol puro vasco. Que, lógicamente, de puro nada tiene. Poco a poco, se ha ido ampliando su zona de influencia, para incluir, además de Navarra y el sur de Francia vascófono, la españolísima Rioja, buena parte del Burgos nacional-católico e incluso rancios terruños cántabros y aragoneses, de ser necesario, amén de recios mozos negros, sudamericanos o del otro lado del Telón de Acero capaces de acreditar el suficiente RH-Negativo en el árbol genealógico como para ser considerados “vascos”. Un poco como los oriundos del Franquismo pero del PNV, para que me entiendan. No obstante todo ello, así como el evidentísimo, falaz e interesado politiqueo burgués que subyace como germen de tan engañoso plan futbolístico-identitario, la bilbaína sigue siendo probablemente la única propuesta balompédica utópica de toda Europa y, vista desde aquí, desde el Vicente Calderón, hay días, como por ejemplo cuando ves un Atleti que sólo tiene un “nacionalizado español”, Mariano Andrés Pernía, y, por supuesto, ningún madrileño, que provoca ataques de envidia. Sana, como suele decirse aunque sea mentira.

El caso del F.C. Barcelona es distinto, dado que estamos hablando de mes que un club. Allí se construye un equipo para ganar, para dar espectáculo, para recordar lo de “Freedom for Catalonia” y, de paso, para repartir carnés de catalanismo. No obstante, los catalanes, con bastante más presupuesto para gastar y con gente de más luces, no han caído en el error vasco de limitar su área de influencia futbolística, sino que la han extendido a todo el planeta, formando a los críos en barcelonismo, catalanismo y gusto por la buena circulación del balón en la medular. De ahí que en sus plantillas abunden los jugadores de la casa, aunque sean argentinos, mejicanos, serbios o brasileños, que han echado los dientes en Can Barça. Por eso sea probablemente el único de los veinte equipos punteros de Europa que puede presumir de tener en el equipo titular a seis o siete jugadores de su cantera: Víctor Valdés, Carles Puyol, Xavi Hernández, Andrés Iniesta, Sergi Busquets, Leo Messi y Bojan Krkic. Esto es así, guste o no guste.

Lo del eterno rival, sin embargo, es otra cosa y hay que reconocer, aunque duela, que, como cantera de futbolistas, lleva bastante años en cabeza del fútbol español, curiosamente, reforzando con buenos jugadores de sus categorías inferiores a casi todos los equipos de Primera División sin que prácticamente ninguno logre jugar como local en el estadio Cuernabéu. ¿Por qué? Pues por las comisiones, lógicamente. Les explico rápidamente el lucrativo entuerto con ejemplos todavía frescos. El eterno rival necesita un buen punta joven, un par de centrocampistas y un extremo izquierdo con gol y desborde. El espectador neutral, desde fuera, dirá, “ah, pues muy sencillo, Granero, De la Red, Negredo y Mata”. Todos ellos magníficos futbolistas, formados desde bien jóvenes en Valdebebas, con un futuro más que prometedor y sin coste, más allá de mejorar sus contratos profesionales. Pues no, llegan en su lugar, el argentino Gago, por veinte millones de euros, el también argentino Higuaín, por unos dieciocho millones, así como los holandeses Royston Drenthe y Wesley Sneijder, por otro buen montón de millones de euros cada uno. La explicación, ya digo, es bien sencilla: subir, por ejemplo, a Álvaro Negredo al primer equipo únicamente beneficia a algún entrenador de las inferiores y tan sólo moralmente, por aquello de colgarse la medallita. Sin embargo, traer al Pipita Higuaín supone fabulosas comisiones para un buen número de testaferros, agentes FIFA, intermediarios y demás fauna. Y, ojo, cuando digo fabulosas comisiones, lo digo sin ninguna hipérbole y con pleno conocimiento de causa, que he visto unos cuantos contratos oficiales. Y hablo únicamente de las comisiones legales, no de las que se apañan de palabra. A ver esas matemáticas, chavales: ¿cuánto es el 0,5 por ciento de 18 millones de euros? Pues eso. Miren otro ejemplo tomado al azar: River Plate, el equipo bonaerense que vendió al Pipita Higuaín al eterno rival, empleó tan sólo uno de los 15 millones de euros obtenidos, contabilizadas las comisiones, por su venta para comprar a cuatro jugadores destacados de Rosario Central que, en un par de años, revenderá a buen precio en Europa. ¿Se dan cuén? Así van las cosas y esta suele ser la razón última para que los canteranos no suban al primer equipo.

En el Atlético de Madrid, por desgracia, también sabemos mucho de todo esto, piénsese por un momento en los futbolistas, generalmente mediocres o poco aptos, que nos han colocado los intermediarios de cabecera del club (de Paco Casal a García Quilón, pasando por el ubérrimo Jorge Mendes) impidiendo, de paso, que chavales comprometidos con el escudo se dejaran la piel y los cojones por el Atleti por esos campos del Señor. El resultado práctico, desgraciadamente, es que en el Atleti y, sobre todo, en el eterno rival para ver a un jugador de la casa en el primer equipo tienen que darse dos condiciones bastante difíciles: que sea un superclase de nivel mundial y, además, que tenga suerte en forma de lesiones y sanciones de los extranjeros titulares. Véanse los casos de Raúl, Iker Casillas, Guti Hernández o Fernando Torres para mayor abundamiento.

