sábado, 19 de abril de 2014

Crónica culpable y en infinitivo de un partido extranjero

Esperar todo el año a que llegue la primavera, hacer cuentas, mirar calendarios, elegir destino para viajar. Ver que este año llega tarde el Jueves Santo, confiar en que haga bueno en Viernes Santo y salga de una vez el Cachorro, aún a sabiendas de que uno no estará allí. Pensar que el Atleti juega el Domingo de Resurrección, hacer planes para estar de vuelta en Madrid a la hora del partido, olvidarse del tema. 

Ver ansioso cómo se acercan los días para irse, pensar en la ropa, en los libros, en las botas de andar. Aprender todo sobre la previsión atmosférica, la moneda, el tipo de cambio, los horarios y costumbres locales, no mirar, eso sí, fotos del destino para no hacerse una idea predeterminada y no perderse la sorpresa. 

Enterarse de que el partido se cambia al Viernes Santo, escuchar de nuevo eso del bolsito, el autobús y a la cancha. Escuchar a Simeone decir que si no hay plata duerme uno en el coche, que no hay Semana Santa que valga, que de aquí a final de liga ni se duerme ni se come. Entender que por fin el Atleti tiene un entrenador que entiende la grada como la entiende uno, que pide a la grada no ya que juegue, sino se comprometa, hasta que entrene. Entender también que, después de tanto tiempo esperando, quizás vaya uno a traicionar esa misma idea de primeras. 

Dudar, dudar mucho, hablar con la agencia de viajes, preguntar cuánto valdría adelantar la vuelta, no querer dar demasiadas explicaciones por miedo a parecer un chalado. Hacer cuentas, pensar en el dinero que se pierde, en el poco tiempo que uno irá al destino, en si merece la pena ir en esas condiciones. Refunfuñar, pensar que uno está loco, que no puede renunciar a los pocos días que tiene de vacaciones por ir a ver al Elche, dar marcha atrás, dar marcha adelante, moverse de lado a lado. 

Llegar a la conclusión de que uno no puede dejar de irse, perder la ocasión, perder el dinero y la posibilidad de pensar en otra cosa durante unos días. Tomar la determinación de irse, buscar, eso sí, alguien a quien dejarle los abonos. Pensar en unos, pensar en otros, decidir que los abonos finalmente irán a gente que hace tiempo pidió ir al campo, gente que sabe de fútbol, gente del Atleti aunque sea de fuera. Dejar el abono a dos amigos argentinos que entienden lo que está en juego, que saben de gradas y de animar, de pasión y compromiso. Recordarles la responsabilidad que implica ir al campo, recordarles que están ahí no como espectadores sino como jugadores de grada, recordarles las condiciones del préstamo. Confirmar que lo han entendido, hacer que lo repitan, hacer que lo repitan una vez más. Llamar a amigos comunes para que le recuerden a los invitados a qué van realmente, enviar un sms para recordarlo una vez más, enviar un whatsapp para recordarlo una vez más, enviar dos palomas mensajeras, un telegrama, dos faxes, un télex, una carta certificada con acuse de recibo, un mensajero en moto, un mensajero en bici, un mensajero en diligencia, contratar a Miguel Strogoff, al cartero Braulio de Crónicas de un Pueblo, hacer gestiones con el clero para ver si se puede encargar de recordar el asunto el mismísimo Arcángel San Gabriel, mensajero divino. Creer entender que los invitados finalmente captaron el mensaje. 

Irse de viaje, llegar a una ciudad extranjera. Preguntar en la recepción del hotel dónde está el centro histórico y dónde creen que pueden poner un Atleti - Elche; topar nada más salir del hotel con un pub irlandés donde está programado, preguntar al camarero, preguntar de nuevo al camarero, confirmar que el viernes a las 20.30 pondrán el partido, pedirle al camarero que se quede con la cara de uno, confirmar que ahí estará. Volver al hotel, subir a la habitación, abrir la maleta. Colocar la ropa en el armario, colocar las camisas en las perchas, colocar la camiseta del Atleti con el 14 de Simeone en una balda, colocar la bufanda rojiblanca talismán a su lado. 

