lunes, 20 de mayo de 2013

La pregunta, la respuesta


Hay una pregunta que todos Vds han escuchado alguna vez, quizás más de una, quizás decenas de veces como en el caso del que suscribe. La pregunta es simple y casi idiota y no es fácil de responder, tenga buena intención o no el que la hace. La pregunta, ya lo imaginan Vds, es la siguiente: “¿cómo es posible que, siendo de una ciudad en la que hay un equipo que gana casi siempre, sea Vd seguidor del otro?”. Como si pudiéramos elegir, oiga, como si no hubiéramos nacido así.

La pregunta en cuestión, digna en efecto de Ernesto Sainz de Buruaga, casi nunca merece respuesta. La pregunta no merece respuesta si el interpelado es un científico profesional del dato y la estadística, campeón de cálculo y de la media ponderada, porque la respuesta desmonta la propia pregunta; eso sí, resulta cansado sacar muchos datos ante alguien que claramente no quiere oír más que lo que él mismo ha decidido de antemano, con lo que lo normal es que los matemáticos obvien la parte de la pregunta que más molesta, esto es, lo de que “gana casi siempre”, y se dediquen a otra cosa más agradable como por ejemplo podar los geranios. La pregunta no merece desde luego respuesta cuando el que pregunta no busca una explicación sino escucharse a sí mismo en voz alta, blandiendo triunfante un argumento que le parece demoledor ante alguien que, normalmente, reacciona moviendo la cabeza de lado a lado con expresión de caramba, otro que no entiende nada de nada. La pregunta tampoco merece una respuesta cuando el que pregunta no busca una explicación sino una ocasión para intentar quedar por encima del preguntado, poniendo para ello esa sonrisilla impostada de medio lado que tan bien conocemos todos y tanto nos irritaría si la cuestión y el sonriente merecieran el honor de llevarnos a la irritación.

En otras ocasiones, incluso cuando el que pregunta lo hace de buena fe, muchas veces tampoco merece respuesta porque ésta sería demasiado compleja. ¿Cómo explicar lo que es obvio para muchos y totalmente incomprensible para el resto? Sólo alguien que no entiende nada de esto - bien por no tener interés alguno en la dimensión  social del fútbol o bien por carecer de la capacidad suficiente para procesar una respuesta distinta a blanco o negro -  es capaz de preguntar una cosa así, de igual forma que sólo se preguntan por qué no se acaba con los problemas económicos imprimiendo más papel moneda aquellos incapaces de entender la respuesta que daría un economista, incluso si este tiene contrastados  conocimientos, reconocimiento internacional y grandes gafas de pasta.

La pregunta que no merece respuesta no es empero inútil, porque sirve para dejar claro en qué lado no ya de la filiación deportiva sino casi de la forma de entender la vida se encuentra el preguntador. Pensar que el triunfo a cualquier precio es el único criterio válido para hacer una elección ya viene a decir mucho del preguntante, de su personalidad y del resto de posturas ante las cosas de la vida. Muchas veces el que aplica este criterio también compra los discos que más venden por el mero hecho de ser populares, afirma que sus películas favoritas son las más galardonadas para así ganar las discusiones, habla con tópicos irrefutables y opiniones obvias compartidas por todo el mundo, prefiere la autopista a la comarcal con vistas, subir  a la cima por la carretera en vez de andando por el camino, el Nesquick al Colacao, el dinero al tiempo.  El que estas cosas pregunta muchas veces no atiende a razones, muchas veces no entiende las razones, muchas veces zanjará las discusiones que va perdiendo con chistes fáciles y miradas a todos salvo a aquél que le va poniendo en un aprieto ante lo simple de sus argumentos. Muchas veces acatará con sumisión las cosas que le vienen dadas desde más arriba para evitar problemas y despreciará en público a los que se rebelan, a menudo por no ser capaz él mismo de rebelarse aunque debiera.