Pero volvamos a Carlitos Aguilera, un ejemplo de coraje rojiblanco desde la cantera. Quince temporadas jugando en el Atlético de Madrid merecen nuestro reconocimiento y nuestro aplauso, sobre todo teniendo en cuenta que, por falta de sitio, Aguilera fue traspasado al Club Deportivo Tenerife en el verano de 1993. En las islas afortunadas, junto a monstruos del calibre de Chemo del Solar, Ezequiel Castillo, Felipe Miñambres o Slavisa Jokanovic, vivió tres temporadas, perdiéndose, de paso, la mejor campaña deportiva del club de sus amores en dos décadas, el año del Doblete. Ya les dije que la historia de Aguilera tenía un regusto de tragedia: media vida en el Atlético de Madrid y te pierdes el año bueno. ¡Tiene cojones! Aún así, desde la distancia, Carlitos también puso su granito de arena para conseguir nuestro último gran logro. Fue el 18 de mayo de 1996, penúltima jornada liguera, el Atleti se presenta en el Heliodoro Rodríguez López de Santa Cruz de Tenerife como líder del campeonato, con el Valencia, en su estela, a tan sólo cuatro puntos. Los chicharreros, uno de los gallitos del campeonato, son quintos y aspiran a entrar en Copa de la UEFA. Es un partido muy trabado, de muchos nervios, en el que Juan Antonio Pizzi adelanta a los de Jupp Heynckes; el equipo de Radomir Antic está contra las cuerdas y los locales, envalentonados, ponen sitio a la meta de Molina. En la ocasión más clara del partido, centra Juanele y Aguilera, completamente solo en el segundo palo y con Molina ya batido, remata incomprensiblemente fuera. Por televisión se puede ver a Carlitos echándose las manos a la cabeza y jurando en arameo, pero todos los atléticos sabemos que, en realidad, pudo su corazón sobre su cabeza, que aquel gol no podía metérselo Aguilera al Atleti de ninguna manera y que por eso no lo metió. Lo entendemos perfectamente y siempre le agradeceremos tal gesto. El Atleti, que podría haber quedado noqueado con el dos a cero, se viene arriba y a dos minutos para el final empata el encuentro tras un corner botado por Sole Pantic que el Cholo Simeone remata en el corazón del área pequeña, su testarazo rebota en el chepa del central César Gómez y se cuela en la meta de un impotente Marcelo Ojeda. El Valencia le ha ganado uno a cero al Español, pero el empate a uno final en Tenerife deja en manos de los rojiblancos cantar el alirón en la última jornada de la Liga, en el Vicente Calderón, ganando al Albacete. Carlos Aguilera no pudo celebrar aquel título, aunque sí celebró haber llevado al Tenerife a la Copa de la UEFA por primera vez en su historia. Ese verano, el trágico fallecimiento de un hermano le llevó a pedir su salida de Tenerife, aún perdiendo dinero, y regresó a su Atleti para vivir aquella amarga temporada de 1996-1997 en la que nos eliminó en cuartos de final de la Liga de Campeones el Ajax, con un golazo desde el medio del campo de un tal Dani Carvalho. Aciagos recuerdos. Un portugués vago y fiestero, que acabamos fichando sólo por eso, nos metió un chicharrazo absurdo desde su casa en la prórroga e hizo llorar a todo el Manzanares. Puto Dani Carvalho...

Aguilera volvió para quedarse y el sinsabor de aquella Liga de Campeones no fue el más grande. A Aguilera le tocó dar la cara en los momentos más difíciles del Club: el descenso a Segunda División. Carlitos Aguilera fue de los pocos que quedó de aquel equipazo de mercenarios con el que acabamos los decimonovenos de veinte, la peor clasificación de nuestra Historia. Carlitos Aguilera fue un gran capitán atlético en nuestros dos años de penosa travesía por los campos del Jaén, del Eibar, de la Universidad de las Palmas, del Racing de Ferrol, del Badajoz o del Leganés y uno de los máximos goleadores del equipo en la categoría de plata del fútbol español, con 14 tantos en dos temporadas. Un gran capitán rodeado de futbolistas que ni intuían lo que representa para nosotros el escudo que lucían estampado en el pecho: Wicky, Otero, Hibic, Hugo Leal, Llorens, Toni Jiménez, Amaya, Lardín, Carreras, Oscar Mena, Carcedo, Juan Gómez... El único que podía explicarle a un imberbe y pecoso Niño de Fuenlabrada lo que significa ser jugador del Atlético de Madrid: la victoria más rotunda aunque estemos en Segunda. Carlitos Aguilera siempre se ganó nuestro respeto como atlético y como polivalente futbolista, autor de goles decisivos en sus últimos dos o tres años, en los que se reconvirtió en un extremo con mucha llegada al área y en un revulsivo para las segundas partes.

A Aguilera, que nunca fue un futbolista de primer nivel, la veteranía le había hecho un jugador mucho más inteligente, dominador de la Ley del Segundo Palo, filón seguro para meter ocho o diez chicharretes por temporada. Carlitos Aguilera, pese a haber estado tres temporadas en el C.D. Tenerife, donde, por cierto, posteriormente siempre fue recibido con un cálido aplauso, es el cuarto jugador de la Historia Atlética que más partidos ha disputado con nuestra camiseta, sólo superado por Adelardo, Tomás y Collar; concretamente 454, entre Liga, Copa, Supercopa, UEFA, Liga de Campeones y Copa Intertoto. Carlitos Aguilera colgó las botas -con dos Copas del Rey y una Liga de Segunda División en su Palmarés- siete días después de cumplir 36 años, jugando media hora del último partido de la temporada 2004-2005 en el Vicente Calderón. Un partido malo de solemnidad ante el Getafe del extraordinario Gica Craioveanu que acabó con empate a dos. Pitaba el ridículo, caricaturesco y pésimo colegiado Losantos Omar y los dos goles del Atleti los metió el uruguayo Richard Núñez, los únicos que coló en los once partidos que estuvo bajo la disciplina rojiblanca por unos enjuagues de su representante con el Club, que nos lo vendió como un Diego Forlán in pectore. Un mercenario rubito y canijo que nos salvó un punto en la última jornada de la última temporada de Carlitos Aguilera. Tiene guasa la cosa.