Ver la ciudad, pasear por la ciudad, disfrutar de la ciudad. Buscar señales en las esquinas, por la calle, por el puerto. Sonreír cuando se ve un niño con gorrito rojiblanco, sonreir cuando se ve una chica con camiseta rojiblanca, sonreír cuando se entera uno de que uno de los personajes de cómic locales lleva siempre una falda-mandil de rayas rojiblancas, señalar todos y cada uno de los objetos (calcetines, teteras, toldos, paraguas, trapos, martillos neumáticos) rojiblancos. Visitar la iglesia de San Nicolás, Santo reconocidamente colchonero, como se hizo en Bucarest y otros muchos sitios; alegrarse por ser San Nicolás la catedral, ni más ni menos. 

Levantarse nervioso el día del partido. Vestirse con los calcetines de la suerte, los calzoncillos de la suerte, la camisa talismán, el pantalón que estuvo en Bucarest, las botas que se llevaban el día del Mílan. Echarse a la calle sabiendo cuál es el plan, teniendo claro - desde hace días - que ese día por la tarde no hay nada más que hacer que ir a las 20.30 al pub irlandés. Pasar de todos modos por el pub irlandés, confirmar que ponen el partido, irse de paseo sin alejarse mucho. Sentirse nervioso, incómodo, irritable; sentirse culpable por no estar allí, sentirse idiota por sentirse culpable, sentirse más culpable que idiota, mirar el reloj. Volver al hotel con tiempo, parar un poco a descansar, no poder descansar. Mandar un sms para asegurarse de que los argentinos han ido al campo, mirar las alineaciones, volver a mirar el teléfono por si hay confirmación de la asistencia al campo. Recibir un sms, ver que sí, que fueron al campo, que están en el campo tres cuartos de hora antes, ya en la grada, ver la foto que lo demuestra, respirar aliviado, sentirse culpable de nuevo. 

Ir al pub irlandés, pedir un sitio para ponerse en el bar vacío, cambiar hasta cuatro veces de mesa / esquina para evitar el mal fario, ganarse la enemistad del camarero. Ponerse la camiseta de Simeone, hacer una foto, mandársela al jefe de prensa de Simeone para suavizar el sentimiento de culpa. Pedir una India Pale Ale local  magnífica, que uno aprendió a apreciar gracias a la gente de Labirratorium, atlética, de viaje y con más supersticiones que uno si cabe. Dar un sorbo de la IPA, notar cómo se le cierra a uno el estómago, notar como la culpabilidad va dando paso al puro nerviosismo. 

Ver empezar el partido, ver incómodo cómo cambió el campo el Elche, atacando el primer tiempo donde no debería. Ver bien al Atleti, ser capaz de beber un poco. Ver cómo la cosa va cambiando, cómo el Elche va controlando el partido, cómo Courtois una vez más salva los muebles y los miocardios de la afición. Ver cómo va acabando el primer tiempo y a la cerveza le faltan solo dos sorbos, pedir agua sin gas, ver cómo el camarero, al que uno hizo cambiar cuatro veces de mesa para vender sólo media pinta de cerveza, le mira a uno mal. 

Ver el principio del segundo tiempo, ver los cambios, respirar un poco al creer entender lo que ha querido hacer Simeone. Ver cómo Raúl provoca un penalti, ver cómo lo tira Villa, maldecir en setecientas lenguas vivas y muertas, conocidas y desconocidas, en medio de un pub silencioso en el que nadie entiende nada, maldecir en otras trescientas lenguas más al ver la repetición del disparo, centrado, blando, malo. Invocar a San Gabriel, invocar a San Nicolás, invocar al Mono Burgos. 

Ver que, ahora sí, el Atleti va a por todo.  Ver cómo Simeone pide a la grada más gritos, más apoyo, hacer lo propio desde el pub, reclamar a la grada más apoyo, sentirse infinitamente culpable. Levantarse por no poder más, irse al otro lado del pub, ir al baño. Salir del baño, ver una jugada a balón parado que lanzará Sosa. No querer moverse del sitio, para no romper el hechizo, ver el balón volar, ver a Miranda volar, ver el balón volar de nuevo, oír un grito apagado desde la mesa desde la que veía el partido. Lanzar un puño al aire, ahogar un grito, correr por en medio del pub semi desierto, entre miradas de los pocos lugareños y camareros. Sonreír, beberse media cerveza, sentirse de nuevo nervioso. 