El preguntado también es posible que pueda ser encasillado sólo por el hecho de ser objeto de la pregunta de marras: alguien a quien se espera capaz de explicar eso que a algunos nos parece tan simple y a otros tan incomprensible, tiene muchas papeletas para comportarse según ciertos patrones en otros casos. El aficionado del Atleti normalmente indagará en cosas diferentes al número de copas o presupuesto para determinar sus simpatías por otros equipos con los que no le une nada. El seguidor atlético que se muda a una ciudad en la que hay más de un club de fútbol investigará cuál de los clubes locales tiene una hinchada parecida a la nuestra, cuál es el carácter de su masa social, su origen, su forma de entender las cosas, su historia. Valorando todas estas cosas, el aficionado del Atleti elegirá a aquél que mejor le caiga y quien más le recuerde a su equipo, independientemente de si gana títulos continuamente o no, mirando un poco más allá del escaparate de la tienda oficial del club. Así, unos decidirán tomar como equipo afín a Racing de Avellaneda, a Atlético Junior de Barranquilla, a Rosario Central,  St Pauli o a cualquier otro equipo con personalidad diferente. Rara vez se verán identificados con los equipos teóricamente dominantes de cada sitio, los que congregan a las fuerzas vivas en el palco, los favoritos de aquellos al os que le importa un pito el fútbol, los que reclaman para sí la victoria a todo precio incluso a pesar de las reglas, la atención mediática, el triunfo por aplastamiento inmerecido, la adulación constante. Seguidores con querencia a hacer la preguntita se limitarán muy probablemente a ver cuál es el equipo que más veces gana para, así, abrazar  con devoción los colores del triunfador y tener un motivo para hacer burla los lunes a los seguidores del otro, sin darle demasiadas vueltas a las cosas.

Estos días calla el aficionado que pregunta sandeces con media sonrisilla intencionada;  no será empero por mucho tiempo, ya que, conociéndoles, en breve hablará de fichajes, de chequeras, de en el fondo me alegro porque lo importante es que gane un equipo de Madrid y otras zarandajas bien conocidas por estos lares. Mientras tanto, el que haga esa pregunta con buena intención quizás encuentre estos días algunas respuestas. Quizás viendo el partido del viernes 17 de Mayo de 2013, desde ahora festividad de San Diego Pablo, patrón del Resurgimiento Deportivo y Capilar,  a algunos le quede claro por qué somos del equipo que somos y por qué no podríamos ser de otro.

Aquellos que no sepan de qué va esto y que hayan visto la final quizás se expliquen por qué somos precisamente de ese equipo rojo y blanco que lleva a un fondo 35.000 personas que creen ciegamente que va a pasar lo contrario de lo que piensa el resto de la Humanidad. De ese equipo cuyos seguidores no sólo creen en aquello que a todos les parece una locura, sino que lo demuestran cantando durante 120 minutos sin descanso sin que nadie tenga que decirles qué hacer, sin necesitar un speaker que caliente la velada, sin más razón que la obligación auto-impuesta de ser parte de lo que va a ocurrir. Del equipo de los que se dejan los ahorros y la garganta por algo en lo que la mayoría cuerda nunca arriesgaría, por algo que la masa nunca haría, por una apuesta para la que  nadie en su sano juicio pondría un duro. Del equipo cuya afición va al estadio a ayudar a los que les representan en el césped, a pasar juntos el trago si la cosa sale mal y a recordar, homenajear y no fallar a los que se fueron sin haber visto el partido que les habría hecho un poco más felices antes de dejarnos solos, acordándose de ellos cada minuto de la celebración.  Del equipo cuya afición haría exactamente lo mismo otras mil veces aunque las 999 anteriores se hubiera perdido, qué más dará eso en el fondo.