"Cuando yo subí al primer equipo había mucha gente de la cantera y que llevaba muchos años en el Atlético de Madrid. Ahora, no sé si porque el fútbol ha cambiado, pero es extraño que un futbolista llegue a jugar diez temporadas en un equipo. Espero que esa costumbre cambie pues el Atlético de Madrid siempre ha sido grande cuando ha tenido gente identificada con los colores, con este escudo". El mismo escudo que Carlitos Aguilera defendió con profesionalidad, honradez y pundonor, aún con desigual fortuna, durante quince temporadas no especialmente favorables perdiéndose encima la única que, de verdad, mereció la pena. "Creo que ha llegado mi momento”, dijo emocionado en la zona de vestuarios del Vicente Calderón aquel 29 de mayo del año 2005 tras su último partido, “he hecho durante 18 años lo que más me gustaba, y en un club que me ha valorado y donde siempre me he sentido muy querido. Creo que el Atleti es una filosofía de vida y me gusta. Supongo que no puedo pedir más". Nosotros, puestos a pedir, pediríamos muchos como tú, Carlitos.

lunes, 16 de febrero de 2009

Redacción y crónica del Atleti - Getafe


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Redacción: qué quiero ser de mayor

Me llamo Ramón y soy estudiante. Estudio porque tengo edad de estudiar, que estoy en lo que antes llamaban EGB y ahora mi padre no sabe cómo se llama; y no crean, que por mí haría otra cosa. Estudio creo yo que bastante, pero parece que no todo el mundo piensa lo mismo, hay quien opina que estudio poco. Mis padres, sin ir más lejos. En casa me lo dicen continuamente: estudia, Ramón, hijo. Estudia, Ramón. Cuando estoy en casa comiendo galletas me dicen estudia Ramón. Cuando veo los Simpson o juego a la play me dicen estudia Ramón. Cuando bajo a jugar a la calle o al parque me dicen que juegue un rato pero un rato solo, que luego hay que estudiar, estudia, Ramón, me dicen. Tanto me dicen estudia Ramón que ya no tengo ningún tipo de reacción a la frase. Estudia Ramón, repiten, y yo como que no lo oigo.

Antes pensaba mucho cuando me decían estudia Ramón, no crean, pero ya no lo hago. Tendré que estudiar, pensaba, si me lo dicen será por algo, al fin y al cabo esta gente parece que quiere que me vaya bien, que ni me dejan pagar en los restaurantes ni nada. Pero estudiar, qué quieren que les diga, no es lo mío. Porque yo, como todos, quiero ser futbolista. O músico, también quiero ser músico. Estudiar no es lo mío. Me dicen estudia Ramón y es como si me dijeran que me echase limón en un ojo, como si me pidieran que pasara todas las tardes del año con la tía Charo, como si me dijeran que me comiera un kilo de acelgas rehogadas. A mí, como a todos creo yo, no me gusta estudiar. A lo mejor a Juan Manuel de Prada sí, pero a mi no. O a Pere Gimferrer, a ese también puede que le guste, pero a mi no. Tampoco me gustan las gafas de ambos, ni el pelo del segundo, es un pelo raro tras una frente gigante. A mi lo que me gusta es el fútbol. Y la música. Tampoco me gusta mucho llamarme Ramón, por cierto, que no sé yo por qué no me llamo de otra forma. Ramón no es nombre de niño pequeño, no sé, yo ya con la edad me voy haciendo a la idea pero de bebé me chocaba llamarme Ramón. Ramón, no hace falta explicarlo, es nombre de pelotari o de leñador, de tipo grande, no de bebé. O de señor respetable, ahí viene el Señor Ramón, dejen paso a este prohombre, eso sí que pega y no decir ayyyy Ramón, ay mi Ramón cómo se ríiiiieeee, ay Ramón acábate el potito. Ramón es un nombre con enjundia, de tipo hecho y derecho que sabe poner las cadenas al coche y que no se pierde en el metro ni nada; la excepción que lo confirma es el caso Ramoncín, no me lo negarán.

Yo, por mi parte, no sé por qué me pusieron Ramón pero seguro que no fue para que fuera un gran estudiante. Sería para que fuera un fino futbolista como Ramón el del Sevilla. O un gran músico. En mi familia nunca hubo un Ramón, lo que acrecienta el misterio. Según me dijo mi padre hace poco me pusieron Ramón pero antes dudaron si ponerme Juan para llamarme Johnny, o José para llamarme Joey, o Diego para llamarme Dee Dee, o Tomás para llamarme Tommy o Marcos para llamarme Marky. Pero al final me pusieron Ramón y aún no entendido por qué.

Además de todo lo anterior, soy del Atleti. Mi padre es del Atleti y mi madre es del Atleti. Ayer, aunque era tarde, me llevaron a ver al Atleti. Tenemos una sorpresa, me dijeron, así que me abrigaron, me hicieron un bocadillo, la tía Charo me dio varios besos en la mejilla de esos que suena chuiiick chuiiick y me fui al fútbol. En el campo vi al Atleti y vi a la hinchada. Ví puestos de pipas y vi baños sucios llenos de gente. Ví a cuatro tipos fallando un tiro a puerta sin portero ni nada y cómo la gente se burlaba de ellos. Vi una mascota bastante ridícula y ví los videomarcadores. En un momento dado apareció mi foto, qué cosas, y mi padre me dio codazos y me dijo ¿te gusta? Y no me gustó, claro, porque bajo mi foto ponía "estudia, Ramón". Y detrás salía Antonio López con gesto amenazante, con lo poco amenazante que resulta, el hombre. Y no salió una vez, no, salió dos veces, dos, una en el primer tiempo y otra en el segundo, estudia Ramón, estudia Ramón. La verdad es que la gracia me tocó las narices. Y a mi padre le salió el tiro por la culata porque yo, durante el final del partido, me fijé en Maniche. Me fijé en que le aplaudieron de salida y en que corre más bien poco y en que falló un gol claro y en que luego la pifió en defensa y que luego encima salió en la tele llevando un sombrero horroroso y al final no le pasó nada. Me fijé en que lo que hacía no tenía mucho mérito y en que probablemente no había que estudiar mucho para hacerlo. Y entonces pregunté a mi padre:

- Papá, ¿cuánto gana Maniche?
- Mucho, Ramón,
- Pero ¿cuánto?
- Pues mucho, Ramón, mucho más de lo que yo vaya a ganar nunca y probablemente mucho más de lo que vayas a ganar tú.
- Pues papá, me temo que estudiar, lo que es estudiar, va a estudiar tu padre.

