jueves, 23 de octubre de 2008

Un día bonito

El Atleti pudo perder un partido en el primer tiempo, pudo ganarlo en el segundo y resulta que empató. Y supo bien el empate, más por cómo se vivió el partido que por cómo jugó el equipo.


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Ahí tienen una frase que han oído miles de veces: en días de lluvia, las calles de Madrid se convierten en un peligro. Y no hablo de las calzadas, hablo de las aceras. El madrileño medio, poco habituado a la lluvia, se maneja en las calles mojadas con la falta de naturalidad con la que un vecino de Liverpool baila un pasodoble; en consecuencia, prefiere quedarse en casa a jugar a habitante del norte y comer sopa. Por ello, en cuanto llueve, las calles de Madrid se vacían de lugareños y únicamente salen a pasear los paraguas, inventos maléficos que gustan de sacar a pasear a - o más bien pasear sobre - su mascota, normalmente una persona. El paraguas es de hábitos fundamentalmente diurnos y gusta de los climas húmedos. El paraguas macho, delgaducho cuando está relajado, abre su campana en días señalados para dejar claro a sus congéneres su tamaño real y jerarquía y luce un aguijón que hace mucho daño si se lo clavan a uno en un gemelo. La hembra, más pequeña y de flores, a veces es plegable y cabe en un bolso. Ambos son altivos en su hábitat natural, cuando el cielo jarrea, y dominan a su mascota-persona con facilidad; por el contrario, cuando luce el sol son fácilmente sometidos por su mascota gracias a su naturaleza plegable, y a veces son utilizados como arma defensiva con grave riesgo para la rectitud de su columna.

Tanto el paraguas macho como hembra tienen maneras de niño malcriado: sólo disfrutan en la calle, y en cuanto tienen que volver a casa se echan a llorar y dejan perdido el suelo del descansillo. El paraguas, todo hay que decirlo, sale poco y pasa largas temporadas dentro de su madriguera natural, el paragüero, sea solo o en compañía de otros paraguas de diferentes tipos y colores. Esta falta de actividad produce un amargor de carácter y un ansia que se deja ver en días de lluvia. Es ponerse a llover en Madrid y ver cómo en las aceras los paraguas pugnan por lograr sus objetivos caiga quien caiga. Los hay que cubren por completo a su mascota, una señora bajita con zapatitos de tacón cuadrado que no ve por dónde va. Estos paraguas, dominantes y violentos, arremeten contra todo lo que se ponga en su camino con la determinación de un rinoceronte blanco utilizando la fuerza motriz que su mascota les presta a regañadientes. Otros, grandes paraguas macho, ocupan mucho terreno cuando las mascotas esperan en los semáforos y si alguna mascota ajena amenaza con entrar en su territorio le sacan un ojo con una varilla. Los paraguas, machos y hembras, son agresivos y territoriales, en especial cuando se encuentran dos de frente en una acera estrecha. Entonces avanzan el uno hacia el otro sin inmutarse, esperando a que el rival ceda, se pare, se suba o se baje para que él no tenga que moverse un ápice de su trayectoria y deje claro quién manda aquí. A veces coinciden dos paraguas insolentes y chocan y acaban por discutir las mascotas, a ver si mira por dónde va, oiga, que va Vd embistiendo, parapetado tras el paraguas y no ve nada y la calle es de todos. También puede ocurrir que la pugna acabe en tragedia y en ocasiones vemos cadáveres desmanganillados de paraguas en las papeleras. Otras veces la mascota dobla la esquina y una ráfaga de viento traidor da la vuelta a la campana, quedando el paraguas abochornado al ver que por culpa de la torpeza de su portor toda la calle le ha visto las varillas. Este episodio es especialmente vergonzante en la civilización paragüil, casi tan humillante como que la mascota, harta del carácter del paraguas, decida salir a la calle con capucha. ¡Con lo mal que quedan!

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Ayer Madrid amaneció lloviendo a cántaros y lleno de señores vestidos de rojo. La temible hinchada del Liverpool tomaba las calles y dejaba para el recuerdo imágenes escalofriantes: grupos de enormes aficionados reds desafiando a la climatología en camiseta ayudando a cruzar la calle a una desconcertada invidente, incapaz de reconocer el acento de quienes amablemente le evitaban caer en una zanja de las que adornan nuestra ciudad. Más tarde, grupos de exaltados liverpoolianos cantaban y hacían flamear bufandas en el interior de una cruasantería llena de señoras merendando café con picatostes, previa petición de venia y disculpa por el ruido y el follón a las que las señoras respondían con un familiar uy nada, hijo, nada. En los bares donde se congrega la afición colchonera antes de los partidos grandes, grupúsculos de radicales ingleses debatían con vehemencia con los locales sobre lo inapropiado de meter calamares rebozados dentro de barras de pan. Se cumplían los peores presagios: la violenta afición del Liverpool había llegado a Madrid y la violenta afición colchonera les hacía frente, la ciudad temblaba, las señoras bajaban las persianas y hacían acopio de aceite y garbanzos por si llegaba el estado de sitio. Tenía razón la UEFA, con esta gente del Atleti hay que tener cuidado y el clima pre-bélico que se vivía en torno al estadio así lo demostraba.

El caso es que tras un día de lluvia torrencial el cielo se fue abriendo a medida que se acercaba la hora del partido gracias a la intervención de Eolo, reconocido atlético según comentó en su día Mariano Medina. Con el estadio lleno de gente más abrigada de lo que luego resultó hacer falta, con casi medio fondo norte lleno de aficionados rivales y con el fondo sur hasta la bandera como en los viejos, buenos tiempos, el Atleti recibía al Liverpool por primera vez en partido oficial, ahí es nada. Se silbó el himno de la Champions, se le dio la espalda a la UEFA por tiquis miquis y por pesaos y se acomodó el personal en su asiento a ver qué versión del Atleti tocaba ver hoy.

Salió el Atleti

- ¡Hombre!
- Calle

Salió el Atleti con una alineación rara, con dos canteranos sin minutos y sin el Kun Agüero. Salió una defensa que inspiraba desconfianza y un medio del campo que inspiraba poca confianza, con Luis García y con Camacho y con Maniche. Y con Simão, pero en Simão hay que confiar. Salió un medio campo así regular y enfrente salieron Mascherano, Xabi Alonso y Gerrard, para abrir boca. La lógica indicaba que el Atleti no lo iba a tener fácil para jugar en el centro del campo y así ocurrió. A los quince minutos marcaba Keane un gol que en la grada pareció fuera de juego y en la televisión aún más; no sería el único fallo del árbitro, por cierto.