Maldecir, pedir amarilla, pedir a los jugadores que busquen a Costa, agradecer a Costa el no parar. Ver que el partido acaba, ver que se va Costa, ver que le hacen penalti, ver que pitan penalti. Mirar al suelo, mirar al techo, mirar a la tele; ver que el gol entra, gritar muy bajito, cerrar los puños. 

Pedir la cuenta, irse a la barra a pagar, cruzar la mirada por primera vez desde el principio del partido con el camarero enfadado, escuchar cómo éste dice "Congratulations! I hope you win the league!". Sonreir, sentirse totalmente agotado, echarse a la calle sin rumbo, canturreando "Rey de la Furia españooolaaaa ...". 

jueves, 10 de abril de 2014

Veinte minutos, veinte


El principio

A las 20.45 del 9 de Abril de 2014, en el campo más bonito del mundo, con el ambiente más extraordinario que uno recuerda, entre miles de rayas rojiblancas y un tifo que marcó a fuego una palabra en la grada, se abrió un toril.

Los rivales, equipo de leyenda con jugadores maravillosos, esperaban la salida de un toro en puntas y malas pulgas, pero en su lugar salió un león de diez cabezas, un dragón escupe fuegos, un grifo gigante, un animal mitológico. Se abrió una gatera y salió un tigre, se abrió un bote de conserva y se produjo un huracán. Se esperaba un grito y se oyó un orfeón entero, se contaba con la intensidad y la pelea, pero se asistió a una estampida de búfalos cafre, a la percusión sincronizada de diez bolas de demolición, a la carga suicida de la caballería ligera bajo fuego de mortero, el maul irlandés en formación con la cabeza baja, a una tormenta tropical con aparato eléctrico y colchonero, todo a la vez, todo en veinte minutos.

Veinte minutos duró la explosión, veinte minutos casi de delirio, de alucinación, de éxtasis, de vendaval. Veinte minutos de furia controlada, de energía pura, de descarga eléctrica. Veinte minutos precedidos por quince minutos de gritos, puños al aire, bufandas desplegadas o lanzadas al viento, quince minutos de estruendo previo al himno y el tifo, quince minutos de estruendo antes de noventa minutos de estruendo. Tras esos quince minutos, veinte minutos de asombro y orgullo, de gestos de no me lo creo, de miradas cruzadas y manos a la cabeza ante uno, dos, tres tiros al larguero, tres en veinte minutos, tres ni más ni menos, tres en veinte minutos para recordar siempre.

Salió el Atleti con la mandíbula apretada y la mirada fija y lo primero que vio fue una palabra, “Ganar”, en letras gigantes rojiblancas. A sus lados, “Ganar, ganar y volver a ganar”, la consigna, la orden, la obligación impuesta por Luis Aragonés, el líder desde otra parte, presente en alma y en silueta impresa en quince, veinte, treinta  telas por todo el estadio. “Ganar”, vieron los jugadores, y parece que se olvidaron del resto. La idea de “ganar” se les grabó al parecer en lo más profundo del subconsciente a los jugadores, que firmaron un partido para el recuerdo con veinte minutos para el orgullo, para ver repetidos antes de los momentos difíciles, veinte minutos de Atleti puro en un Calderón maravilloso.

Sin Arda ni Diego Costa, piezas claves en el ataque del Atleti, Simeone sacó a dos asturianos con necesidad de demostrar su valía. Y lo demostraron, vaya si lo demostraron. Villa, poco participativo en la mayoría de partidos, menos en forma que el resto, incapaz de guardar un balón en el partido de ida, reventó dos balones en el larguero e hizo un pase excelente que acabó en gol durante esos primeros veinte minutos de locura del Calderón. Le faltó suerte a Villa, que se pudo ir a su casa con dos goles en jugada y quizás uno de penalti hecho sobre él mismo. Le faltó suerte pero no le faltó ni acierto ni ganas ni hombría para encarar la pelea, mostrando que sí se puede contar con él cuando hace falta, cuando vienen los partidos para los que está llamado a brillar.