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Salió el nuevo Atleti de Abel Resino entre triunfales ovaciones de la hinchada y una de las grandes preguntas que se hacía la gente de la grada era qué diría la portada del Forza Atleti. "El Regreso", dijo, y si llega a salir Bob Hope con un vaso de leche la cosa habría tenido sentido, pero no, que salía el pobre Abel, así como es él, algo acartonado. Salió ese nuevo Atleti que en Huelva hizo del fútbol una de las bellas artes y que cautivó con su técnica y su ritmo a medio mundo y gran parte del otro medio. Salió ese Atleti sabiendo que la ocasión era única, que la victoria le metería en la pomada de nuevo, que los rivales habían pinchado y que, de ganar, la crisis quedaría lejana y sola, como Córdoba.

Salió Pablo y salió Raúl García y ya, que el resto eran los de siempre. Salió Pernía por la izquierda, sin saber muy bien qué le pasa a Antonio López. Salió Seitaridis por la derecha, y resulta que no lo hizo mal. Salió Assunção, y la frase quedó en perfecta aliteración en S. Salieron los cuatro de delante y Leo Franco y Ujfalusi. Vamos, casi lo de siempre. Salió también el Getafe con ese medio campo que sabe a lo que juega y un portero que al principio parecía que se iba a tragar todas y que acabó dándonos la tarde. Salieron ambos y a los quince minutos el Getafe ya había tenido dos ocasiones de gol, qué cosas tienen los equipos visitantes, no hay derecho. La afición quería ver la huella indeleble de Abel pero lo único que se vio al principio fue un despeje horroroso de Pablo con pérdida de bota incluida: era la mano de Santi Denia, no había duda, la afición lo tenía claro.

Salió el Atleti con ganas de ganar y parecía que podría hacerlo. Pudo marcar Maxi pero no lo hizo, puso algún buen centro largo Assunção, para sorpresa de muchos, y puso también alguno Raúl García. La grada se preguntaba si el Atleti jugaba con la famosa defensa adelantada de la que se venía hablando la última semana, y lo que percibió es que Pablo volvió a ser futbolista. Pernía despejó de cabeza un balón raso, un lance inédito en la liga en casi cien años de historia, y el Getafe parecía no pasar demasiados apuros. En estas Seitaridis puso un centro maravilloso para que Forlán marcara, un centro de esos que a uno le dan gusto y rabia a partes iguales, gusto al verlo y rabia al ver quién lo hace, cuándo lo hace y sobre todo al pensar la cantidad de ocasiones en las que no le da la gana hacerlo.

Con uno a cero empezó el segundo tiempo, un segundo tiempo que ya hemos visto. La grada veía el partido sin confianza ni demasiada preocupación, la grada tenía la sensación de que no había cambiado casi nada. No había más intensidad de lo normal, ni jugadores jugando de forma desacostumbrada, ni demasiadas variantes tácticas de esas que los entendidos aprecian. El Atleti parecía el mismo Atleti de otras veces, no había demasiados cambios en lo que se observaba; esto, por otra parte, es normal dado que Abel lleva sólo unos días en la casa, pero invita a la reflexión sobre cuál era el verdadero peso del recientemente destituido. Quizás Simão jugase menos pegado a la raya de fuera, quizás ni Maxi ni Simão tuvieron claro qué hacer exactamente, quizás a Assunção se le vio en una posición en la que tenía más responsabilidades ofensivas. Quizás Raúl García aportaba más solidez al centro del campo, algo que no es poco cuando enfrente están Granero y sobre todo Casquero, quizás Pablo tuviera un papel más protagonista que en otros partidos, con cabezazo al segundo anfiteatro incluido. Quizás una falta tirada tras un amago y un pase corto y un saltito sirviera para que aquellos aficionados deseosos de aire fresco pudieran por fin decir aquello de que ahora sí, ahora se ve que el equipo está t-r-a-b-a-j-a-d-o.

Pero a gran parte de la grada no le sorprendió mucho lo visto. No le sorprendió la falta de instinto matador ni los agujeros defensivos. No le sorprendió que el rival jugase relativamente cómodo aunque sí le sorprendió que los delanteros fallaran varias veces ocasiones medio claras. No le sorprendió que se fuera el Kun, aunque sí le sorprendió gratamente cómo se desenvuelve Sinama por la banda, con Maxi por delante. No le sorprendió que se hiciera un penalty estando Pablo y Seitaridis cerca de la acción, aunque sí le sorprendió a qué altura salió el balón chutado por el rival. Quizás por ello no le sorprendiera tanto que se perdiera lastimosamente un balón en el pico del área propia cuando se tenía ventaja para salir al contraataque, ni que un rival consiguiera centrar de chilena a otro rival, que marcó en plancha cuando ya no había tiempo más que para lamentarse. Para lamentarse de los puntos perdidos, de la ocasión nuevamente desperdiciada, de la imagen final del equipo, de la enésima vez en que no se aprovechan los tropiezos de los que están llamados a pelear por los puestos que interesan al Atleti. Porque, una vez más, el Atleti echó por tierra lo que podía haber sido un fin de semana redondo, como tantas veces, como demasiadas veces ya.