Marcó el Liverpool y el Atleti bajó los brazos. Los ingleses tocaban y tocaban y no había ningún tipo de reacción de ni posibilidad de tenerla. Durante muchos minutos el Atleti no estaba y el único interés del partido estaba en ver qué tal llevaría Camacho reaparecer en semejante partido y en ver las evoluciones de Domínguez. El primero estuvo batallador e impreciso a veces, pero con la dignidad de no esconderse (cosa que no puede decirse de algún compañero en la media), a pesar de contar con ninguna ayuda de Luis García, tan lejos de ser quien fue que dan ganas de pedirle el libro de familia, y muy poca de Maniche, poco dado a tirar de galones cuando la cosa se pone fea y los de enfrente juegan como juegan. Valorar a Camacho en un partido en el que tiene que lidiar casi solo con los tres que ayer tuvo enfrente no es justo, pero aún así dejó claro que no es lógico prescindir de su participación.

Domínguez, nervioso al principio, acabó bien tras estar acertado en un par de acciones y ganar la partida a un par de rivales. Cometió los fallos que cualquier debutante tiene que cometer para ir cogiendo confianza y desde la grada se echó de menos a su lado un central que le calmara, que le animara y que le orientara. Perea no está para eso, que bastante tiene con lo suyo, y Antonio López, quizás el más entonado de los de atrás ayer, no estaba lo suficientemente cerca. Al menos el chaval no fue apadrinado por Seitaridis, quien ayer volvió a tener una actuación entre lo desesperante y lo intolerable. Su caída de bruces al parar un balón cómodo de cabeza le retratan como jugador: sin ganas, sin criterio, sin aportación y, ya puestos, sin vergüenza.

Con cero uno acabó el primer tiempo y los pasillos eran una tumba, no había atlético que no pensara que si el Liverpool seguía así podrían caer cuatro. Cuarenta minutos había tardado el Atleti en tirar un corner y cada intervención de Reina dejaba la sensación de que mucho tenían que cambiar las cosas para ver algo positivo. Tras tres derrotas consecutivas y la imagen del equipo tocada y casi hundida tras los seis últimos minutos del derby del sábado, en los pasillos y en los baños y en las atestadas barras de los bares del estadio se entendía que se había salido vivo y que era cuestión de tiempo el salir con la cara pintada una vez más.

Pero no. En el segundo tiempo salió el Kun y el Liverpool se echó un poquito atrás, y Benítez se puso a pensar en el Chelsea y sacó a Gerrard y a Xabi Alonso y Riera, muy potente y activo durante el primer tiempo, bajó de vueltas. Los cambios fueron un respiro para la media del Atleti, aunque entró el admirable Kuyt que ayer jugó casi de enganche. El árbitro anuló un gol a Benayoun por fuera de juego que en el campo no pareció y en la televisión menos; no sería el último error del árbitro, por cierto. También por cierto, la afición visitante pasó gran parte del partido sorprendentemente callada, intuimos que por culpa de la resaca más que por el miedo que infundía el equipo local.

Eso sí, durante diez minutos del segundo tiempo el Atleti pareció otra cosa. La entrada del Kun y la definitiva entrada en juego de Simão y algo más de Forlán, poco acertado en muchas fases, llevó al Atleti cerca de Reina. Marcó Maniche un gol que el árbitro anuló por fuera de juego que en el campo no pareció y en la televisión menos, y antes había también pitado un fuera de juego a Forlán que no era. Poco después tiraba Simão al palo tras paradón de Reina, enorme toda la noche para orgullo de su papá y de sus admiradores. La gasolina se acabó pronto a los que jugaban pero no a la grada, que tiraba del equipo como podía gracias sobre todo a un imponente fondo sur que mostró una forma que no recordábamos desde hace mucho tiempo.

Se fue Camacho y entró Raúl García, a quien uno echa de menos. Entró también Luquitas Leiva y resultó que en el equipo rival jugaban el hijo de Reina y el sobrino de Leivinha además del ausente Torres, lo que llevó a la grada a reflexionar sobre la paradoja de que los visitantes tuvieran más jugadores unidos a la tradición del club que los locales, algo asombroso en cualquier equipo grande pero no en este Cluz que con tan buen pelo dirigen algunos que no tienen ni la más remota idea de quién fue Leivinha. En estas estaba la afición cuando Simão marcó un gol desde el mismo sitio desde el que antes había tirado al palo, pero esta vez con la maestría y la calma de quien se sabe bueno y acaba de aprender de un error y conoce la capacidad del portero rival. La metió Simão por donde no cabía y lo hizo gracias a un pase de Forlán, quien apareció una vez más en el momento preciso aprovechando las dudas de Carragher. Uno uno, a por ellos decía la grada, que no pase lo del sábado decía la grada, hay tiempo decía la grada. Y el equipo hizo como que sí, que había tiempo, que se podía y Miguel de las Cuevas a punto está de meter un golazo si no es porque Reina, gigante, hizo otra parada asombrosa. Pudo marcar Babel pero no lo hizo, y el partido acabó con 1-1, un buen resultado para ambos, bueno para el Atleti visto lo visto y visto también el resultado del PSV - Olympique.