Y, si con eso no le basta, quizás les valga con mirar a una grada y a otra justo al final del partido. Aquél que no sepa nada probablemente entienda por qué somos del Atleti viendo una grada totalmente llena, la misma grada que tantas otras veces permaneció igual de llena y ruidosa a pesar de que el partido terminó con derrota, justo enfrente de otra grada vergonzosamente vacía a los cinco minutos de acabar una final. Y, en caso de que no entienda aún por qué somos de este equipo rojo y blanco que tantísimas alegrías nos lleva dando desde que nacimos, lo que le quedará meridianamente claro es por qué no somos, ni seremos, ni podríamos ser nunca del otro. 


sábado, 18 de mayo de 2013

Y, sí, al fin, lo entendimos


Para los que creímos que esto iba a pasar, porque sabemos y confiamos que estas cosas sólo pasan al Atleti. Pero, sobre todo, para los que pensaban que esto era imposible, aunque les envidiemos por sentir esa alegría aún un poco más inmensa que la nuestra: para que confíen.

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Instrucciones ceremoniales para vivir una final de Copa: levantarse pronto, saliendo del lado izquierdo de la cama y pisando con el pie derecho. Ducharse con agua tibia, desayunar café con leche y una tostada con mantequilla blanca y mermelada de fresa. Vestirse con la camisa llevada el día de la final de Bucarest, con el pantalón llevado del día de Hamburgo, los calzoncillos y calcetines utilizado ambos días y no vueltos a utilizar hasta entonces, tras ser cuidadosamente lavados y planchados. Coger la bufanda antigua, la de los partidos grandes, la del escudo bordado en hilo brillante, de los años 70 más o menos, ponérsela al cuello.

Salir de casa no muy tarde, coger la vespa, bajar hacia Castellana, girar entonces en dirección al Sur. Pasar Cibeles sin mirar la estatua, seguir de frente. Llegar a Neptuno, dar una, dos, tres vueltas a la plaza, mirando en la medida de lo posible a los ojos del Dios del Mar. Volver a subir en dirección Norte. Parar de camino para comer. Elegir un menú rojo y blanco, en el que siempre el ingrediente rojo quede sobre el blanco. Sugerencias: ensalada de tomate sobre queso mozzarela, pasta larga con salsa bolognesa, natas con fresas encima.

Volver a la Castellana, dirección Norte. Tomar el carril central de Castellana, avanzar hacia Nuevos Ministerios. Notar como, según se acerca uno a ese barrio empieza a sentir picores, asma, dificultad al respirar, incomodidad general, estrés acumulativo. Notar como la vespa también empieza a no andar bien, cómo muestra síntomas de avería mecánica transitoria, una alergia geográfica e incómoda de 200cc. Mantener la marcha hasta pasar de largo el estadio del otro equipo grande de la capital, notar cómo van pasando los picores, cómo se respira mejor, cómo la vespa vuelve a andar bien, cómo el  motor vuelve a estar cómodo.

Llegar a Cuzco, dar la vuelta completa, volver a bajar en dirección sur, volver a experimentar los síntomas de la alergia transitoria, volver a notar que la moto no va. Aguantar hasta que el chaparrón pase.

Llegar de nuevo a Neptuno, dar una, dos, tres vueltas mirando en la medida de lo posible a los ojos del Dios del Mar, girar en dirección al Retiro siempre y cuando quede ya poco para que empiece el partido. Tomar Alfonso XII hasta la Puerta de Alcalá, girar a la derecha para tomar Alcalá, seguir por O’Donnell. Seguir O’Donnell hasta Narváez, tomar Narváez en dirección a la calle Ibiza. Llegar a la altura de la calle Menorca, parar la moto, aparcar la moto. Cerciorarse de que queda menos de media hora para el partido. Hacer cola (breve) en las taquillas de los cines Renoir. Comprar una entrada para cualquier película que acabe cerca de la media noche. Apagar el móvil, meterse dentro, no querer saber nada de nada.

Por los nervios, ya saben Vds.