Y encima hubo alguno al que, tras el sofocón, le dijeron que estudiase. Verdaderamente, hay días malos, pero malos malos.

lunes, 9 de febrero de 2009

Crónica inversa de un Recre - Atleti (Night on Earth)

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El que suscribe, en rugby, va con Irlanda.
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El día 8 de febrero de 2009, aproximadamente a las 18:50 de la tarde, varias personas se encogían de hombros y se levantaban de sus sillas en un bar sito en Valdepiélagos, municipio de la provincia de Madrid famoso por el sufragio directo y los huevos fritos con migas. Y lo hacían sin demasiado entusiasmo pero satisfechos, con alivio pero sin excitación, contentos pero no felices. Esas personas, de diferentes edades y variados tonos capilares y grados de miopía, hipermetropía y astigmatismo pero sin estrabismo alguno, oiga, acababan de ver el Recreativo - Atleti de liga que acababa con el resultado de 0-3, dos goles de Forlán y uno de Agüero. Los espectadores se levantaban y recogían el tabaco o iban al baño o llamaban a casa para decir que sí, que ya voy, pero si acaba de acabar, sí, salgo ya, hay que ver qué prisas. Los aficionados se activaban tras un partido entero sentados en una silla, y lo hacían con una sensación conocida y no muy remota: la alegría contenida por una victoria contundente pero no espectacular, la sensación de haber pasado un trámite, la sospecha de haber evitado un desastre a corto plazo pero sin garantías de evitar un desastre aún mayor a término medio o largo, el estupor al ver la clasificación y la diferencia de puntos con los equipos que ocupan los puestos anhelados, la impresión de haber visto un equipo que hombre, que sí, que si funciona pues bueno pero que tampoco es para tanto, la resignación de que tampoco hay mucha más tela que cortar, la leve ilusión de que si las cosas se enderezan se puede hacer algo mejor, la intuición de que si los jugadores realmente quisieran que ciertas cosas pasaran, estas pasarían con mayor certeza, con mayor frecuencia.

Aproximadamente veinte minutos antes del momento referido en el párrafo anterior, en el cuarto de estar (nótese lo salao de la expresión, por cierto) de una casa sita en Ontinyent - también llamado Onteniente, municipio sito en la provincia de Valencia por mucho que algunos lo sitúen en la de Alicante - un señor con gafas y su hijo en edad adolescente daban un brinco en un sofá de elegante estilo provenzal, de esos con patas de madera maciza con los que uno se destroza el dedo chico del pie en las frías mañanas del invierno ontinentino. Y lo daban cuando Leo Franco se llevaba a una mano un balón entre tres rivales, evitando un gol posible pero no decisivo en un partido que los visitantes ganaban por cero a tres ya desde hace un rato. La parada del portero, vestido de un color que chirría a los supersticiosos y alegra a los mosquitos, desencadenaba por enésima vez una discusión ya tradicional entre la hinchada colchonera desde que ésta, hace unos meses, se dividiera entre partidarios y detractores de Leo Franco. Por obra y gracia de la tecnología y los tiempos modernos, la discusión no se hacía a viva voz y mirándose a los ojos y haciendo grandes gestos con las manos sino a través de mensajes de texto por teléfono móvil; y no se desencadenaba entre aquellos que compartían sofá, que por ser padre e hijo prefieren discutir sobre horas de llegada los viernes por la noche o sobre la cuantía de la paga semanal, sino que se producía entre el cabeza de familia con gafas y un señor que en ese momento se encontraba trabajando en la redacción de un importante medio de comunicación de ámbito nacional. El segundo, reconocido anti-leofranquista de voz ronca y gusto por los guisos de cuchara, esperaba desde la intervención providencial de su odiado cancerbero el mensaje burlón del sarcástico levantino quien, además de tener una moto vieja en buen estado, gusta de chinchar al segundo cada vez que el portero odiado por este último hace una intervención de mérito. Esta amistosa pelea a distancia, si bien inocente y pacífica, es una reproducción en miniatura de el debate que asola la grada desde hace unos meses y que lleva a los partidarios de Leo Franco a pronunciarse con vehemencia sobre la sobriedad y efectividad de su protegido, mientras que sus detractores critican su querencia a permanecer bajo los palos, a no usar su envergadura y renunciar a las salidas por alto y su pobre juego con el pie. Así, mientras unos por defender al suyo critican a Coupet y otros por atacar a su adversario se refieren a Leo Franco como "la mona" (que esto es verídico, que me lo han dicho a mí unos ilustres atléticos de Algeciras), el partido va avanzando y la afición sigue a los suyo, que es discutir sobre todo.

Aproximadamente veinte minutos antes del momento referido en el párrafo anterior, y coincidiendo con los primeros compases del segundo tiempo, un considerable número de aficionados atléticos residentes en Bruselas, Bélgica, reunidos en un bar conocido por el nombre de sus dueños, pedían otra cerveza esperando un segundo tiempo animado que continuara con la dinámica mostrada por el equipo en el primero. Cómodos gracias a la ausencia masiva de público, como suele pasar hoy en día en los bares cuando juega el Atleti, y a la ventaja en el marcador, los presentes se dedicaban con placidez a discutir sobre otro de los temas favoritos de la afición colchonera: que si el cuatro-cuatro-dos o si el cuatro-dos-tres-uno. Unos defendían la primera opción, otros veían osado plantear el partido con cuatro atacantes, unos decían que qué puede pasar cuando vuelvan Maxi y Simao y otros se preguntan qué le pasa a Raúl García, por más que ayer anduviera más atinado. La afición discute y discute sobre qué hacer con Forlán, si meterle más de centrocampista dejando al Kun solo en punta y así cerrar la media con dos mediocentros que compensen la debilidad de la defensa. A cada argumento defendido por un sector contesta el otro con sólidas razones contrarias, bien desde el propio bar o desde un sofá en una casa de Onteniente o en un bar similar pero con mejores migas sito en Valdepiélagos, provincia de Madrid. Hablan unos sobre si hay que renunciar a Maxi, que no saben bien a qué juega y otros glosan las maravillas del capitán. Unos dicen que, aunque es pronto para decir nada porque sólo se lleva un partido, parece que con Abel el equipo juega más junto y hay menos distancia entre defensa, media y delantera, que ya era hora, que no había que ser un lince para haberse dado cuenta y otros dicen que la clave, la clave de todo es que no está Maniche. Se solapa entonces el debate del sistema con el debate sobre Maniche, y unos dicen que es un sinvergüenza que no sabe qué camiseta lleva y otros dicen que puede, que sí, pero que al menos sabe jugar al fútbol y que lleva en una bota más calidad que toda la defensa junta. Discute la afición exiliada, lo que produce desgaste y pérdida de líquidos y no queda más remedio que pedir más Jupiler.