Acabó el partido y la afición del Liverpool se puso a cantar. No habían cantado mucho durante el partido; algunos de los aficionados ingleses que estaban por las tribunas de socios no parecían tenerlo muy claro, lo que puede explicar el silencio. Pero acabó el partido y cantaron, y muchos aficionados del Atleti se quedaron en la grada a verlo, como esperando un ritual, casi un espectáculo, la hakka de The Kop. Cantó la afición red que Luis García bebe sangría y que sueñan con un equipo de Carraghers, que Gerrard es un tipo grande y duro que-será-será y que los suyos nunca caminarán solos. El fondo sur cantó el himno del Atleti y el himno del Metropolitano y cantó el nombre del ídolo de (casi) todos los que allí estaban y lo hizo por primera vez desde que se fuera de casa. La afición rival, a esas alturas ya no tanto, cantó a su vez su propia canción sobre el ídolo de (casi) todos, casi en homenaje a la afición que le había dado la réplica y ahí ya se fundió el poco hielo que quedaba. La afición del Atleti sacó ese lado maternal que tanto bien y tanto mal le ha hecho y, vestida de María Ostiz, se acercó a los visitantes. Y lo hizo, como dijo alguien que rebosa talento, como la mamá que se acerca a la cabeza de familia inglesa con la que el niño pasa el verano aprendiendo inglés, agradecida por la acogida a uno de los suyos y por alegrarle la vida y ayudarle a mejorar. El chaval me habla muy bien de Vd, pareció decirle la afición del Atleti a la la del Liverpool, sé que está contento y eso me tranquiliza. Dígale que se abrigue la garganta, que por ahí le vienen siempre los resfriados. Lo sé, no se preocupe, dijo la afición rival, él cuida muy bien de sí, tiene Vd un hijo estupendo. En casa ayuda mucho, respeta a todos y hace su trabajo dando un ejemplo.

Algunos se abrazaban como si fueran cuñados y otros intercambiaban bufandas y besaban a los niños. Algunos se vieron embriagados por un repentino ataque de amor filo-scouser y otros protestaban por la excesiva edulcoración del ritual. Y uno entiende un poco a los que ven en este romance repentino una muestra de que la afición se ha empequeñecido y se ve obligada a buscar cariño fuera de casa. Pero uno, que es un sensiblón y que llora en casi todas las películas (incluida "Abre los ojos", pero en este caso de puro mala), se alegra en el alma de vivir estos partidos en los que se respiran las ganas de pasarlo bien y de vivir cosas que hace mucho, mucho tiempo que no se vivían en nuestro estadio. Y aunque de eso a darse de abrazos con todos los calvos vestidos de rojo que pasen por la calle hay un mundo, uno es de los que se alegra, y mucho, de lo vivido ayer.

domingo, 19 de octubre de 2008

En fin

Una vez más empieza un partido de una forma conocida y dolorosa y acaba de una forma conocida y dolorosa. El problema es que este partido es, últimamente, siempre contra el mismo.


Este partido, ya lo saben Vds, es el que menos le gusta ver al que suscribe. El que menos disfruta, el que más nervioso le pone, el que más disgustos le da. La previa, el resultado, cómo se produce, todo. Aún así, y pese a pensar todos los años si no es mejor dejarle el abono a un vecino, vuelvo. Vuelvo todos los años y los últimos años vuelvo a casa preguntándome si lo que ha ocurrido es cierto.

Ayer el ambiente era bueno y, a diferencia de algunos derbis recientes, en la calle no había tensión ni puestos de pipas volcados. Quizás únicamente las cosas eran como deberían ser siempre o la afición había moderado impulsos tras los recientes sucesos tras el partido contra el Marsella. El caso es que el las calles estaban llenas y los bares estaban llenos y luego la grada estaba llena y en partido de alto riesgo no parecía que estuviéramos sentados en esa sucursal del infierno de la que habla la UEFA, convencida de que el Calderón es un estadio en el que se insulta al distinto y se aporrea al que habla con acento y se impide ver el partido al que tiene algún defecto físico. Tantas y tantas fueron las pegas de la UEFA y tan puntilloso su informe negativo que a uno le sorprende que su tiquismiquis enviado no dijera nada sobre el deficiente control de plagas de este estadio en el que es frecuente ver un roedor desdentado de enormes dimensiones trotando por el césped a la vista de todos, provocando sin pudor al gremio de desinsectadores con un penacho de plumas y una manta por capa.

Salió pues el Atleti y la grada rugió y puso al rival de vuelta y media y sin haber tenido tiempo para abrir las pipas marcó el Madrid. Marcó a los treinta segundos, como tantas otras veces, marcó como ya hiciera el Barcelona hace pocos días. Si algo se podría haber exigido al Atleti ayer, si a algo se podía haber obligado a los jugadores era a garantizar que no iban a encajar un gol en los primeros cinco minutos. Asegurar la portería los primeros minutos hasta que pase el chaparrón es algo que hacen muchos equipos, equipos pequeños y también equipos grandes; algunos lo hacen por unas razones y otros por otras, lo hacen algunos sin querer y otros queriendo. Lo hacen muchos salvo el Atleti. A la primera de cambio marcó Van Nistelrooy con facilidad, haciendo que la afición se preguntara por qué el Atleti tiene que crear cinco ocasiones de gol para marcar mientras cede siempre al rival el privilegio de marcar con facilidad. Marcó el Madrid y el estadio se calló y miró al suelo y se sujetó la cabeza con ambas manos y la balanceó de un lado a otro y dijo en fin. Minuto uno, gol tonto, el partido se complica, vaya por Dios.

A la primera de cambio el Atleti había tirado buena parte del partido y el planteamiento y las esperanzas de cincuenta mil tipos sentados en una grada mugrienta. Los acontecimientos dividieron la grada en dos grandes grupos: los que veían una repetición de lo ocurrido los últimos años y los que pensaron que aquí no había pasado nada. Estos últimos, no necesariamente presos de un optimismo inocente, pensaron que ya que tenía que marcar el Madrid que al menos lo hiciera así de pronto. Pensaron que este golpe no debería tener en los jugadores el demoledor efecto de un martillazo dado que cualquiera debería tener claro que para ganarle al Madrid al menos habría que hacer dos goles, con lo que la misión debería ser la misma que antes de empezar el partido. Gol, pues vale, pues muy bien, no es más que un gol, en cualquier caso hay tiempo para marcar uno y hasta cuatro, pensaron los de este grupo y uno piensa que no les faltaba razón. Si al menos unos cuantos de los del campo pensaran así, partidos como el de ayer no acabarían como ayer. Lo malo es que esto no pasa en el Atleti 20008.