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Tras el partido no hay quien duerma y uno da vueltas y vueltas en la cama intentando coger la postura y, a la vez, recordando el remate de Miranda, la pelea de Falcao antes de dar el pase del primer gol, el remate precioso de Diego Costa con la izquierda, el partidazo de Koke, los miles de calorías quemadas por Gabi, el buen partido de Juanfran tras una liga entera llenando de dudas las cabezas de los escépticos, la tensión en la grada, la explosión final.

Y, mientras uno está en ese estado en el que no está dormido pero sí lo bastante atontado como para plantearse hacer otra cosa que no sea estar metido en la cama, estado que algunos llaman duermevela y otros no llaman de ninguna manera porque las palabras bonitas se van perdiendo (por ejemplo, volapié, abanicar o cejijunto), se oye un ruido fuerte como de un mueble cayendo contra el suelo y llega un olor a almendras tostadas que al que suscribe, y a los que han leído las idioteces que escribe el que suscribe desde hace ya varios años, le resulta familiar. A almendras tostadas huele cuando se aparece Dirceu, piensa el que suscribe, y ya no pega ojo hasta que, por la puerta del salón, ve entrar a un tipo con chandal rojo y pelo rizado que sonríe y habla y habla y no para de hablar como si no estuviera solo. Dirceu, aparecido, habla en efecto porque no está solo y menos mal: si no fuera poco tener en salón una aparición en chándal, imagínense si encima a la aparición le da por hablar sola. Lo que nos faltaba ya, oiga.

Dirceu, que hace tanto tiempo que no venía a casa, no está solo cuando llega al salón, está excitado y nervioso como medio Madrid esta noche, pero no está solo. A su lado hay una figura enorme que transmite miedo y paz a la vez, una figura aterradora para el resto pero protectora y bondadosa para los suyos.

-          Pero hombre, Sr Dirceu, ¡cuánto tiempo!
-          Hola. He venido con Arteche
-          Si, ya veo, ya.

Dirceu entra en el cuarto y con él entra Arteche, que escucha, habla menos que Dirceu y mira todo, incluido al anfitrión de carne y hueso, que, sin saber qué hacer, ofrece café.

-          ¿Quieren Vds un café?
-          ¿Un café? ¿Está Vd tonto o qué? ¿No ve que somos ectoplasmas? ¿Ha visto Vd alguna un fantasma tomando café con porras? No podemos tomar café, no podemos tomar nada ni tocar nada, somos espíritus, oiga, no podemos hacer las cosas que hacíamos cuando éramos de carne y hueso. Bueno, la mayoría no. Hay uno que sí, éste en concreto – señala a Arteche – éste sí que puede tocar si quiere. De hecho ese estruendo que escuchó Vd antes es porque se había chocado con el perchero de la entrada y lo ha tirado. El resto normalmente pasamos a través, pero éste, que es un fenómeno, es capaz de derribar las cosas hasta en espíritu.

Los aparecidos se sientan en las butacas del salón y hablan sobre el partido de ayer. Atropellado, Dirceu habla de lo bien que jugaron los brasileños del equipo y de lo importante que fue el medio campo del Atleti, del buen partido de Koke, de cómo Mario fue de menos a más, de Arda y su pellizco. Ambos coinciden en señalar como claves dos cosas: el partidazo de Miranda y lo importante de su gol, y los galones más que bien ganados y bien llevados de Gabi. Cuando hablan de éste último a los dos se llenan de orgullo y se les encienden las pupilas y da bastante miedo pero, a la vez, transmiten calma. Dirceu habla atropellado, Arteche mira tranquilo y con media sonrisa, una sonrisa inclinada al lado opuesto de su tabique nasal torcido, ambos manotean cuando toman la palabra.