Aproximadamente quince minutos antes del momento referido en el párrafo anterior, y coincidiendo con el final del primer tiempo, un señor de Milán de aspecto distinguido y gusto por los vinos secos se incorpora de su silla y abre mucho los ojos para así aliviar la tensión de las cejas tras haber visto todo el primer tiempo del partido con los ojos entornados y cara de chino a través de una página de internet de origen ruso que recoge un link de una página china que ofrece acceso a una página india que ofrece los partidos gratuitamente, sin saber bien si eso es legal o no, con comentarios en finés. Lo mismo hacen un tipo en Miami, un furibundo colchonero en Bretaña, dos amigos en Croacia, un ojeador aficionado en Costa Rica y un insomne en Yemen. Todos a la vez mueven el cuello y la cabeza de lado a lado y miran a techo y, cuando notan el relax en los músculos de la nuca, dicen uf.

Aproximadamente catorce minutos antes del momento referido en el párrafo anterior se desencadena en el bar de Bruselas referido anteriormente otra tormenta que nos es familiar. Hacia el minuto 31, con 0-2 a favor del Atleti, Pernía salva en la línea de gol un tiro del Recreativo que se colaba dentro. Despeja Pernía y la muestra de afición del bar se divide entre quienes maldicen su estampa y quienes celebran con especial alegría cada acierto de Mariano. No vale para nada, no debería estar en este equipo, es un desastre técnico y táctico que sólo corre sin sentido, menudo timo nos metió el Getafe, dice medio bar. El otro medio replica ya estamos con Pernía, hasta cuando salva un gol lo hace mal, será malo pero el hombre se vacía, lo da todo, anda que no hay gente a la que criticar por delante de Pernía. Faltaría más, si encima no corriese sería para matarle, menudo petardo, dice una facción. No, si haga lo que haga está mal, qué más da si regatea a tres o si roba un buen balón o si mete un pase en profundidad, todo lo que hace está mal, y mientras Seitaridis por ahí, de rositas. Se emplea de nuevo cada facción en tratar de hundir a los rivales y echa el resto discutiendo, que es lo suyo. Cuatro minutos después marca Forlán el tercero y el bar grita y lanza puños al aire y hay tímidas palmadas en la espalda y amagos de abrazo y algún discreto y sobrio apretón de manos, tímida tregua antes de la próxima discusión.

Aproximadamente cinco minutos antes del momento referido en el párrafo anterior marca Forlán el segundo con un remate prodigioso que primero parece que se va fuera pero coge efecto, se frena y se va a la parte interior del palo. Se abrazan padre e hijo en un sofá en Onteniente y llegan mensajes de texto desde una redacción de un importante medio de comunicación de ámbito nacional en los que pone qué bueno es el uruguasho, oiga. El Atleti marca el segundo gol tras un buen comienzo de partido en el que los jugadores muestran más ganas y más compromiso, más interés por ganar que en partidos recientes. Este hecho levanta una ola de discusiones entre ocupantes de sofás en el Levante español, levanta polémicas en las redacciones de medios de comunicación, produce divergencias en los bares del exilio y hasta peleas internas entre el yo y el super-yo de aquellos que ven el partido en solitario, con los ojos achinados frente a un ordenador en Milán, Miami, Bretaña, Croacia, Costa Rica y Yemen: la culpa es de los jugadores, ahora sí que corren, se han querido cargar a Aguirre, está claro. Qué sinvergüenzas, no sienten los colores, les da igual todo lo que no sea su sueldo, no saben qué camiseta visten, a estos les ponía yo a picar en una mina. Discute la afición, que es lo suyo, mientras disminuye la indignación de la que ésta era presa hace aproximadamente media hora.

Y es que aproximadamente media hora antes del momento referido en el párrafo anterior la afición en pleno, y no solo en Valdepiélagos y en Onteniente y en Bruselas y en algún otro sitio como por ejemplo El Escorial, se situaba frente a la televisión para ver el debut de Abel y lo hacía discutiendo con furor sobre si echar a Aguirre era o no la solución, sobre si el problema del Atleti es más profundo o si se soluciona cambiando un entrenador cada seis meses. Brama la afición contra la directiva con más unanimidad que nunca, quizás gracias a una extraña complicidad de los medios en los últimos días, tras la destitución del mexicano. Discute la afición sobre si hay que echar a los del palco por las buenas o por las malas, y sobre si lo mejor es no volver al campo o sacar pañuelos o tirar al pilón a los creadores de opinión deportiva que intoxican desde periódicos y radios. Las venas de los cuellos se hinchan y a medida que se acerca el momento del pitido inicial la indignación crece y también lo hace la claridad con la que los aficionados ven la solución a todos los males: que se vayan ya los presuntos dueños del club, que nos dejen en paz, que venga otro que se haga con el control de las acciones, uno que sepa de qué va esto, uno que no busque vender el estadio ni al Kun ni nada. La afición no se divide entonces entre partidarios o detractores del palco, que todo el mundo tiene claro quién es el verdadero culpable de todo, sino entre los que opinan que cambiar al entrenador era necesario o es inútil, los que creen que Abel no es más que otra cortina de humo que impedirá ver la verdad o los que piensan que merece una oportunidad al menos y que algo había que hacer con Aguirre, vistas las cosas; los que hubieran preferido a Pantic o lo que reniegan de Santi Denia, los que proponen llevar pancartas al campo o pitar durante noventa minutos. Todo el mundo tiene claro qué hay que hacer, todo el mundo se brinda para ayudar, todo el mundo decide dejar todo de lado para pelear por el Club porque eso, el Club, eso es lo importante. Lo nuestro, lo de nuestros padres, lo que no podemos permitir que nos quiten.