El Atleti había salido con un centro del campo raro e inédito formado por cuatro jugadores en apariencia sustituibles. Cada uno con sus virtudes y defectos y características y unos con la nariz más grande que otros, pero en esencia similares. La apuesta no dejaba claro cómo se iba a jugar dado que no iba a haber bandas, y parece que tampoco quedó muy claro en el vestuario. Visto el corte general de los jugadores, el aficionado esperaba poca creación y un excesivo aislamiento de Forlán y Agüero, y no se equivocó. Esperaba también que el rival no pudiera entrar con facilidad ni acercarse a la defensa, esperaba un partido de espera y contraataque en balón largo para los delanteros, pero ahí no acertó. El Atleti no sabía bien a qué jugaba y el rival jugaba más cómodo de lo esperado y de lo aceptable. El Madrid llegó con facilidad en varias ocasiones, algunas a balón parado (para variar) y otras en jugada. El Madrid no jugaba bien pero durante el primer tiempo dio la sensación de ir moderando el consumo sin demasiado problema frente a un equipo incapaz de quitarse de encima la losa del gol tempranero, el complejo de saber que quedaban muchos minutos para que acabara un partido que sabían que iban a perder, la incapacidad de encontrar la motivación en un partido en el que la afición la encuentra, a toneladas, sin ningún problema. El Atleti no mostró durante el primer tiempo la capacidad de poder con su propia resignación y eso hizo al Madrid jugar con pantuflas y bata en un partido que reclamaba coraza, casco y agua racionada.

Pero estos partidos son así y siempre hay que contar con cosas raras. Perea, que tenía una amarilla, se fue a la ducha por roja directa. Desde la tribuna no quedó claro si fue un codazo alevoso o un simple roce, no se vio si el rival se iba al suelo por no tener otro remedio o para forzar la expulsión. Lo que quedó claro fue que Perea, que tenía una amarilla y todo un partido que remontar por delante, no tuvo muchas luces; de hecho esta falta de cabeza es demasiado común en la zona del lateral derecho y también está siendo investigada por la UEFA no sea que en el campo haya enterrado algún residuo tóxico que haga a los jugadores de esa demarcación hacer tonterías sin poder evitarlo. Perea tuvo pues un momento de lucidez haciendo otra falta absurda en un sitio sin peligro y se fue a la grada por poco listo, dejando al equipo con diez y a merced de un rival que ya antes de la expulsión había marcado dos goles más, uno bien anulado y otro no.

Pero como ya hemos dicho en estos partidos siempre pasan cosas raras y allí estaba el árbitro para echar un cable a la historia. Pero esta vez, sorprendentemente, su petardo de actuación favoreció al Atleti. Anuló un gol legal tras otro balón parado defendido una vez más por la defensa del Atleti con la contundencia de un grupo de monjas octogenarias y poco después expulsó a Van Nistelrooy tras una entrada que en el campo no pareció para tanto. Diez contra diez con cero uno en contra, las cosas podrían cambiar con un poco de ambición y seriedad y más aún con un árbitro desquiciado empeñado en compensar. Salió Antonio López por Raúl García, un cambio que el que suscribe no habría hecho, y el Atleti fue al descanso mientras los que estábamos en la grada esperábamos algo distinto en el segundo tiempo.

Entre los desafortunados compases de The Eye of the Tiger (mientras parte de la grada reclamaba como banda sonora para el momento el estribillo de Panic, de los Smiths) el segundo tiempo salió Simao y salió el sol. Sustituyó a Pernía, ganador sin posibilidad de debate del Premio Al Peor Jugador Del Atleti Juegue Como Juegue tras una primera parte aceptable, al menos mucho más aceptable que la de otros; pero la grada es así y Pernía, que no va sobrado de técnica y mucho menos de carisma, cuenta con la fiel oposición de muchos que no ven más que sus conocidos e indiscutibles defectos. Pero el caso es que salió Simao, un jugador mucho más importante a estas alturas de lo que se podía esperar el día de su fichaje, y cambió el panorama. Simao ayudó a armar el ataque y a acercar el balón a Agüero y Forlán. Explotó los múltiples defectos de su lateral y de paso los de toda la defensa rival, que dio la impresión todo el partido de tener clarísimo que son mejores de lo que realmente son y de ir más sobrados de lo que deberían. El Kun se apuntó a la nueva dinámica y Forlán lo intentó sin suerte, desafortunado sobre todo en el control. El Kun, solito, bajó a la media y protagonizó varias arrancadas meritorias para alguien que llega reventado al final del primer cuarto de la liga. Falló un gol de los que él no falla, quizás por llegar al remate tras sesenta metros de carrera, una patología ya conocida desde hace tiempo en las inmediaciones de la portería rival del Calderón. Pudo marcar también el Madrid pero Leo Franco hizo paradas de mérito; Banega mostró cualidades positivas y algo claro que mejorar: su querencia a tocar el balón diez veces para hacer algo que requiere tres toques. Maniche seguía fiel a su personal estilo de correr mucho para hacer menos de lo que cualquier otro haría con ese kilometraje, lo que redundó en un agujero considerable por delante de la defensa del Atleti y un entorno cómodo para los centrocampistas del rival.

Aunque más entonado el Atleti en ataque con la amable colaboración de Ramos y Cannavaro, en defensa crecían los problemas: Ujfalusi, fijo siempre en el centro del área, se echaba la mano a la parte posterior del muslo, un gesto común en una plantilla con una sorprendente querencia a las lesiones musculares. Una lesión similar padeció el árbitro, retirado al banquillo del Atleti para ser atendido entre gritos de la malintencionada afición colchonera, que exigía al cuerpo médico del equipo un tratamiento similar al que dispensa a los jugadores locales, ese tratamiento que convierte un codo áspero o un cuadro típico de vista cansada en seis meses de ausencia de los terrenos de juego. Con Ujfalusi fuera, Heitinga flojo y renqueante toda la noche y Assunçao de central (y haciéndolo bien, mejor que de medio centro) encaraba el Atleti el último tramo del partido. Y lo hacía mostrando un bajón físico importante y falta de chispa. El Madrid, cómodo, también acusaba haber jugado con uno menos tanto tiempo y el partido pareció aletargarse en los minutos más importantes.

Pero hacia el final del tiempo reglamentario, el Madrid hizo una falta en buen sitio, cerca del sitio en el que Albertini puso una baldosa con su nombre y las huellas de sus pies y manos, aunque en este caso en el estadio del otro equipo grande de la capital. Marcó Simao un gol de falta que entró con una facilidad pasmosa en la portería del Madrid para delirio de la grada, que celebró el empate como celebraron los romanos la caída de la muralla de Numancia. Y ahí, qué cosas, llegó el desastre. La grada pensó una cosa y el equipo pensó otra. La grada apretó los puños y pensó hay tiempo y el equipo bajó los brazos, respiró aliviado y pensó ya no tienen tiempo. El equipo entró en una fase de complacencia, una fase corta pero letal. En pocos minutos el equipo pensó que el trabajo estaba hecho, olvidó la ambición de cambiar el guión frente a un equipo que también tenía diez jugadores pero no tenía cincuenta mil aficionados detrás. En ese rato Javi García casi acaba con el Kun y Drenthe quiso provocar un penalti.