A su lado otro asturiano, joya del equipo hace muchos meses, espíritu errante hace pocos. Uno diría que a Adrián, que parecía perdido para la causa tras muchas oportunidades, se le encendió algo dentro, algo que creía olvidado cuando escuchó su nombre en la rueda de prensa previa. Adrián, impreciso todo el año, psicológicamente débil en muchas fases, errático cuando tuvo tiempo para pensar y algo más acertado en las ocasiones en las que se jugó de manera automática, salió al campo en el partido más importante del año y pareció un tipo nuevo, distinto. Asombrosamente convencido de sus facultades por el Cholo, Adrián no fue el artista imprevisible de sus partidos grandes ni el fino e imaginativo delantero que veíamos casi semanalmente hace no tanto tiempo. No. Adrián, ayer, fue un tipo rápido, peleón, fortísimo; ambicioso, seguro de sí mismo, agresivo y anticipativo. Estrelló un pelotazo en un larguero en la jugada que dio paso al gol, ganó por potencia a jugadores ante los que se habría achicado hace bien poco, ayudó a meter al Barcelona a su campo, acelerando con sus ganas el ciclón que asoló la mitad Sur del campo del Calderón durante los primeros veinte minutos de un partido para el recuerdo.

Con dos asturianos al frente, el Atleti hizo unos de los veinte minutos de fútbol más asombrosos que uno recuerda. Veinte minutos plenos de fuerza, de ganas, de rabia. Veinte minutos de fútbol puro en unos cuartos de final de Champions ante un equipo temible cuajado de joyas. Veinte minutos que recordaron al partido de Supercopa frente al Chelsea, a otros partidos inolvidables que nunca, sin embargo, se disputaron en condiciones tan exigentes. Veinte minutos de carga piel roja a caballo de esas de las que se vuelve muerto o con diez cabelleras en el cinto, veinte minutos de vida, veinte minutos de orgullo.

El final

A pesar de que a cuatro, cinco minutos del final, la grada sin voz y sin uñas pensaba eso tan nuestro de mira a ver si ahora, tras el partidazo que hemos hecho esta gente nos mete un gol de rebote y tenemos que volver a empezar, horas después del partido a uno le queda la sensación de que el equipo fue muy superior al rival, que el partido fue clara y merecidamente ganado por una diferencia demasiado escasa, que el Atleti, equipazo, había empequeñecido a un Barcelona que da miedo. La sensación de que, de no ser uno del Atleti – Dios no lo consienta – sino, es un poner, del Linense, el partido le habría resultado casi un monólogo en rojo y blanco salvo el principio del segundo tiempo.

A dos, tres minutos del final la grada recordaba los palos del primer tiempo, la excelente ocasión de Gabi, el casi gol del Cebolla y lamentaba no haber agrandado la diferencia, tener colchón para encarar los últimos momentos con algo más de tranquilidad. Pero quizás esta vez fue diferente. El Atleti mostraba claros signos de superioridad, de control del partido, de autoridad para gestionar el final. El tradicional pesimismo atlético, ese que obliga a decir hasta el rabo todo es toro incluso al referirse a razas bovinas sin cola (si las hubiere), empuja a esperar el pitido final del partido con la respiración contenida. Pero ayer tal fue el despliegue, tal fue la intensidad que hasta los minutos finales fueron diferentes. Un poco antes del estallido final, quedando diez, quince minutos, fue el Barcelona el que pareció mirar al reloj, pedir condiciones para el armisticio, entregar las llaves de la ciudad con una actitud que recordó al equipo que hace no tanto actuaba de local en el Manzanares al mando de los entrenadores blandos, desconocedores de la esencia del equipo y grada, potros de tres sangres en las yeguadas de los representantes con influencia en el palco.