Uno, que es tonto, pregunta si ellos tuvieron algo que ver en lo de ayer, si Dirceu inspiró a los nuestros para mantener la pausa cuando se puso el partido en contra, si Arteche fue responsable de que los jugadores fueran siempre de cara, buscando el choque sin miedo, dejando de lado el complejo de los derbis anteriores. Los dos se miran, no saben bien qué decir, Dirceu toma la palabra: no, no, de ninguna manera, no nos está permitido, lo impiden los Estatutos del Jugador del Tercer Anfiteatro, no, no, de ningún modo. Arteche no puede disimular una sonrisa y uno no sabe si es por ver a Dirceu pasando fatigas a la hora de explicar algo sin demasiada convicción, una sonrisa de pillo.

De todos modos, dice Dirceu, las cosas allá arriba no son como aquí, allí no hay tanta rivalidad, allí las cosas son puras y limpias, no existe el deseo de venganza ni las cuentas pendientes. De hecho, sepa Vd, que está en pijama, que el desenlace de la temporada no ha sido del agrado completo de la dirección celestial, que se encuentra algo dividida. Por un lado está el convencimiento firme de que el Atleti merecía esta victoria por justicia divina, humana y deportiva. Pero no puedo dejar de señalar que la forma en que se ha producido ha causado algo de desasosiego en la autoridad. Consideran que la victoria ha sido en exceso humillante, teniendo en cuenta que el rival es un club azotado por las penurias desde hace ya muchos años, poco acostumbrado a jugar finales y por tanto abrumado ante las mismas, empeñado en invertir e invertir sumas escandalosas para obtener más bien poco, con una afición rácana, sí, pero sometida con demasiada frecuencia a la humillación en los partidos trascendentales en casa, a ser eliminados en su propio estadio de torneos vendidos de antemano como ya ganados. El Consejo Celestial piensa que con lo sufrido hasta ahora ya tiene bastante este club, pobres gentes a las que deliberadamente se les hace creer que todo es color de rosa hasta su anual caída al precipicio entre las risotadas de media humanidad y la inmensa mayoría de ectoplasmas. No sé, hay un cierto malestar, hay quien opina que el haber estado preparando este golpe de efecto durante catorce años ha sido excesivo, por mucha risa que haya producido al final. No es el estilo de la casa.

Llegado este punto, Arteche no puede evitar empezar a reírse y, guiñando un ojo, se dirige por primera vez al que suscribe:

-          Oye, mira, que sí, ponme ese café. Y con gotas, qué coño.
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Aproximadamente a las doce de la noche del día 17 de Mayo de 2013, ya 18 de Mayo entonces dirán algunos como por ejemplo un señor calvo y muy alto que vino desde Milán sólo para ver la final, se escuchó un trueno en la zona financiera de la capital, donde están las oficinas de los consultores y los despachos de los asesores de los asesores de los consejeros de los presidentes, vicepresidentes y directores generales de todas esas empresas que no se sabe muy bien qué hacen. El trueno provenía de un estadio sito en dicho barrio financiero que alberga también un centro comercial, varios restaurantes con reservados para hombres de negocios con corbata y doble vida y un servicio de traducción para los numerosos turistas japoneses que recorren sus pasillos buscando que les cuenten historias sobre el pasado clepto-glorioso del club propietario del local comercial. Dentro del estadio-mercado-palacio de congresos-local-de-bodas-y-banquetes-multi-función, y justo cuando sonaba el trueno, se vio a varias decenas de miles de personas vestidas de rojo y blanco abrazándose y lanzando puños al cielo en las gradas del fondo Norte; en el campo se vio a otro grupo menos numeroso, unos de traje y otros de pantalón corto, haciendo lo mismo que los otros miles.