También pasó una cosa premonitoria, una desgracia que no les será nueva, una señal. Tras noventa y dos minutos de juego, tras cientos de pipas de calabaza, el que suscribe llegó al final de la bolsa. El final, la última pipa, la última tras muchísimas pipas estupendas, justo antes del minuto 95. La última pipa y, como se pueden imaginar, la única de todas, la única pipa amarga de una bolsa de pipas estupendas. La que deja el mal sabor de boca, la que arruina el momento, la que pudo aparecer en cualquier instante en el que no habría tenido consecuencias pero tuvo que aparecer justo entonces. Se comió el que suscribe la traidora pipa amarga y mientras ponía esa cara que, también Vd, lector, pone cuando se come esa porquería, Drenthe se fue para el área, Heitinga reculaba más de lo que los manuales aconsejan y hacía un penalti claro en el peor momento posible, en el descuento más largo del año contra el equipo más odiado del año. Marcaba Higuaín con el daño añadido de que Leo Franco tocó y el partido se lo llevaba el Madrid de la forma más cruel posible, dejando en la boca de la afición el amargo de lo inesperado y de lo imperdonable. Marcó el Madrid y de nuevo el estadio se calló y miró al suelo y se sujetó la cabeza con ambas manos y la balanceó de un lado a otro y dijo en fin. Y ya van demasiadas veces, demasiadas veces que lo decimos.

martes, 14 de octubre de 2008

Yo, hincha

Algunos, que tenemos ya más años que un loro y las mismas ganas de lío que una carmelita descalza, somos lo que viene llamando hinchas. Hinchas de fútbol, forofos a veces, futboleros, vamos. Esto es, nos gusta el deporte en general, casi todo el deporte, pero en especial nos gusta el fútbol. Jugamos al fútbol, vemos partidos de fútbol, hablamos de fútbol con amigos, vecinos y desconocidos. Somos seguidores de un equipo de fútbol, el equipo al que consideramos nuestro, del que nos consideramos parte, un equipo al que hemos dedicado muchas horas de conversaciones y risas y análisis sin fundamento o con él. Este mismo equipo era el equipo de nuestro abuelo y de nuestros padres y de nuestros hermanos, el equipo de muchos de nuestros amigos. Nos gusta el fútbol y nos gusta mucho, aunque tampoco es que estemos siempre con lo del fútbol así, obsesionados, o a lo mejor sí, o al menos mi cuñada dice que sí y mi cuñada es listísima.

Los martes jugamos al fútbol con los amigotes. Somos malos y estamos fuera de forma pero nos reímos de nuestra propia ruina física y de nuestra pobre técnica y del ruido a saco de gimnasio que hacemos al caer tras intentar rematar a cabeza. Cuando falta un jugador preguntamos a los del campo de al lado y si no encontramos a nadie jugamos con un sobrino del portero o con el hijo de once años del defensa zurdo porque da igual cómo lo hagamos, que lo que nos gusta es jugar al fútbol. Y tomar luego una cerveza, o cuatro, y charlar sobre nuestros equipos, que no son los mismos. Y discutir con los del equipo rival, y discutir con el del bar, y discutir sobre si el mejor fue Maradona aunque le recordemos entre brumas casi. Vamos, que a lo mejor lo del fútbol es secundario, que lo que nos gusta es vernos y reírnos y discutir de tonterías, que bastante tenemos ya con lo de todos los días como para no regalarnos un ratito en el que hacer el bobo.

Como nos gusta el fútbol vamos al estadio. Unos siempre, otros de vez en cuando, algunos incluso se desplazan fuera de nuestra ciudad para pasar el fin de semana y ver el partido en campo ajeno. Nos gusta ir juntos aunque cada vez vayamos separados con más frecuencia, y nos gusta ir con tiempo aunque cada vez nos sea más difícil. Antes, cuando el fútbol era a las cinco, nos juntábamos a comer y luego tomábamos café a toda prisa y nos metíamos en el campo. Ahora, con el lío de horarios y cambios de última hora quedamos una hora antes en el bar de siempre y una hora antes nunca hay nadie. Llegamos con la hora pegada, corriendo, a veces con el partido empezado, sin tiempo casi para abrir las pipas, molestando a toda la fila. Pero llegamos, y cuando el equipo marca nos abrazamos y cuando el equipo pierde nos llevamos un disgusto y cuando el equipo gana nos dura la sonrisa varias horas y luego nos gusta ver el resumen en casa frente a la televisión. Cuando pierde no, cuando pierde no vemos el resumen, vemos una serie tonta o una película de tiros o ni eso, cenamos de mala gana y nos vamos a dormir pensando en la llegada a la oficina al día siguiente y en las risitas de Menéndez y de Cubillo, que es el que más rabia da porque de fútbol no tiene ni idea ni le gusta ni le interesa pero no pierde ocasión de reírse así un poquito de lado, así jíjíjí se ríe Cubillo y a uno le entran ganas de decirle pero tú de qué te ríes, Cubillo, que estás echando papada, Cubillo, más te valdría correr un poquito, Cubillo, que estás que pareces tu propio padre, Cubillo, hombre, ríete de ti mismo si acaso, hombre ya; pero no decimos nada porque, aunque nos irrite y Cubillo nos parezca un imbécil integral en ese preciso instante tampoco vamos a dramatizar y faltarle al respeto a ese hombre, Cubillo, que tampoco es para tanto.