Pitó el árbitro y la grada se vino abajo, feliz, agotada, orgullosa. Feliz por pasar a semifinales de Copa de Europa (sí, oiga, Copa de Europa) cuarenta años más tarde, agotada tras noventa minutos de tensión y gritos, orgullosa del equipo y por haber hecho su trabajo. Porque la grada, a la que Simeone reclama voz, bolsito, autobús y a la cancha, cumplió con su misión llenando de ambiente Madrid entero, como dice el himno. A voces, a saltos, a fuerza de ir vestida de rojo y blanco, de lucir las camisetas talismán y las bufandas antiguas que nos regalaron nuestras madres, la grada jugó, marcó al rival, tiró desmarques y protestó al árbitro. La grada pegó dos en el palo, provocó faltas tácticas, despejó balones de cabeza y secó a Messi y Xavi en varias fases del partido, hizo dudar al Tata Martino sobre la táctica elegida y movió la cabeza de arriba a abajo cuando, segundos antes del comienzo del segundo tiempo, algún seguidor de este blog pinchó “Thunderstruck” por la megafonía.

Con la grada agotada y sonriendo de oreja a oreja, los jugadores se retiraron al vestuario. La grada, sin embargo, ahí se quedó. La grada, que había jugado dónde y cómo Simeone le dijo, que había escuchado con atención a las indicaciones previas del Míster y había reaccionado con fe ciega a las instrucciones desde la banda que llamaban a redoblar gritos, no fue al vestuario por obvias razones volumétricas y se quedó en su sitio. La grada, con los ojos algo idos y esa cara de tonto de papá orgulloso tan nuestra, volvió a vivir eso que nos pasa  a los aficionados del Atleti en las ocasiones grandes cuando no nos queremos ir del estadio, cuando no sabemos bien qué hacer, cuando preferimos quedarnos todos juntos cerca de donde se jugó el partido porque sabemos que, aunque luego llegue la fiesta y los abrazos y el saqueo de los grifos de cerveza, ese momento en la grada con todos juntos agotados y felices es único, escaso, especial, mágico.

La grada se quedó en la grada y el equipo, como no podía ser de otra manera, salió del vestuario y volvió con su compañera de fatigas. Veinte minutos también esperó la grada sin moverse a que los jugadores salieran a verla, a agradecer las ayudas en los marcajes, los gritos durante el ratito que el rival apretó, el tifo, el ruido, el olor a gloria. Durante veinte minutos los jugadores oyeron sus nombres y aplaudieron a la grada, dieron la vuelta de honor, ovacionaron a los que vinieron hoy de lejos y a los que siempre están ahí, a los que se pintaron la cara y a los que invirtieron sus ahorros. La grada, a su vez, agradeció al equipo el partido portentoso, agradeció a Koke el esfuerzo y la clase, a Gabi el derroche y el corazón, a Raúl todos los balones ganados de cabeza y al imperial Tiago, el clinic concentrado, la lección de fútbol en tiempo real, el curso acelerado para mediocentros prometedores, el gigante partido del portugués. Lento, el equipo recorrió el estadio lleno saboreando ese mismo momento que saboreó la grada, ese momento de aquí estamos todos juntos, juntos no tenemos que temer a nadie.

Llegó el equipo al fondo Norte donde estaban los aficionados rivales, numerosísimos y coloridos, educados durante todo el partido a pesar de los gritos faltones que recibieron en un par de ocasiones, y llegó la guinda de la noche. En pie, medio primer y segundo anfiteatro y media grada del fondo Sur, barcelonistas todos ellos, con la moral tocada pero la educación por bandera, dieron una ovación al equipo que les acababa de eliminar, una ovación de esas que uno recordará y agradecerá siempre, una ovación señora, rugbística, fantástica. Nuestro agradecimiento a los allí presentes por caballeros y buenos deportistas, mucha suerte y muchas gracias.

Veinte minutos, veinte, estuvo el Atleti en la grada disfrutando del presente. Justo después, ya lo saben, cada uno volvió a la Tierra, pensó en el futuro, pensó en comprar pastillas para la garganta, pensó en descansar lo justo para ir presumiendo al trabajo, pensó en lo que le esperaba al día siguiente al llegar a la oficina. 

Veinte minutos de euforia, una vida de alegría y una sola idea en la cabeza:


   -   Partido a partido, Señores. Partido-a-partido.