Cuatro minutos después llega Sinama, se va por la banda, deja un buen centro alto a la altura del punto de penalti y marca el Kun otro gol, otro de cabeza. Y así, de sopetón, todo cambia.

lunes, 2 de febrero de 2009

Mi Moleskine

A mí me hacía mucha ilusión escribir la crónica de un partido del Atleti. Y mucho más desde que, un alma caritativa de este Santo Lugar, me contó que no había límite máximo de palabras. Genial. Esta es la mía –me dije- y acudí al Estadio con una Moleskine de bolsillo, donde me propuse ir anotando ocasiones, jugadas importantes, sensaciones puntuales, ideas que se me fuesen ocurriendo y todas esas cosas necesarias para salir dignamente del reto. Porque ésto es un reto, ¿eh?. Porque éste no es un lugar cualquiera. Es El Rojo y El Blanco, oigan.


La Moleskine es, en realidad, lo que en el cole llamábamos cuadernito. Lo que pasa es que la puso de moda Doña Carmen Rigalt, que es una escritora y periodista mítica para el atleticismo crítico, porque fue una de las primeras que se puso chula con Gil-padre, le criticó sarcásticamente cuando casi todos los demás le reían las gracias, y escribió aquellos artículos en los que mencionaba mucho su moleskine y a él le llamaba Moby Gil.

Cuando te lo compras, te lo venden por el precio de unos diez cuadernitos de aquéllos pero, eso sí, con un folleto explicativo en el que pretenden convertirte en un tío muy importante, y te cuentan que Van Gogh, Picasso, Hemingway o Chatwin, no habrían sido nada sin su moleskine.

No es mi caso. Me hubiese encantado, pero no ha sido posible. Ya habría terminado el artículo hace varios párrafos, si me hubiese limitado a pasar a limpio mis anotaciones. Y habría tenido que renunciar a escribirlo, si tuviese que limitarme a mis sensaciones.

Dice el folleto que Bruce Chatwin se volvió loco, y se puso a comprar cuantos moleskines encontró a su paso cuando, al ver que en su librería habitual de la Rue de L’Ancienne Comédie, no ocupaban el estante acostumbrado, le dijeron: “Le vrai molesquine n’est plus”.

Y en eso, precisamente en eso miren por donde, nos vienen insistiendo muchos atléticos de corazón desde hace años: en que el verdadero Atlético ya no existe.

Sin embargo, yo me he resistido y creo que me seguiré resistiendo a esa teoría porque, además, la memoria es muy traicionera y selectiva y muchas, demasiadas veces, todos tendemos a hablar de los tiempos pasados con pasión desbordante y ciega, olvidando los años, e incluso los lustros tristes y duros, que también los hubo y, en franco contraste, tendemos a analizar la actualidad con un pesimismo desbordante ... que es en realidad lo que hemos hecho siempre, lo que pasa es que no nos acordamos. Y lo que pasa, también es verdad, es que cada vez son más las cosas que suceden, en este Atlético que vivimos, que nos llevan al pesimismo sin remedio.

Sin remedio y sin freno; porque es pitagórica la teoría según la cual, mediante la noción del límite, lo ilimitado toma forma y, a medida que van pasando las semanas, y con las semanas los partidos del Atleti desde que empezó 2.009, lo malo es que nadie sabe muy bien donde está el origen de ésto que le ocurre al equipo, pero lo peor es que cada vez resulta más imposible verle el fin. Es ilimitada la crisis del equipo, como ilimitado parece también la pasión por el Sistema Helicoidal de quienes insisten en ser considerados, y en actuar como si lo fueran, propietarios del Club de nuestros amores, de nuestros sentimientos, de nuestras felicidades pasajeras, y de nuestros persistentes sufrimientos.

A estas alturas, evidentemente, el señor que ésta tarde estaba de viaje en Dubai y el señor que esta noche estaba entregando Goyas (“una mala noche la tiene cualquiera” le dijo el tío sin despeinarse, a Doña Concha Velasco), tienen una comprensión enciclopédica de nuestros problemas, y cada uno de nosotros también. La práctica y la reiteración, es lo que tienen. Pero lo malo es que no nos sirve para nada entenderlo todo mucho, si el mal de base persiste.

Todo eso lo sabíamos pero, al mismo tiempo, unos más, otros menos, creímos haber encontrado una especie de tesoro oculto, desde luego por casualidad y nunca siguiendo un plan, en un grupo de jugadores que nos devolvieron la dignidad en una serie de partidos jugados con solvencia, que nos volvieron a meter en Europa tras casi una década de ausencia, que después nos metieron en Champions y que llegaron a finales de diciembre dejándonos dudas, claro, muchísimas dudas; pero también una sensación de superioridad sobre la mayoría de sus rivales que algunos, pobrecitos, menuda noche ésta para recordarlo, quisimos interpretar como una base sobre la que construir algo, tal vez incluso un equipo capaz de seguir creciendo, aunque nos sabíamos de memoria que la necesidad de reforzarnos en varias posiciones es muy evidente y que la pantilla, corta de por sí, se reducía ostensiblemente cuando, profundizando un poco, nos dedicábamos a medir el grado de implicación de varios de sus componentes, la capacidad de otros cuantos y, finalmente, el grado de felicidad y de resistencia del selecto grupito de jugadores con los que nos quedábamos, una vez aplicados ambos filtros.

Pero incluso así, me temo que ninguno estábamos preparados para una caída de bruces tan precipitada, tan de repente y tan sin paliativos.

El caso es que, por si acaso quedaba alguna duda de cómo andan las cosas, el Atleti se encargó de resolverlas todas contra el Valladolid; porque el partido fue, en sí mismo, un compendio de todos los males que nos aquejan.

Verán: cuando llegamos al minuto quince de partido, nuestro equipo sólo había llegado tres veces al área contraria. Las tres por la banda izquierda. Las tres gracias a la iniciativa y esfuerzo de Mariano Pernía. Ninguna llegó a preocupar del todo a Villar pero, por el contrario, nos preocupó bastante a los espectadores, que nos preguntábamos por dónde andarían los demás, si era Pernía el encargado de crear los atisbos de ocasiones, como si no le bastara con tener controlado a ese jugador con tan buena pinta y que parecía tan inspirado, llamado Pedro León.