Como nos gusta al fútbol y nos gusta ir al estadio, llevamos mucho tiempo yendo. Al estadio, digo. Antes la cosa era más tranquila y uno aparcaba mejor y los policías municipales no le regañaban a uno tanto. Y bebía uno café o un vino en la acera, frente al bar, y ahora a uno no se lo permiten y le obligan a beber en vaso de plástico, que como todo el mundo sabe es el recipiente perfecto para echar a perder la cerveza. Pero bueno, no está mal, en peores plazas hemos toreado. La hora no es buena y el vaso no es bueno, pero tampoco está mal. La gente también ha cambiado, ahora andan más enfadados, como siempre, como en todo, y pitan y no guardan cola ante la ventanita por la que nos dan cerveza en vaso de plástico. Y la gente se queja más también, sí, como en todo. Se quejan del equipo, del entrenador y del árbitro, como siempre se ha hecho. Se quejan más de los jugadores, de la falta de ganas, del dineral que ganan, de lo poco que le importa la gente. Esto sí ha cambiado, esto sí, antes no se oía tanto eso. Quizás porque los futbolistas ganaban menos y no llevaban pendientes de brillantes y cochazos de millonario y gafas de pantalla, puede, pero sobre todo porque al menos antes los jugadores eran más como los de la grada, más del club, más de la ciudad. Ahora muchos jugadores tienen poco que ver con la gente, el equipo está formado por tipos que no entienden nada, que ni siquiera son de aquí. Bueno, es el signo de los tiempos o al menos puede que lo sea, pero no gusta. También nos quejamos de los que dirigen el club, de la mala imagen que dan del colectivo, de lo poco que les interesa la afición y lo mucho que les interesa hacer negocios propios y ganar notoriedad, de lo poquísimo que entienden lo que se siente en la grada. Pero qué se le va a hacer, la gente se encoje de hombros y se conforma, qué se le va a hacer si el club ya no es nuestro, ahora es de un señor con acciones que a lo mejor no es ni de aquí, qué le vamos a hacer, vamos ya para dentro que quedan diez minutos y luego se forma cola en los tornos y yo tengo que ir al baño.

Entramos en el estadio y a veces es ya de noche y no podemos ir con los niños ni con los abuelos, con lo que les gusta a ellos. Y no podemos bebernos una cervecita tampoco, que lo prohibieron hace poco. El alcohol, digo, que antes vendían café en termo y copa de coñac. Ahora no, ahora agua mineral. Al entrar, te cachean unos tipos de seguridad que ni dan los buenos días ni dan las gracias, sino que te miran como si vinieras de perpetrar el gran robo al expreso Barcelona-Algeciras. A ver, esa bolsa, no se puede entrar con eso. "Eso" pueden ser muchas cosas, desde un casco de moto a la funda de las gafas, si pesa. Ni con el tapón del agua mineral se puede entrar. Pero vamos, que eso ya lo sabemos y aún así entramos a ver jugar a un equipo de tipos con los que no tenemos ya mucho que ver tras ser cacheados como traficantes de armas a unas horas que no nos vienen bien. Pero vamos, que seguimos yendo.

El abono es cada vez más caro. Demasiado caro para lo que vemos, sí, porque vaya tela a veces, y además pagamos por adelantado, si a mi el fontanero me pide que pague por adelantado va listo, pero esto es así, pagas el añito entero. Pero vamos, lo pagamos porque toda la vida hemos sido abonados y ahora no vamos a parar, además éstos siguen yendo y no voy a ser yo quien se quede fuera, aunque luego no vaya muchas veces al partido, ni voy a perder el número del abono, que me lo hizo mi tío cuando era un niño. No, yo sigo, no sé bien por qué pero sigo, soy lo que se llama un cliente cautivo. Un cliente, sí, que ya no soy ni socio, soy abonado. Nada más que un abonado, un cliente, ya como si no fuera parte de esto. En fin, que sigo yendo, seguimos yendo. Y nos sentamos en nuestro sitio y si hay alguien nuevo saludamos o no, pero no nos metemos con él, y si es del equipo contrario pues nos parece bien siempre que sea un tipo amable, que al final es lo importante. Y comemos pipas y nos levantamos cuando tienen que salir los demás y si el equipo contrario aprieta lo pasamos mal y si jugamos bien nos llevamos una alegría sin meternos con nadie.

En los partidos importantes, en el derbi o en los partidos de mucha rivalidad o en los partidos europeos, el ambiente es diferente. Hay más tensión, pero sin que sepamos bien por qué. Sabemos que en nuestro equipo hay seguidores violentos y brutos como arados, así que debe ser eso. Los rivales, que están al otro lado de la calle, parecen ser como nosotros, así con gafas y cara de tener hipoteca y problemas para que el seguro del coche les pague un intermitente a pesar de que ellos no fueron y lo pueden demostrar. Eso sí, no nos dejan acercarnos a ellos, qué cosas. Antes no, antes hablábamos con ellos y ellos decían que hay que ver qué buen tiempo hace aquí y nosotros decimos que sí, y que si han probado el vino del país y la paella, pero ahora la policía no nos deja. La policía va vestida de samurai y pone cara de lancero de Rohan, quizás olvidando que son funcionarios públicos al servicio de los demás. Si uno intenta cruzar la acera se lo impiden con formas al límite de lo admisible, pero si lo intenta un rival que viene a preguntar si alguien habla inglés y le puede recomendar un buen sitio para comprar vino patrio, entonces ponen cara de que viene un tipo peligroso y le apartan con fuerza y sin dar explicaciones y el seguidor extranjero no se explica nada e intenta hablar con el policía y a veces se lleva un empujón de lo más humillante. Si es un tipo tranquilo se retira maldiciendo y si es un tipo agresivo se forma un lío. En esas ocasiones, aquellos de ambos bandos que hemos llegado a ver el partido y charlar y tomar cervecitas con los amigos nos vemos frente al bochorno de una pelea. El resultado es que acabamos pagando todos: a ver, fuera de aquí, cierra el bar, a otro sitio. Ni de Vd ni nada, tuteados todos, hala, tú, fuera de aquí. En fin.

Si los rivales vienen calentitos y montan bronca en la grada, la policía interviene. Dan palos y palos a diestro y siniestro, a los que tiran sillas a los de debajo y a los que pasaban por ahí, a los padres de familia y a los tipos peligrosos. Si la policía se pasa, nos cierran el campo porque la UEFA no tolera tanto palo. Nos lo cierran a nosotros, que pagamos y esperamos el partido y contamos películas en la oficina para irnos ese día con tiempo aunque todo el mundo sabe que nos vamos al fútbol. Nos lo cierran y al siguiente partido nos tenemos que ir a cientos de kilómetros a verlo y pedir un día de vacaciones, o bien verlo por la tele aunque estemos en casa. Esa es la consecuencia de que la policía se pase. También nos cierran el campo a los mismos si se exaltan los aficionados ultras y se lían a tortas en su zona, o si tiran algo al campo. Tiran cosas cuatro y sancionan a cincuenta mil, así son las cosas, tampoco se nos ocurre una manera mejor de evitarlo, la verdad. O si algún zopenco insulta a un rival por no ser igual que nosotros, por eso también nos sancionan. Incluso si los aficionados rivales montan un lío nos pueden sancionar sobre la base de que el Club no ha organizado bien el dispositivo de seguridad, y el Club entonces se lleva un disgusto porque ingresa menos dinero.