De entre estos últimos surgió un tipo con un traje o quizás fuera un chándal o puede que un traje regional azerbaiyano, land-of-fire. El tipo llevaba una bandera del Atleti con un gran mástil y, tras agitarla un poco, la clavó en medio del estadio lleno en su parte Norte, vacío en su parte Sur ante la huida precipitada de los anfitriones vencidos, con el gesto con el que Rodrigo de Triana plantó el pendón de los Reyes Católicos nada más tocar tierra americana. Bien es sabido, por cierto, que Rodrigo de Triana fue el primero en ver tierra tras la travesía de Colón y uno no tiene ni la más remota idea de si fue él quien plantó el pendón, esto quizás pueda aclararlo un señor más alto aún que el anterior que también volvió a casa sólo para la final y que ha vivido un tiempo en Costa Rica, donde entendemos que lo más seguro es que algo de esto sepan. Mientras esto se aclara y a meros efectos de esta crónica, Rodrigo de Triana plantó el pendón y, ya puestos, George Mallory fue el primero en subir al Everest y a ver quién viene de Nepal a decirnos lo contrario, oiga.

Con ese gesto todos los allí reunidos (o más bien la mitad porque medio campo se había ido del estadio inmediatamente después del final del partido) entendieron lo que había pasado y entendieron por fin lo que realmente significaba.  El Atleti, ente independiente y soberano, club caprichoso y sentido, ha esperado catorce años, catorce, para ganar al rival más odiado en la ocasión más importante. Catorce años se ha tomado el Atleti, socarrón y juguetón, para convertir un título en una burla mayor, en un guiño gigantesco para los niños que pasan fatigas en los colegios y a los que hoy sus padres no consiguen quitarles el traje del Atleti ni para meterles en la bañera. Catorce años quiso el Atleti que los suyos pasaran lunes de angustia para darles un regalo inolvidable, un diamante para los que esperaron esos catorce años deseando volver a vivir lo que antes era más habitual, un nuevo motivo de orgullo para los que nunca consiguieron ver ganar a su equipo contra el otro equipo grande de la capital desde que nacieron hace menos de catorce años, un bálsamo analgésico para los que empezaban a pensar que había una maldición, una conspiración astral, una conjura de los elementos para evitarlo. Catorce años esperó el Atleti y durante esos catorce años aguantó críticas, desaires y preguntas existencialistas desde su morada más allá de Orión: no entendemos por qué se juegan así los derbis, escuchaba el Atleti de boca de sus más fieles seguidores, no entendemos la falta de actitud y orgullo, no entendemos nada desde la grada, queremos respuestas, queremos soluciones, queremos, ya puestos, otra ronda de vermouth de Reus con un chorrito de seltz y una aceituna dentro, si bien algunos prefieren una rodajita de limón y un hielo, allá cada uno, nuestras acciones serán juzgadas a su debido tiempo.

Catorce años quiso pasar el Atleti, dios distante y calculador, viendo a los suyos sufrir, sufriendo por ellos y dudando sobre su propia decisión, rascándose las sienes y apoyando la barbilla en la mano, moviendo de un lado al otro la cabeza con preocupación, a ver si me estoy pasando con la bromita, a ver si luego no sale, no sé, me da cosa esta gente tan grande pasándolo tan mal. Pero no, pensó el Atleti, es una jugada maestra, es un final digno de superproducción de Hollywood, merecerá la pena, será un día inolvidable, cuando llegue ellos, los míos, entenderán porqué se hizo. Será el día del orgullo y de las gargantas rotas, el día en el que el rival quedará retratado por enésima vez en su propia casa, el día en el que uno de los nuestros clavará una bandera del Atleti en el centro del campo-hipermercado ante una multitud ronca y extasiada. Los míos lo entenderán cuando se reconozcan por la calle no por la bufanda sino por la cara de resaca y la sonrisa brillante que no se les cae de la cara, cuando se abracen el lunes al llegar a la oficina con todos los que compartieron días de mandíbula apretada y ganas de grapar a los compañeros burlones a una bala de cañón, cuando estiren la espalda para quitarse la contractura producida por los abrazos de los amigos en la grada del estadio-tienda, cuando tengan que parar un momento a recuperar el resuello tras perseguir durante horas a sus hijos vestidos de rojo y blanco para que se quiten la camiseta de rayas con la que llevan durmiendo tres días.

Y, sí, la verdad. Al final, lo entendimos. Vaya si lo entendimos.