En ese tiempo, el Valladolid sólo había llegado una vez, aunque lo hizo de un modo certero, en esa jugada con tanta pinta de penalty, en la que Pablo metió el pie y se llevó por delante al balón y a Canobbio, ignoro sinceramente en qué orden, aunque me lo temo.

Cuando se produjo la primera conexión entre dos de “los cuatro de arriba” (marca registrada) y Forlán metió un pase milimétrico, que un ansioso y francamente irreconocible Agüero remató muy alto, nos acercábamos a la primera media hora y, para entonces, al Valladolid ya se le veía muy suelto y había creado varias ocasiones, fallando una muy clara, increíblemente, ese sueco tan atípico que responde por Goitom.

Como además se tuvo que ir Simao prematuramente, y nuestro estado de ansiedad colectivo crecía y crecía, ni siquiera tuvimos fuerzas para reclamar un probable penalty sufrido por Raúl García, en parte porque nos acordamos de lo de Pablo, y en parte porque, de lo que teníamos ganas, era de suspirar mucho con el descanso, al que llegamos con un milagroso 0-0.

Muchos de nosotros hubiésemos firmado irnos a casa en ese momento, con el puntito, pues, aunque soñábamos porque pasara algo que espabilase a nuestros jugadores, alguna jugada con efectos mágicos, lo cierto es que no nos lo creíamos del todo y hacíamos bien porque, nada más empezar la segunda parte, el bueno de Leo firmó un capítulo más de su cada vez más abultado libro-pesadilla con las salidas y dio, de puños, un auténtico pase de gol no desperdiciado, que fue el 0-1.

Tardó poco en reaccionar el equipo porque, sólo tres minutos después, en un contragolpe muy bien llevado por Sinama y muy mal rematado por Forlán, el balón entró nadie supo muy bien cómo, aunque parece que el amigo García Calvo ayudó. Muy mágica no es que fuese la jugada, pero como todos teníamos tantas ganas de celebrar algo, se creó una especie de ambiente de remontada, de a por ellos oé que nos mantuvo algunos minutos entretenidos, poco antes de darnos de bruces con la realidad, que viene siendo muy dura, y aunque el Valladolid hizo lo que pudo, perdonándonos un par de ocasiones más, fue tan poco lo que tuvo enfrente que, finalmente, se vieron penosamente obligados a ejecutarnos con plena justicia; por mucho que al final, repitiendo la escena vivida por Ujfalusi en Málaga, Agüero estuviese a punto de obtener un 2-2 que habría sido doblemente injusto: ni se lo merecía el equipo, ni se lo merecía tampoco él.

Tal vez la librera de la Rue de L’Ancienne Comédie podría decir que “Le vrai Atletico de Aguirre n’est plus”. Y probablemente tuviese razón, porque no se reconoce en el actual equipo, ni una sóla de las virtudes que nos ha llevado a los Octavos de Final de la Liga de Campeones. Por eso, es lógico que, al mirar la Clasificación, en estos momentos estemos incluso fuera de la zona europea. Y eso, porque algunos de nuestros rivales más directos, léase Sevilla y Villarreal, nos están haciendo el favor de esperarnos sentados, supongo que por darle más emoción a la cosa.

Sin embargo, como ayer se obró el milagro en las despobladas gradas y el habitual hit “Caguirre vete ya”, tan musical, pegadizo y facilón, se vio en principio acallado por el “Aguirre Quédate” de los aficionados albivioletas, unos cachondos, y posteriormente por una tan airada como inesperada protesta en dirección al Palco; permítanme que tarde un poco más en contradecirme a mí mismo, y no certifique la defunción del Aguirrismo, por si acaso la gente está empezando a enfocar en la dirección más correcta.

De todos modos, yo me sumaría a la campaña pro-cambio de entrenador si encuentran a uno que le dé un poco más de cariño y de mimos a Agüero, por ejemplo. No deben ser suficientes los que recibe, si se le ve tan pálido y descangashado, tan ausente de inspiración, tal vez también de motivación. O bien es eso, o bien le sentó fatal lo que le sirvieron el otro día, en la cena-homenaje de la que nos ha hablado mucho la Gran Doña María José Navarro.

Si hace eso, y además convierte en figuras a quienes actualmente no lo son, o al menos no lo parecen, le aporta energía extra a quienes lo son y suelen parecerlo, aunque ahora mismo tampoco, y de paso encuentra en nuestra cantera a tres o cuatro estrellas nacientes, a ser posible altos, fotogénicos y con ojos azules, de esos que Aguirre no sabe ver … yo me apunto enseguida al nuevo entrenador, sea éste quien sea.

En caso contrario, a mí que me perdonen si no entiendo, y soy tan incapaz de explicarlo, como lo sería si me pidieran un análisis del fin del Imperio Austro-Húngaro, esta profunda y súbita degeneración.

Que me perdonen, también, si busco culpables y los encuentro, más que en el banquillo, en esa puerta cero donde se concentraron muchas personas que saben mucho de esto, y que además llevan años luchando, aunque a veces se les sumen amistades coyunturales tan poco recomendables.

Y que me perdonen, finalmente, si los encuentro también sobre el césped; pues una cosa es el cansancio, y otra cosa ésto. Una cosa es tener una plantilla corta, descompensada y limitada, y otra cosa ésto. Una cosa es saber perfectamente que no somos el Manchester United, y otra cosa muy distinta es que permitas, correteando sin sentido, que el Valladolid te perdone una goleada.

Mientras le pongo punto final a esta crónica, saludo efusivamente y le envío un agradecido abrazo tanto al Comandante Carlos Fuentes, como a los demás compañeros lectores a quienes pido comprensión y paciencia; casi prefiero no pensar en lo que está pasando por esas mentes de las que no suele salir nada bueno, y prefiero no imaginar de quienes son los teléfonos que están sonando.

Y ni siquiera he abierto mi moleskine para consultar. Mecachis en la mar, hombre …

Fran Omega – febrero 2009