Esto es así. Uno paga por adelantado para ver un espectáculo que nadie asegura que sea bueno, ni si quiera que sea hecho por gente con ganas de hacerlo bien. Y el espectáculo es a la hora que conviene a uno que no tiene nada que ver con el público que ya ha pagado, que no tiene derecho a nada salvo a que le pidan que acuda y pague y anime sin descanso cuando el Club al que no importa nada se juega algo importante. Esto, que ya es mal negocio, puede empeorar porque si el club que ya no es nuestro hace mal su trabajo, nos sancionan a nosotros. Si un cuerpo de funcionarios revestidos de una autoridad de la que tienen tendencia a abusar se pasan en el ejercicio de sus funciones, nos sancionan a nosotros. Si les dices a estos últimos que hagan el favor de no pasarse y de dejar a la gente en paz, te sancionan y te puedes llevar un palo en la cabeza. Si un grupo de salvajes de nuestro propio equipo montan un follón, además de abochornarnos y obligarnos a justificarnos cada vez que vamos al extranjero y presumimos de colores, nos sancionan a nosotros. Hasta si el follón lo montan los aficionados rivales nos sancionan a nosotros sin poder ver a nuestro equipo del alma jugando una competición para la que llevamos esperando diez o doce años, aunque ya no sea lo mismo.

Yo, personalmente, soy un hincha pero a veces no sé bien por qué.

domingo, 5 de octubre de 2008

El día en el que ya no supimos qué pensar

Llegó el Atleti a Barcelona anunciando un duelo de leyenda y volvió en ave, sin valor para levantar la mirada y cruzársela con la de un aficionado y con un saco lleno de dudas y de reproches y de deberes y de motivos para no querer saber nada del tema al menos en dos semanas. Menos mal que hay parón.


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Hay días, ya me entienden Vds, en los que es mejor buscar algo que hacer para evitar darle vueltas a la cabeza y pensar por qué pasó aquello y por qué no pasó eso otro y por qué fulano no hizo lo que uno habría hecho en su lugar. Entre las muchas cosas que uno puede hacer está irse a comer por ahí a un restaurante, que es lo suyo cuando uno no tiene ganas de cocinar o no sabe o no tiene tiempo para hacer eso que a uno le apetece comer. Esa es una posibilidad, claro, pero no es la única. Uno puede ir a un restaurante, pero también puede ir a un restaurán.

Un restaurán es similar a un restaurante pero no es exactamente lo mismo. En un restaurán la comida es casera y el mantel es a veces de papel, y si hay terraza al mantel se le ponen unas pinzas para que no se vuele. Mientras que en un restaurante uno elige el vino, en el restaurán el vino se elige sólo y viene en una frasca y acompañado por una botella de gaseosa, si hay suerte de esas con tapón con una palanca metálica. En el restaurán el camarero le atiende cuando él quiere y no cuando quiere el cliente, y suele ser mayor y llama de Vd a los clientes de siempre, que se despiden dándole palmadas en la espalda y diciéndole que hasta pronto. En el restaurán casi todo el mundo pide lo mismo, que es la especialidad del restaurán, y cuando sale la cocinera un camarero mayor y con galones hosteleros le dice a un cliente mire, esta es la señora que hace los callos. Los restauranes no tienen estrellas michelín ni falta que les hace, y mantienen la misma decoración durante años; de hecho cuando el restaurán tiene la mala fortuna de caer en manos de un hijo del dueño que viajó a Nueva York ve como su friso de azulejos y su barra de superficie metálica con su cañito de agua perenne desaparecen y se convierte en una tasca de diseño; y diseño y tasca son conceptos que no casan bien, y el restaurán se queda en nada y pierde la clientela salvo a la muy fiel, que sigue yendo sin ganas, sólo por no hacerle un feo al padre aunque esté en el otro barrio. Los restauranes también responden al nombre de casas de comidas, que es un nombre precioso por lo de casa y por lo de comida, y huelen a puchero y a día de invierno en el que uno quiere extender la sobremesa. Si el dueño es del Atleti y el restaurán tiene un escudo roñoso tras la barra uno sabe desde el primer día en el que entra que ya ha encontrado el sitio en el que pasará muchas horas de charla y pan mojado en salsa y flan casero, su restaurán de cabecera, su lugar en el mundo.
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Después de unas horas y en algunos casos después también de la digestión de un plato de gallina en pepitoria, parece que la afición aún no sabe cómo tomarse lo de ayer. Uno no recuerda muchos partidos en los que al Atleti le hayan metido seis goles, y de hecho sólo quiere recordar dos, y los dos recientes (uno demasiado reciente) y los dos contra el mismo equipo. El primero fue un bochorno histórico por cómo ocurrió y por dónde ocurrió pero sobre todo por lo que no ocurrió; el de ayer fue un nuevo bochorno que tiene el agravante de caer como una ducha helada en el momento en que el equipo parecía haber empezado a entender lo que supone ser un equipo de los grandes, un equipo de esos que juega para ganar y que no permite que se le gane si no es pasando miedo y mirando de reojo al reloj.

A uno le gustaría empezar la crónica con eso de salió el Atleti, pero es que no ha lugar. El Atleti no salió, y si acaso salió un sucedáneo que ni siquiera salió. Al campo saltó un equipo que dijo al árbitro que quería cruz y no cara con un hilito de voz, asomando un poco las antenas antes de meterse de nuevo en lo más profundo de su caracola. No seríamos justos si no dijéramos eso de que el partido de ayer no vale para medir a nadie, que con tres goles en ocho minutos no hay ni partido ni nada que se le parezca, porque todo eso es cierto. Pero está claro es que el equipo no supo sobreponerse a la adversidad y que la afición nunca tuvo la sensación de que se podían salvar los muebles y de paso la imagen. Aquél que llegó a pensar que lo del Sevilla fue ese día tonto que todos los equipos tienen en cada temporada ayer empezó a pensar que quizás la cosa sea más preocupante.

En tres minutos el Barça remató a puerta en un corner y marcó un gol. Otra vez a balón parado, otra vez la sensación de que cada jugada a balón parado desde la banda es una invitación al desastre, otra vez la intuición de que el portero pudo hacer más. Dos minutos más tarde, un penalti innecesario o poco inteligente de Ujfalusi, ayer merecedor de una crítica severa por primera vez desde que le hemos visto vestido de rojo y blanco. Poco después, un ridículo gol de falta, el gol de falta que los de octavo metían a los de sexto cuando les tocaba jugar juntos en los campeonatos escolares. Tres cero en ocho minutos, la carambola hecha regla, el peor inicio que uno recuerda en un partido del Atleti.

Pasó algo luego más importante que la fatalidad de los primeros minutos, más imperdonable aún que los despistes. Maxi marcó poco después un golazo para salir en los cromos que no valió para nada más que para añadir un lesionado a la lista de jugadores importantes que no pueden aportar al equipo cuando más falta hace. Y pudo y debió haber valido para mucho. Debió haber servido para que los jugadores del Atleti pensaran que el desastre era evitable, que quedaban ochenta minutos para meter dos goles o al menos para intentarlo, para apretar los dientes, para meter el miedo en el cuerpo en la afición rival y recordarles que el que estaba allí era el Atleti y no un equipo de juveniles con despistes garrafales. La afición, con los brazos caídos tras diez minutos cantó el gol con ese grito seco y ronco que celebra el deber cumplido y la vuelta a la pelea, esa celebración sin alegría que tanto miedo infunde en el rival. Pero el problema era otro, el problema estaba ahí por más que un fogonazo de fe hubiera iluminado las casas en las que se reunían los seguidores colchoneros. Pocos minutos después Etóo recibía un balón cómodo entre los centrales del Atleti y marcaba un gol tras un recorte y de paso minaba el centro de la defensa de dudas y cejas arqueadas.

A estas alturas parece que vale de poco valorar el despliegue del Barça o el horroroso peinado de Iniesta ni el pobrísimo partido de Agüero, aislado en la delantera como ya le ha pasado a algún otro jugador de nivel mundial en este mismo equipo hace poco. Tampoco parece que ayude volver a recordar la poca aportación de Sinama, ni de Luis García ni del centro del campo en general, ni la feísima entrada de Antonio López sobre Messi. Ni hablar del mal partido de los centrales, que esto sí que es preocupante, ni las enormes dudas, ya casi dudas metódicas, que levanta Coupet aprovechando que es paisano de Descartes. Lo verdaderamente pertinente ahora que ya todo el mundo ha dicho todo es reflexionar por qué le pasan estas cosas a este equipo, por qué el Atleti, un equipo de Champions con ínfulas de aspirante a todo se lleva seis goles en un partido cuando lo normal es que ninguno de aquellos con los que supuestamente se va a jugar las habichuelas este año reciba tal saco de goles. ¿Alguien entiende por qué un equipo con el historial y la plantilla del nuestro termina desplumado como unos juveniles? ¿Le pasaría lo mismo a otro equipo grande español o europeo, o incluso al Atleti del que nos acordamos los que gustamos de contar batallitas?

Que el Barça marque tres goles en ocho minutos es claramente infrecuente, pero puede ocurrir. Lo que no es de recibo es que a partir de ese momento el Atleti se comporte como su propio filial cadete, y eso que uno duda que un equipo cadete con pocas ganas de que se rían de él hubiera plantado menos cara. La reacción lógica en caso de que uno se encuentre con un regalo como el de ayer es relajarse, tomarse un tiempo para frotarse los ojos y tomar precauciones para evitar que el rival le dé la vuelta a la tortilla en caso de excesivo triunfalismo. Ayer no fue así, ayer el Barça se encontró con que le era más sencillo atacar y atacar que pensar en que el rival podría revivir, le resultó más lógico intentar meter catorce goles que ser prudente porque sencillamente no hacía falta serlo. El Atleti bajó los brazos, algo entendible si se les exigiera remontar el partido y ganar según se habían puesto las cosas pero no tan descabellado si se tiene en cuenta que lo que el aficionado cabal pedía a la altura del minuto diez de partido sólo era salvar la cara, hacer honor a las rayas y evitar el bochorno con el que los que presumimos de escudo nos hemos echado hoy a la calle.

Curiosamente cuanto uno escucha hablar a alguno de los sexagenarios (o más) caballeros que vestían la misma camiseta que ayer se lució en Barcelona acompañada de un pantalón y unas medias rarísismas tiene la sensación de que estas cosas no serían así si éstos tuvieran algo que decir en la errática política del Club. Que la plantilla no era suficiente para disputar con garantías liga y champions parecía claro, pero ha quedado demostrado a la altura del segundo mes de competición. El Atleti parece enfrentarse al mismo síndrome sufrido por la Real Sociedad o el Mallorca, equipos admirables que vieron como una temporada triunfal se veía seguida de un año complicado por no poder hacer frente a todas las competiciones. Pero el Atleti no es un equipo que llegue por primera vez a Europa, aunque eso no lo sepan los que toman las decisiones. Los que saben lo que supone ser referencia en España y fuera, los que jugaron en el Atleti que los europeos recuerdan entre neblinas por lo largo de la ausencia no están en el Club, o como mucho están en fundaciones, y los que hacen las plantillas no tienen ni idea de esto.

La sensación que ayer transmitió el Atleti fue la de un equipo sin alma, la de un grupo de tipos que tras la ducha se irían charlando sobre cuánto corren sus coches sin entender ni de lejos qué siente la afición hoy. Resulta irritante pensar que esos jugadores antiguos que últimamente iluminan las tertulias con su saber estar y su apología pública del colchonerismo no habrían dejado que pasara lo que pasó ayer a pesar de sus modales impecables y su sentido de la deportividad. Al Atleti de hoy le falta lo que antes le sobraba: jugadores que entiendan al Club, que sientan como propio el bochorno de ayer, que se emocionen al ver un roñoso escudo del Atleti tras la barra de una casa de comidas, las casas en las que hoy hemos comido los aficionados avergonzados.